Un pueblo muy peculiar. Sus gentes y los hábitos de éstos lo convertían en una comunidad especial, única… Perdidos en algún lugar de Texas (o quizá era en Oklahoma…?), la vida giraba en torno a una tradición, más que una tradición, una religión, ya que era lo más sagrado que había allí, muy por encima de la iglesia, muy por encima del presidente de los Estados Unidos, muy por encima de la alcaldía y sus componentes, muy por encima del equipo de futbol y, por supuesto, muy por encima del rodeo anual. Era una tradición sencilla que ninguno de sus habitantes obviaba y de ahí que se hubiera trasmitido, de padres a hijos, hasta nuestros tiempos desde que el primer irlandés borracho pusiera su pie en estas tierras de libertad. Cada año, con el pueblo reunido en la plaza del ayuntamiento, el alcalde sacaba una bolita numerada de un bombo gigante al que, previamente, habían hecho girar tres veces. El número de la bolita correspondía con un vecino en los listados del padrón y ese vecino tenía la obligación y el privilegio de dictar una norma que, durante todo un año, justo hasta el siguiente sorteo, toda la comunidad debería acatar como si del evangelio se tratase. Según dicen, esta práctica comenzó con los pioneros, cuando no había leyes ni normas ni nada, para que los nuevos habitantes se autogobernaran hasta el momento de tener un gobierno normalizado desde la capital, pero no consiguieron mucho, ya que la historia nos deja una larga lista de años realmente absurdos, fuera de toda lógica humana decente. En un lugar prominente de esa lista, estaba el año Richard O´Connell (los años tomaban el nombre del vecino afortunado) en el que hubo que sembrar la plaza del ayuntamiento para que él llevara allí a sus reses a pastar, ya que le gustaba jugar una manos de póker mientras las cuidaba; o el año Sarah Jane Wattson, en el que los hombres estuvieron los trescientos sesenta y cinco días del año bajando al rio a lavar la ropa y luego subiendo a la colina a tenderla; o el segundo año Richard O´Conell, (un tipo con suerte) que mandó trasladar la taberna a su campo para que su propósito, que era el mismo de su primer año, se cumpliera de nuevo.
Con el avance del tiempo, la pérdida del miedo y de la inocencia y las tecnologías nuevas, fueron llegando años más impertinentes e incluso desagradables, aunque igualmente egoístas, porque, a final de cuentas, cada premiado no miraba por el bien común, como se pretendía en un principio, sino que daba rienda suelta a sus deseos y sus sueños más oscuros. Ya se sabe, el modernismo nos hace cada vez más egoístas, lo que, lejos de ser un avance, es un retroceso. En esta época, hubo años para el olvido, pero que nadie podrá olvidar nunca, como el año Frank “Ugly” McCormick, que pidió, y se le concedió (las tradiciones, a veces, por no decir todas las veces, están por encima del sentido común y de la educación), acostarse con la esposa de James Peakmichael cuando él quisiera y donde él quisiera, lo que hizo que aquel año terminara con el funeral de “Ugly”. Por suerte, el resto de la comunidad aprendió la lección y no hubo nada parecido después de aquello, pero, aún así, siguieron llegando normas que sólo podían salir de mentes retorcidas y enfermas. Ahí está el año Lily Rodgers sin ir más lejos, en el que todas las mujeres del pueblo, excepto ella, por supuesto, no podían lavarse nada más que una vez al mes porque pensaba que su marido, Mr. Rodgers, se acostaba con todas ellas. Esto condujo a los machos del lugar a un estado de irascibilidad insostenible, ya que sólo tenían “cama” una vez al mes, y los hombres, ya se sabe, o fornican, o se pelean…
Hablando de esto, me viene a la cabeza el año Paul Jones, en el que todo el pueblo debía animar a los Dodgers de Nueva York y vestir sus colores al menos una vez al día. De nuevo hubo puñetazos por doquier. Está comprobado, tocando las mujeres y el futbol, los hombres pierden los papeles. Con el trabajo esto no sucede, porque hubo un año en el que no se escuchó ni un solo disparo (cosa rara en este país) ni una sola pelea. Fue el año Peter Moore. Éste pidió trabajar junto con su familia, sus tierras y el veinticinco por ciento de la de los demás. Por supuesto, los beneficios de ese porcentaje irían para su cuenta. Nadie dijo nada.
Pasaron los años, con decenas, cientos, de deseos revelados: un año en el que el pastor de la iglesia metodista tuvo que vestir como los patriarcas de la biblia; otro el que el tabernero debía invitar a un trago cada hora; el año en el que hubo rodeos todos los viernes, con su baile correspondiente; otro año en el que todos debían asistir dos veces al día a la iglesia y participar en sus actividades (éste fue el año del pastor); el año de la natalidad, donde cada familia tenía la obligación de engendrar un hijo (el alcalde); el año de bajar a lavarse al rio desnudos, todos, sin excepción…; y así podría estar páginas y páginas y no terminaría nunca.
