lunes, 15 de marzo de 2010

Un paseo por el sur (parte I)

La verdad, no hay mucho que contar de Horatio Beetle. No era ni muy temperamental ni muy sereno, ni muy pasional ni muy frio. Era un tipo más o menos gris, como cualquier otro de su ciudad, un trabajador en la recta final de su vida laboral, ya demasiado extensa incluso para alguien acostumbrado a no hacer otra cosa. Se puede decir que era un hombre equilibrado mentalmente y con una vida equilibrada: su esposa, Sarah Beetle, sus hijos, ya fuera del hogar y haciendo su vida por algún lugar del norte, el perro en la caseta del jardín trasero, su oficio, unas cervezas en el bar los viernes noche… Tampoco es que hubiera mucho más que hacer en Jacksonville, al menos para alguien de su edad y Horatio no era de esos que, cuando llegan a cierta altura en sus vidas, se comportan como si fueran adolescentes e intentan hacer aquello que no hicieron en su día, todo lo contrario, este hombre había hecho todo lo que un americano decente podría haber hecho. Su infancia fue normal. Normal para esos años, claro, que empezó a trabajar con apenas trece años de edad, pero aún así nunca se quejó o dejó de tener tiempo para el cigarrillo a escondidas con los amigos que le robaran al viejo Polly, o para juguetear alrededor de alguna muchacha en busca del primer beso. A su tiempo pudo conducir la camioneta de la familia y en ella descubrió el cuerpo de su futura esposa y su propio cuerpo. Jugó al baloncesto, fue popular en alguna ocasión, le pegó Eddie Pollard, el joven de familia desestructurada que pegaba a todo el mundo… …vamos, que no se podía ser más normal. Y él estaba satisfecho con esa vida, que recordaba sentado en su sillón del salón por las noches, cuando se sentaba a reposar la cena y a leer un poco antes de acostarse
Horatio quería a su esposa. Llevaban juntos casi todas sus vidas y no habían conocido otra cosa. Tampoco lo necesitaban. Con el tiempo, su relación fue decayendo, como es normal, y ya era más habitual verles separados en la casa, cada uno a sus cosas, que abrazaditos en cualquier rincón o tumbados en el sofá buscándose las cosquillas. Ella cosía y hacía tratas para el grupo de señoras de la iglesia y con eso tenía más que suficiente. Él metía mano a su coche más de lo que lo necesitaba. De cama, ya casi nada.
El día del Señor, el domingo, se reservaba para ir al culto. Eran adventistas, bueno, más ella que él. Horatio en realidad no era nada. Creía y tenía fe, pero a su manera, lejos de reglamentos o doctrinas férreas que seguir. Decía que bastante tenía ya con su jefe como buscarse otro para los domingos que le estuviera diciendo a cada momento lo que podía y no podía hacer. Su medida era el sentido común, que era la mejor forma de gobernarse, así que, durante los sermones del pastor, su cabeza se iba a dar un paseo por ahí, a ver mundo como él decía, e imaginaba que hablaba con unos y con otros y que conocía opiniones distintas y que tomaba una tarta de arándanos mejor que la de su Sarah, que, para ser sinceros, no es que fuera una maravilla. Además, la política no le interesaba ni lo más mínimo y ya sabemos todos que desde los púlpitos se hace más política que religión. Después del sermón, de los cinco dólares en el cesto y de saludar a los vecinos en la puerta del templo, volvían a casa a comer y a relajarse un rato antes de ir a visitar a alguna amiga de su mujer. Con poco más, el domingo estaba agotado.