En el orgasmo de tradición que se vivía en ese pueblo, no faltaba la intervención de la política, y es que los que se dedicaban a ella, y para no perder la práctica, se llenaban los bolsillos en las mismas narices de los contribuyentes. No hay nada como tener al rebaño atontado con tradiciones estúpidas para poder hacer lo que se quiera sin que nadie rechiste lo más mínimo: que no había alumbrado público en tal calle, sin problemas, la gente loca con las nuevas bailarinas de la taberna impuestas por Jack Pools; que no había limpieza en las calles, igual, nada de nada y la gente en los desfiles diarios del Cuatro de Julio con su banderita en la mano; que no hay… Todo estaba atado y bien atado, sin fisuras y muy fácil de controlar en una población pequeña como aquella. Lo peor que le podía pasar al gobernante de turno es que le tocara la bolita a alguno de sus adversarios políticos y no porque fuera a desvelar el desfalco, que no, sino porque le obligaría a dejar el ayuntamiento durante un año para ponerse él y seguir robando. Hubo un año en el que coincidían elecciones y sorteo de la bolita. Los políticos pensaron que lo coherente era posponer las elecciones o incluso no hacerlas porque, a final de cuentas, lo importante para el pueblo eran las tradiciones de sus abuelos. No hubo elecciones, simplemente, en un pleno, se jugaron la alcaldía al póker.
El día previo al sorteo el pueblo era una fiesta tan grande, casi, como la del mismo día del sorteo. Había música y baile y toda la comunidad se reunía para disfrutar, soñar y charlar sobre lo que cada haría si le tocara. Había también algún desconfiado que pedía coger las bolas una a una para comprobar que el peso era el mismo, y se lo dejaban hacer, total, qué ganaban los políticos amañando ese sorteo, el negocio dependía de su buen funcionamiento…
Cuando llegaba el día “D”, las familias, juntas y vestidas de “culto”, se dirigían, pronto en la mañana, hacia la plaza, pensando que las probabilidades de triunfo dependían directamente de la distancia que se estuviera del bombo, y se agolpaban en las cuatro calles que confluían allí. Y como la tradición nunca está sola, esos habitantes sufrían de “supersticionitis” y dejaban ver un sinfín de amuletos colgados a sus cuellos o de sus muñecas. Se charlaba, se ligaba, se bebía en las horas previas al sorteo, llegaban los nervios, la impaciencia y los primeros gritos del público asistente que llevaban un año esperando el acontecimiento.
Aquella mañana fue como las últimas cien. El portón del balcón del ayuntamiento se abrió y salieron los cargos electos y la autoridad religiosa generando una gran ovación entre el respetable. Para que todo saliera bien, el pastor metodista alzó sus manos y pronunció una oración pidiendo a dios que les ayudara y que le diera sabiduría al afortunado para que pusiera en primer plano el bien de la comunidad y no el propio. Se conoce que, o bien oraba mal o bien dios no le hacía mucho caso, porque nunca, nunca, ni él mismo, hicieron eso de favorecer a los demás.
Concluida la oración, un notario daba fe del buen estado del bombo y del estado correcto de las bolitas. Comprobaba el número de habitantes en el padrón y daba el visto bueno para que el sorteo comenzara. Tres vueltas exactas y se dejaba caer la bola. El silencio era sepulcral mientras la bola corría por un canalón hasta una copa muy historiada enfrente del alcalde.Cogió la bola, la miró, miró a su segundo, miró de nuevo la bola… “Trescientos cincuenta y dos! “ gritó al micrófono. El segundo se apresuró a buscar el número en el padrón. Cuando lo encontró, se lo enseñó al alcalde y luego al notario. El munícipe volvió al micrófono y dijo “trescientos cincuenta y dos, Charles Xavier Owen”.
Charles Xavier Owen, Charly, era un muchacho del pueblo. Como a su padre antes que a él, y a su abuelo antes que a su padre, a Charly le llamaban “el Bobo”, más por convenio social que por ser una realidad, ya se sabe que en los pueblos y en las comunidades pequeñas se tiende a otorgar ciertos “personajes” a algunos vecinos por pensar que resultan imprescindibles para una vida plena, y estaban el loco, el pandillero con malas pulgas y el bobo, entre otros, personajes éstos que eran hereditarios, que no era plan tampoco de ponerse a elegir cada cierto tiempo a uno nuevo. Aparte de considerarle tonto, Charly era un tipo que no caía bien a la gente. No era antipático o maleducado o desagradable, simplemente no hacía lo que el resto de los habitantes solían hacer. No frecuentaba la taberna, no jugaba a cartas, no acudía a los bailes ni a los rodeos y, lo peor de todo, no vestía sombrero vaquero y le gustaba leer. Las mujeres de cierta edad decían que nada bueno puede esconder un muchacho que prefiere un libro a una buena monta de vaca salvaje. Pero a Charly no le afectaba nada de esas habladurías. Él vivía en su mundo, un mundo que se había creado para él solo y que sólo existía en su cabeza, pero que le permitía mantenerse a salvo de las insidias de los que le rodeaban.
Ese día, tuvieron que mandar una comitiva a buscarle porque no había ido a la plaza a ver el sorteo “en directo” y era necesario que aceptara, ante notario, el encargo de dictar la norma que regiría todo el siguiente año. Estaba en el rio, debajo de un árbol, leyendo, como si fuera el único ser del planeta. “Tú, imbécil, que “ta tocao…!” dijo uno de los emisarios. El muchacho le miró despreocupado y, sin mostrar el más mínimo gesto de entusiasmo, se levantó y fue a la ceremonia. Llegó a la plaza y la gente le abrió paso hasta la escalera que conducía al balcón entre gritos, insultos y risas envenenadas. Subió, estrechó la mano del alcalde, la mano del segundo, la mano del pastor y la mano del notario. Firmó el acta y tomó el micrófono:
_ Vecinos! Lo primero que he decir es que no me importa que os riaís de mí, porque no hace daño quien quiere sino quien puede y vosotros no podeís…
Una avalancha de abucheos arrasó el balcón e incluso algún tomate voló hasta allí en busca del rostro del afortunado, pero era un tomate despistado que no llegó a su destino original sino que alcanzó el objetivo menos indicado, el pecho del pastor, que lanzó las maldiciones de su dios, ése que él administraba con eficacia, hacia la masa enfurecida. “Un poco de silencio!! Tranquilidad!! Continúe usted Charles…” dijo el notario evitando que el altercado fuera a mayores.
_ Gracias!! Bueno, y ahora, os diré mi deseo, que durante mi año será ley: deseo que se instale una guillotina en el centro de esta misma plaza y que se auditen las cuentas del ayuntamiento un día antes del fin de mi año. Si en esa auditoría, externa claro está, se demuestra que se ha “enajenado” un solo centavo o que aún queda dinero en la caja que no se ha gastado a favor del pueblo, el alcalde y su equipo de gobierno deberán probar el filo de la cuchilla.
El silencio fue rotundo y largo. Tan sólo se escuchó el viento soplar y se vieron pasar dos raíces redondas de esas de las películas del oeste. Un millón de miradas se cruzaron entre los asistentes, miradas de miedo, de incredulidad, de estupor, de esperanza… Y la plaza estalló con aplausos y vítores a Charly. Coreaban su nombre y cantaban y seguían aplaudiendo y volvían a corear el nombre de su vecino. Era la primera vez en toda la historia de esa tradición, que la norma tenía una acogida tan calurosa y tan unánime, como era la primera vez en que se deseaba algo que beneficiaría a la comunidad. Charly pasó de “Bobo” a “Prohombre” en un instante, de villano a héroe en menos de lo que se tarda en chasquear los dedos, que es lo que suele ocurrir cuando tales “cargos” los otorga la masa ignorante, voluble e interesada.
El ambiente en el balcón era la otra cara de la moneda. El alcalde intentó agredir al trescientos cincuenta y dos del padrón, cosa que evitó el pastor poniéndose entre éste y el agresor, recibiendo la agresión en forma de “gancho de buenas noches”… bye, bye pastor!! El segundo de a bordo parecía una estatua de granito, tiesa y helada, en estado de “shock”, de “supershock”, de “megashock”. El parecido era tal que hasta un pájaro se posó en su hombre y defecó. Repuesto del sobresalto de haber noqueado al director espiritual de la comunidad, el alcalde, presa de los nervios, acertó a agarrar a Charly por la pechera. “Qué has hecho, insensato?? Qué coño has hecho??” le dijo enseñándole los dientes y babeando por la comisura de sus labios. Una voz serena y firme salió de la boca del afortunado y se metió, como un cuchillo, en los oídos del munícipe y, martilleando su cerebro, retumbó como el eco en las montañas: “He dictado la ley… la ley… la ley… ley”. El político se agarró el corazón con fuerza, sus ojos se salían de las órbitas, dio unos pasos hacia atrás cayendo de espaldas encima del pastor que seguía allí ”soñando”. Charly pensó lo que cualquiera pensaría en esa situación, que debía ser un infarto, pero, aunque el alcalde lo deseara con todas sus fuerzas, se quedó en un amago. No morir de infarto, en contra de lo que todo el mundo opina y en casos similares a éste, es muy mala suerte, porque, entre un infarto, doloroso pero rápido, y perder la cabeza en la guillotina, personalmente, me quedo con el infarto, aún no sabiendo lo que es sufrirlo ni lo que es perder la cabeza en una guillotina, que es igualmente rápido, pero los momentos antes de subir al cadalso y cuando se tiene la cabeza y las muñecas en el cepo han de ser terribles… Charly vio que quedaba vida en el cuerpo caído y, sonriendo, se agachó y le dijo al oído “no se preocupe, los justos y decentes no han de temer la ley, así como no han de temer el infierno”.