Ése domingo, después de cenar y ya en su lugar preferido de la casa, Horatio se puso a imaginar como hacía en el banco de la iglesia. Buscó con la mirada a su esposa y vio que estaba entretenida con alguna cosa en la cocina lo que aprovechó para tomarse un par de sorbos de una petaca llena de bourbon que guardaba en un cajón de la mesa de escritorio que había en el salón. Saboreó el líquido como si fuera lo mejor que hubiera en este mundo y se volvió a sentar a imaginar cosas. Pensó en que llegaba a un bar en alguna carretera y pedía una botella de bourbon para él solo, pero que compartía con un parroquiano que estaba sentado en un taburete a la barra que, agradecido, le contaba una historia de cuando fue marinero en un mercante vasco en España y de los viajes que hacían Filipinas; imaginó también que la mujer más guapa de un pueblo se enamoraba de él perdidamente y que le agasajaba con postres dulcísimos hechos por ella misma, pero que finalmente tenía que rechazar para que no se pensara que él también quería relaciones con ella. Se fue animando con los relatos que se formaban en su cabeza y decidió darse otro homenaje con la petaca que, a final de cuentas, era domingo y ya aguantó lo indecible a la cotorra de Mrs. Steele despotricando de lo cortas que eran las faldas de las hijas Paul Hickory. Bebió. Bebió más y se terminó el envase. “Demasiado pequeña la compré” pensó y tomó de nuevo asiento. Quiso montar una nueva imagen en su cabeza pero ya no pudo. Una necesidad le apremiaba y le impedía seguir su rutina dominical nocturna. Se levantó, se alivió, tiró de la cadena y se dijo a sí mismo “ya que me he levantado y he venido hasta aquí, por qué no salir y pasear un rato…” Y así lo hizo. Sin decir nada, agarró su chaqueta del perchero y salió al porche. Miró a un lado, miró al otro y empezó a andar, despacio, sin rumbo, con las manos en los bolsillos y mirando al horizonte. Las calles estaban desiertas y Horatio siguió andando sin que eso le importara. Jacksonville es grande, pero tampoco tanto y en poco tiempo estuvo en el límite de la cuidad. Lejos de estar cansado, continuó con su marcha. Para el amanecer, el hombre entraba en Greenevers.
Sarah se despertó sola en la cama. No se alarmó ni nada por el estilo. Pensó que estaba mayor y que habría ido a correrse una juerguecilla de casi jubilado con algún amigo del trabajo, pero que, tarde o temprano, volvería demacrado y muerto de hambre, así que se hizo un café y se puso manos a la obra con sus costuras.
La presencia de un extraño se hizo notar rápidamente en Greenevers. Un tipo maduro que andaba sin parar por las calles saludando, muy amablemente eso sí, a todo aquel que veía no era algo que sucediera muy a menudo allí. Pero bueno, era un americano y siendo así, tampoco es que hubiera mucho que temer. Horatio tuvo hambre. Mala cosa cuando uno ha salido con los bolsillos vacios. Se encomendó a la hospitalidad sureña y entró en una tienda a pedir algo para desayunar:
_ Buenos días, señor! Mire, yo soy de Jacksonville y paseando he llegado hasta aquí. Cuando salí, no pensé que tardaría mucho, así que no llevo ni un solo centavo encima… Sería usted tan amable de regalarme una galletas o algún donut, por favor?
_ Y qué hace un tipo de ciudad en un pueblo como este?
_ Ya le he dicho, pasear.
_ No, a mi no me engaña… usted es un federal, se le ve a la legua, un tipo sofisticado que vienen aquí a reírse de gentes humildes… qué busca?? Yo ya pagué por ese tema del banco… Venga, fuera de aquí, sin dinero no es bienvenido!
Horatio salió del establecimiento contrariado. Bien es cierto que él hubiera dado de desayunar a aquel tipo y a todos cuantos fueran a su casa a pedírselo amablemente, pero también es igual de cierto que no todo el mundo es igual y que hay quien ve morir a alguien en la acera o a un lado del camino y no mueve ni una pestaña. Vagando de nuevo por las calles en busca de otro lugar donde poder pedir alimento, sintió las miradas penetrantes de los habitantes. Estaban todos allí, a ambos lados de la calle, cuchicheando de él, señalándole, “mira, ahí va el federal…” decían. Aunque el hambre era grande, la prudencia ganó la partida, que cuando uno es mirado de esa forma en Carolina del Norte, es mejor quitarse de en medio lo antes posible, no sea que uno encuentre lo que no busca, esto es, plomo. Con su paso tranquilo pero firme, el hombre salió del pueblo por la punta contraria por la que llegó. Anduvo y anduvo, sin mirar atrás, sin pensar en su estómago y sin hacer ni caso a la camioneta que le seguía de cerca con dos muchachos armados en lo alto. Horatio sabía perfectamente que sólo querían cerciorarse de que se alejaba del pueblo y que no se quedaba por ahí escondido para volver con la oscuridad a “hacerles daño”. En cuanto puso un pie en Magnolia, la camioneta dio media vuelta y se largó.