Pasó el primer mes desde el sorteo. Aún se comentaba en las calles lo ocurrido y, entre murmullo y murmullo, fue cuando los habitantes comenzaron a darse cuenta de lo que realmente suponía el deseo del bobo. Tendrían aquello que verdaderamente necesitaban, el alumbrado público en Folsom Street, el asfaltado en White Lane Avenue, las señales de tráfico, el paso a nivel del ferrocarril, todo aquello que todos querían pero que nadie pedía aún cuando dichas ausencias habían costado ya un par de vidas. Si, los vecinos hablaban y soñaban, los más sensatos al menos (o los menos egoístas, según se mire), porque también hubo quien seguía maldiciendo su mala suerte por no haber salido del bombo, como John M. Colymore que tenía previsto haber pedido un prostíbulo para el pueblo, con tres o cuatro chicas, donde él fuera cliente “vip”, vamos, donde no pagara, ni más ni menos, ya que no existían locales de ese tipo en muchas millas a la redonda que era la zona de influencia del pastor Reverendo Supp (el del gancho de buenas noches), cuyos mayores enemigos, y los de toda la humanidad según él, eran el tabaco (incluido el de mascar), el alcohol, el juego y las mujeres. Curiosamente, las armas de fuego no eran “enemigo” del alma para él. La verdad sea dicha, John Colymore era feo, intensamente feo, y el hecho de que no viera el agua ni para beber y que, según decían, durmiera con sus vacas, hacían esa fealdad aún más espeluznante y el pobre hombre no encontraba una mujer “gratis” para “aliviarse” ni en el más optimista de sus sueños. He oído que una vez viajó a Nueva Orleans para un negocio y se gastó todo el dinero en chicas y que ésa fue la única vez que había conocido hembra. Desde entonces, soñaba con un lupanar en su misma calle.
Otro que siguió tirándose de los pelos por no haber ganado el juego de la norma anual fue Derek Smith, que, al igual que el feo John, tenía en el reverendo su mayor obstáculo y es que Derek era homosexual (supongo que lo seguirá siendo) pero no podía ni siquiera pensarlo. Su mandato sería que le dejaran “ejercer” de homo libremente. Después de su año se iría del pueblo. Como es normal, alguno que esté leyendo esto se preguntará por qué no se fue antes o por qué esperar a que le tocara el premio y la respuesta es que Derek creía que Dan Harper, el más fornido de los vaqueros, era tan o más gay que él. En su año, paseando su homosexualidad libremente por el pueblo, le tiraría los tejos y estaba convencido de que lograría meterle en su cama.
En ese primer mes, Charly continuó con su vida de “ausente” de la vorágine social, lejos de todos, en su terrenito pequeño a las afueras del núcleo urbano. En la parte trasera de casita tenía un huerto modesto para autoabastecimiento y un pozo natural de agua. La idea de tener aquello fue de su padre, que nunca se fió de nadie del pueblo y siempre decía que era mejor no tener que depender nunca de gentes de las que no te fíes. Hasta ese momento, Charly no alcanzó a entender tal actitud, pero rápidamente estuvo de acuerdo con su progenitor y brindó al viento por su “visión”, y es que no dejaron de intentar perjudicar al premiado desde la cúpula del poder: cortes de agua corriente, requerimientos de licencias, impuestos especiales por yo qué sé que… No pudieron, en ese primer mes ni en los siguientes, “pillar” a Charly en algo, y no pudieron porque Charly no tenía absolutamente nada. Trabajaba por cuenta ajena, como peón de vaquerizas para un tipo de otro pueblo, su casita era en propiedad, no tenía coche o moto o caballo y, lo más importante de todo, no tenía ni un solo centavo en ningún banco del estado. Con sus libros y sus tomates tenía más que suficiente y eso era algo que llegaron a saber en el ayuntamiento. Siendo legalmente intocable como era, optar por maniobras, digamos, “extraoficiales” no era ningún problema y mucho menos para aquellos que sólo sabían hacer las cosas de esa manera, así que, una noche unas sombras saltaron la cerca del terreno de Charly y pisotearon su huerto hasta convertirlo en puré de verduras. Tampoco consiguieron mucho, porque cuando uno es una buena persona, siempre hay alguien que lo advierte y que no duda en ayudar en los momentos difíciles. Ese alguien fue su jefe, que no sólo dio de comer a Charly en su rancho, sino que le ayudó a replantar su huerto, enseñándole incluso la manera de hacerlo más grande y productivo.Ante todo esto, Charles Xavier Owen, hijo de Charles Michael Owen, no dijo absolutamente nada. No protestó, no gritó, no maldijo, no se lo contó a nadie del pueblo. Simplemente, apretó los dientes y continuó con su rutina, sabiendo que llegaría el tiempo en que muchos pagarían por todo aquello que hicieron y que hacían, aunque que no dijera nada no quería decir que no hiciera cosas. En alerta constante después de lo del puré, el muchacho tomó sus medidas. La primera y fundamental, sacó todos sus libros de su casa y los llevó a un cobertizo que le prestó su jefe. La segunda, se mudó allí. La misma noche en que iba a tomar la tercera medida, que no era más que instalar un pastor eléctrico alrededor de su nuevo huerto, se encontró su casita envuelta en llamas. No iban a por él, el que lo hizo sabía perfectamente que Charly no estaba dentro y, además, el fallecimiento del premiado no eliminaba la norma impuesta según decían los estatutos del sorteo. Se trataba de una amenaza, de un susto, de intentar hacer un infierno de la vida del chico, cosas de lo políticos…
Con el avance del tiempo, la pérdida del miedo y de la inocencia y las tecnologías nuevas, fueron llegando años más impertinentes e incluso desagradables, aunque igualmente egoístas, porque, a final de cuentas, cada premiado no miraba por el bien común, como se pretendía en un principio, sino que daba rienda suelta a sus deseos y sus sueños más oscuros. Ya se sabe, el modernismo nos hace cada vez más egoístas, lo que, lejos de ser un avance, es un retroceso. En esta época, hubo años para el olvido, pero que nadie podrá olvidar nunca, como el año Frank “Ugly” McCormick, que pidió, y se le concedió (las tradiciones, a veces, por no decir todas las veces, están por encima del sentido común y de la educación), acostarse con la esposa de James Peakmichael cuando él quisiera y donde él quisiera, lo que hizo que aquel año terminara con el funeral de “Ugly”. Por suerte, el resto de la comunidad aprendió la lección y no hubo nada parecido después de aquello, pero, aún así, siguieron llegando normas que sólo podían salir de mentes retorcidas y enfermas. Ahí está el año Lily Rodgers sin ir más lejos, en el que todas las mujeres del pueblo, excepto ella, por supuesto, no podían lavarse nada más que una vez al mes porque pensaba que su marido, Mr. Rodgers, se acostaba con todas ellas. Esto condujo a los machos del lugar a un estado de irascibilidad insostenible, ya que sólo tenían “cama” una vez al mes, y los hombres, ya se sabe, o fornican, o se pelean…
Hablando de esto, me viene a la cabeza el año Paul Jones, en el que todo el pueblo debía animar a los Dodgers de Nueva York y vestir sus colores al menos una vez al día. De nuevo hubo puñetazos por doquier. Está comprobado, tocando las mujeres y el futbol, los hombres pierden los papeles. Con el trabajo esto no sucede, porque hubo un año en el que no se escuchó ni un solo disparo (cosa rara en este país) ni una sola pelea. Fue el año Peter Moore. Éste pidió trabajar junto con su familia, sus tierras y el veinticinco por ciento de la de los demás. Por supuesto, los beneficios de ese porcentaje irían para su cuenta. Nadie dijo nada.
Pasaron los años, con decenas, cientos, de deseos revelados: un año en el que el pastor de la iglesia metodista tuvo que vestir como los patriarcas de la biblia; otro el que el tabernero debía invitar a un trago cada hora; el año en el que hubo rodeos todos los viernes, con su baile correspondiente; otro año en el que todos debían asistir dos veces al día a la iglesia y participar en sus actividades (éste fue el año del pastor); el año de la natalidad, donde cada familia tenía la obligación de engendrar un hijo (el alcalde); el año de bajar a lavarse al rio desnudos, todos, sin excepción…; y así podría estar páginas y páginas y no terminaría nunca.
En el orgasmo de tradición que se vivía en ese pueblo, no faltaba la intervención de la política, y es que los que se dedicaban a ella, y para no perder la práctica, se llenaban los bolsillos en las mismas narices de los contribuyentes. No hay nada como tener al rebaño atontado con tradiciones estúpidas para poder hacer lo que se quiera sin que nadie rechiste lo más mínimo: que no había alumbrado público en tal calle, sin problemas, la gente loca con las nuevas bailarinas de la taberna impuestas por Jack Pools; que no había limpieza en las calles, igual, nada de nada y la gente en los desfiles diarios del Cuatro de Julio con su banderita en la mano; que no hay… Todo estaba atado y bien atado, sin fisuras y muy fácil de controlar en una población pequeña como aquella. Lo peor que le podía pasar al gobernante de turno es que le tocara la bolita a alguno de sus adversarios políticos y no porque fuera a desvelar el desfalco, que no, sino porque le obligaría a dejar el ayuntamiento durante un año para ponerse él y seguir robando. Hubo un año en el que coincidían elecciones y sorteo de la bolita. Los políticos pensaron que lo coherente era posponer las elecciones o incluso no hacerlas porque, a final de cuentas, lo importante para el pueblo eran las tradiciones de sus abuelos. No hubo elecciones, simplemente, en un pleno, se jugaron la alcaldía al póker.
El día previo al sorteo el pueblo era una fiesta tan grande, casi, como la del mismo día del sorteo. Había música y baile y toda la comunidad se reunía para disfrutar, soñar y charlar sobre lo que cada haría si le tocara. Había también algún desconfiado que pedía coger las bolas una a una para comprobar que el peso era el mismo, y se lo dejaban hacer, total, qué ganaban los políticos amañando ese sorteo, el negocio dependía de su buen funcionamiento…
Cuando llegaba el día “D”, las familias, juntas y vestidas de “culto”, se dirigían, pronto en la mañana, hacia la plaza, pensando que las probabilidades de triunfo dependían directamente de la distancia que se estuviera del bombo, y se agolpaban en las cuatro calles que confluían allí. Y como la tradición nunca está sola, esos habitantes sufrían de “supersticionitis” y dejaban ver un sinfín de amuletos colgados a sus cuellos o de sus muñecas. Se charlaba, se ligaba, se bebía en las horas previas al sorteo, llegaban los nervios, la impaciencia y los primeros gritos del público asistente que llevaban un año esperando el acontecimiento.
Aquella mañana fue como las últimas cien. El portón del balcón del ayuntamiento se abrió y salieron los cargos electos y la autoridad religiosa generando una gran ovación entre el respetable. Para que todo saliera bien, el pastor metodista alzó sus manos y pronunció una oración pidiendo a dios que les ayudara y que le diera sabiduría al afortunado para que pusiera en primer plano el bien de la comunidad y no el propio. Se conoce que, o bien oraba mal o bien dios no le hacía mucho caso, porque nunca, nunca, ni él mismo, hicieron eso de favorecer a los demás.
Concluida la oración, un notario daba fe del buen estado del bombo y del estado correcto de las bolitas. Comprobaba el número de habitantes en el padrón y daba el visto bueno para que el sorteo comenzara. Tres vueltas exactas y se dejaba caer la bola. El silencio era sepulcral mientras la bola corría por un canalón hasta una copa muy historiada enfrente del alcalde.Cogió la bola, la miró, miró a su segundo, miró de nuevo la bola… “Trescientos cincuenta y dos! “ gritó al micrófono. El segundo se apresuró a buscar el número en el padrón. Cuando lo encontró, se lo enseñó al alcalde y luego al notario. El munícipe volvió al micrófono y dijo “trescientos cincuenta y dos, Charles Xavier Owen”.
Charles Xavier Owen, Charly, era un muchacho del pueblo. Como a su padre antes que a él, y a su abuelo antes que a su padre, a Charly le llamaban “el Bobo”, más por convenio social que por ser una realidad, ya se sabe que en los pueblos y en las comunidades pequeñas se tiende a otorgar ciertos “personajes” a algunos vecinos por pensar que resultan imprescindibles para una vida plena, y estaban el loco, el pandillero con malas pulgas y el bobo, entre otros, personajes éstos que eran hereditarios, que no era plan tampoco de ponerse a elegir cada cierto tiempo a uno nuevo. Aparte de considerarle tonto, Charly era un tipo que no caía bien a la gente. No era antipático o maleducado o desagradable, simplemente no hacía lo que el resto de los habitantes solían hacer. No frecuentaba la taberna, no jugaba a cartas, no acudía a los bailes ni a los rodeos y, lo peor de todo, no vestía sombrero vaquero y le gustaba leer. Las mujeres de cierta edad decían que nada bueno puede esconder un muchacho que prefiere un libro a una buena monta de vaca salvaje. Pero a Charly no le afectaba nada de esas habladurías. Él vivía en su mundo, un mundo que se había creado para él solo y que sólo existía en su cabeza, pero que le permitía mantenerse a salvo de las insidias de los que le rodeaban.
Ese día, tuvieron que mandar una comitiva a buscarle porque no había ido a la plaza a ver el sorteo “en directo” y era necesario que aceptara, ante notario, el encargo de dictar la norma que regiría todo el siguiente año. Estaba en el rio, debajo de un árbol, leyendo, como si fuera el único ser del planeta. “Tú, imbécil, que “ta tocao…!” dijo uno de los emisarios. El muchacho le miró despreocupado y, sin mostrar el más mínimo gesto de entusiasmo, se levantó y fue a la ceremonia. Llegó a la plaza y la gente le abrió paso hasta la escalera que conducía al balcón entre gritos, insultos y risas envenenadas. Subió, estrechó la mano del alcalde, la mano del segundo, la mano del pastor y la mano del notario. Firmó el acta y tomó el micrófono:
_ Vecinos! Lo primero que he decir es que no me importa que os riaís de mí, porque no hace daño quien quiere sino quien puede y vosotros no podeís…
Una avalancha de abucheos arrasó el balcón e incluso algún tomate voló hasta allí en busca del rostro del afortunado, pero era un tomate despistado que no llegó a su destino original sino que alcanzó el objetivo menos indicado, el pecho del pastor, que lanzó las maldiciones de su dios, ése que él administraba con eficacia, hacia la masa enfurecida. “Un poco de silencio!! Tranquilidad!! Continúe usted Charles…” dijo el notario evitando que el altercado fuera a mayores.
_ Gracias!! Bueno, y ahora, os diré mi deseo, que durante mi año será ley: deseo que se instale una guillotina en el centro de esta misma plaza y que se auditen las cuentas del ayuntamiento un día antes del fin de mi año. Si en esa auditoría, externa claro está, se demuestra que se ha “enajenado” un solo centavo o que aún queda dinero en la caja que no se ha gastado a favor del pueblo, el alcalde y su equipo de gobierno deberán probar el filo de la cuchilla.
El silencio fue rotundo y largo. Tan sólo se escuchó el viento soplar y se vieron pasar dos raíces redondas de esas de las películas del oeste. Un millón de miradas se cruzaron entre los asistentes, miradas de miedo, de incredulidad, de estupor, de esperanza… Y la plaza estalló con aplausos y vítores a Charly. Coreaban su nombre y cantaban y seguían aplaudiendo y volvían a corear el nombre de su vecino. Era la primera vez en toda la historia de esa tradición, que la norma tenía una acogida tan calurosa y tan unánime, como era la primera vez en que se deseaba algo que beneficiaría a la comunidad. Charly pasó de “Bobo” a “Prohombre” en un instante, de villano a héroe en menos de lo que se tarda en chasquear los dedos, que es lo que suele ocurrir cuando tales “cargos” los otorga la masa ignorante, voluble e interesada.
El ambiente en el balcón era la otra cara de la moneda. El alcalde intentó agredir al trescientos cincuenta y dos del padrón, cosa que evitó el pastor poniéndose entre éste y el agresor, recibiendo la agresión en forma de “gancho de buenas noches”… bye, bye pastor!! El segundo de a bordo parecía una estatua de granito, tiesa y helada, en estado de “shock”, de “supershock”, de “megashock”. El parecido era tal que hasta un pájaro se posó en su hombre y defecó. Repuesto del sobresalto de haber noqueado al director espiritual de la comunidad, el alcalde, presa de los nervios, acertó a agarrar a Charly por la pechera. “Qué has hecho, insensato?? Qué coño has hecho??” le dijo enseñándole los dientes y babeando por la comisura de sus labios. Una voz serena y firme salió de la boca del afortunado y se metió, como un cuchillo, en los oídos del munícipe y, martilleando su cerebro, retumbó como el eco en las montañas: “He dictado la ley… la ley… la ley… ley”. El político se agarró el corazón con fuerza, sus ojos se salían de las órbitas, dio unos pasos hacia atrás cayendo de espaldas encima del pastor que seguía allí ”soñando”. Charly pensó lo que cualquiera pensaría en esa situación, que debía ser un infarto, pero, aunque el alcalde lo deseara con todas sus fuerzas, se quedó en un amago. No morir de infarto, en contra de lo que todo el mundo opina y en casos similares a éste, es muy mala suerte, porque, entre un infarto, doloroso pero rápido, y perder la cabeza en la guillotina, personalmente, me quedo con el infarto, aún no sabiendo lo que es sufrirlo ni lo que es perder la cabeza en una guillotina, que es igualmente rápido, pero los momentos antes de subir al cadalso y cuando se tiene la cabeza y las muñecas en el cepo han de ser terribles… Charly vio que quedaba vida en el cuerpo caído y, sonriendo, se agachó y le dijo al oído “no se preocupe, los justos y decentes no han de temer la ley, así como no han de temer el infierno”.
Pasó el primer mes desde el sorteo. Aún se comentaba en las calles lo ocurrido y, entre murmullo y murmullo, fue cuando los habitantes comenzaron a darse cuenta de lo que realmente suponía el deseo del bobo. Tendrían aquello que verdaderamente necesitaban, el alumbrado público en Folsom Street, el asfaltado en White Lane Avenue, las señales de tráfico, el paso a nivel del ferrocarril, todo aquello que todos querían pero que nadie pedía aún cuando dichas ausencias habían costado ya un par de vidas. Si, los vecinos hablaban y soñaban, los más sensatos al menos (o los menos egoístas, según se mire), porque también hubo quien seguía maldiciendo su mala suerte por no haber salido del bombo, como John M. Colymore que tenía previsto haber pedido un prostíbulo para el pueblo, con tres o cuatro chicas, donde él fuera cliente “vip”, vamos, donde no pagara, ni más ni menos, ya que no existían locales de ese tipo en muchas millas a la redonda que era la zona de influencia del pastor Reverendo Supp (el del gancho de buenas noches), cuyos mayores enemigos, y los de toda la humanidad según él, eran el tabaco (incluido el de mascar), el alcohol, el juego y las mujeres. Curiosamente, las armas de fuego no eran “enemigo” del alma para él. La verdad sea dicha, John Colymore era feo, intensamente feo, y el hecho de que no viera el agua ni para beber y que, según decían, durmiera con sus vacas, hacían esa fealdad aún más espeluznante y el pobre hombre no encontraba una mujer “gratis” para “aliviarse” ni en el más optimista de sus sueños. He oído que una vez viajó a Nueva Orleans para un negocio y se gastó todo el dinero en chicas y que ésa fue la única vez que había conocido hembra. Desde entonces, soñaba con un lupanar en su misma calle.
Otro que siguió tirándose de los pelos por no haber ganado el juego de la norma anual fue Derek Smith, que, al igual que el feo John, tenía en el reverendo su mayor obstáculo y es que Derek era homosexual (supongo que lo seguirá siendo) pero no podía ni siquiera pensarlo. Su mandato sería que le dejaran “ejercer” de homo libremente. Después de su año se iría del pueblo. Como es normal, alguno que esté leyendo esto se preguntará por qué no se fue antes o por qué esperar a que le tocara el premio y la respuesta es que Derek creía que Dan Harper, el más fornido de los vaqueros, era tan o más gay que él. En su año, paseando su homosexualidad libremente por el pueblo, le tiraría los tejos y estaba convencido de que lograría meterle en su cama.
En ese primer mes, Charly continuó con su vida de “ausente” de la vorágine social, lejos de todos, en su terrenito pequeño a las afueras del núcleo urbano. En la parte trasera de casita tenía un huerto modesto para autoabastecimiento y un pozo natural de agua. La idea de tener aquello fue de su padre, que nunca se fió de nadie del pueblo y siempre decía que era mejor no tener que depender nunca de gentes de las que no te fíes. Hasta ese momento, Charly no alcanzó a entender tal actitud, pero rápidamente estuvo de acuerdo con su progenitor y brindó al viento por su “visión”, y es que no dejaron de intentar perjudicar al premiado desde la cúpula del poder: cortes de agua corriente, requerimientos de licencias, impuestos especiales por yo qué sé que… No pudieron, en ese primer mes ni en los siguientes, “pillar” a Charly en algo, y no pudieron porque Charly no tenía absolutamente nada. Trabajaba por cuenta ajena, como peón de vaquerizas para un tipo de otro pueblo, su casita era en propiedad, no tenía coche o moto o caballo y, lo más importante de todo, no tenía ni un solo centavo en ningún banco del estado. Con sus libros y sus tomates tenía más que suficiente y eso era algo que llegaron a saber en el ayuntamiento. Siendo legalmente intocable como era, optar por maniobras, digamos, “extraoficiales” no era ningún problema y mucho menos para aquellos que sólo sabían hacer las cosas de esa manera, así que, una noche unas sombras saltaron la cerca del terreno de Charly y pisotearon su huerto hasta convertirlo en puré de verduras. Tampoco consiguieron mucho, porque cuando uno es una buena persona, siempre hay alguien que lo advierte y que no duda en ayudar en los momentos difíciles. Ese alguien fue su jefe, que no sólo dio de comer a Charly en su rancho, sino que le ayudó a replantar su huerto, enseñándole incluso la manera de hacerlo más grande y productivo.Ante todo esto, Charles Xavier Owen, hijo de Charles Michael Owen, no dijo absolutamente nada. No protestó, no gritó, no maldijo, no se lo contó a nadie del pueblo. Simplemente, apretó los dientes y continuó con su rutina, sabiendo que llegaría el tiempo en que muchos pagarían por todo aquello que hicieron y que hacían, aunque que no dijera nada no quería decir que no hiciera cosas. En alerta constante después de lo del puré, el muchacho tomó sus medidas. La primera y fundamental, sacó todos sus libros de su casa y los llevó a un cobertizo que le prestó su jefe. La segunda, se mudó allí. La misma noche en que iba a tomar la tercera medida, que no era más que instalar un pastor eléctrico alrededor de su nuevo huerto, se encontró su casita envuelta en llamas. No iban a por él, el que lo hizo sabía perfectamente que Charly no estaba dentro y, además, el fallecimiento del premiado no eliminaba la norma impuesta según decían los estatutos del sorteo. Se trataba de una amenaza, de un susto, de intentar hacer un infierno de la vida del chico, cosas de lo políticos…
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