Magnolia parecía otra cosa. Fue fría y distante cuando llegó, pero tampoco era algo que debiera tomarse como real, porque Greenevers fue cálida y pasó lo que pasó. Suele suceder que las gentes frías al comienzo resultan de lo más entrañables después y viceversa, que personas sonrientes y amigables, que parece que te lo van a dar todo, se convierten en estatuas de sal si uno les pide ayuda. Antes de llegar a mitad de la calle principal, un coche patrulla se le acercó. Su conductor, el sheriff, único policía de la zona, le informó de que era gentes de bien y que no querían tener ningún altercado, a lo que Horatio contestó que tan solo andaba y que si era tan amables de ofrecerle algo para acabar con el vacio estomacal que le venía importunando desde Greenevers. No teniendo dinero como no tenía y siendo un forastero, el agente le informó de que iba a tener bastante difícil el tener lo que buscaba, pero que, quizá, si la señora Pathwick estaba despierta, sería la única persona que le ayudaría.
Había luz en la ventana. La casa era grande. La puerta estaba abierta pero, por cortesía, llamó al timbre. Abrió la puerta una mujer madura, muy guapa, vestida con una bata negra que mantenía cruzada alrededor de su cuerpo con sus brazos. El hombre expuso sus qüitas y ella atendió a razones. En la cocina, varios platos hicieron las delicias del estómago. Comió como si no hubiera comido en días mientras la mujer le miraba. Se la veía inteligente, más bien experta, y así resultó porque una vez hubo terminado de cenar, dos copas de bourbon se llenaron hasta la boca. Con la lengua caliente, como es normal, comenzaron a charlar. Horatio contó su parte, que era de Jacksonville, que empezó a andar sin rumbo, que estaba casado y que quería a su mujer, que tenía dos hijos y que su perro le estaría echando de menos. Ella escuchó atentamente y tomó su turno cuando le correspondió, contando lo que el hombre le pidió que le contara, cosas acerca del pueblo y de sus gentes, curiosidades. La señora Pathwick habló y habló. Parecía que tuviera ganas de hacerlo, como si llevara años sin hablar con nadie o como si no tuviera a nadie de confianza con el que hablar de ciertas cosas. Y es que, entre whiskey y whiskey, la mujer soltó por la boca cientos de secretos de muchos, por no decir todos, machos de Magnolia. Es normal que supiera tanto. Las meretrices es lo que tienen. Habló del sheriff, el gordo sheriff, tan cristiano como putero, un depravado que se excitaba recibiendo azotes en su amplio culo; también habló de su esposa, una señora intachable que se había cepillado a medio pueblo; o Bob McCormick, que había decidido hace años que viviría como si el sur hubiera ganado la guerra, así que tenía dos esclavos negros encerrados en el sótano de su casa, dos negros, por cierto, que la mujer del sheriff había probado…; habló del reverendo de la iglesia luterana de Magnolia, que lloraba cada vez que terminaba de acostarse con ella, no porque pensara que había pecado o porque Dios fuera a castigarle, sino porque pasaría mucho tiempo antes de que pudiera volver a meterla en caliente ya que su esposa tenía algo en la cabeza que la hacía comportarse como una niña pequeña y claro, sexo con una niña no era lo más recomendable, unido esto a que andaba de fondos un poco corto porque su salario salía de los cestos y por más que pedía para el Señor no había manera de aumentarlos; nombró a un tal Kevin Patterson, un buen hombre padre de tres hijas tan guapas como malas y esposo de una mujer enamorada del dinero. Harto de ellas, se refugiaba en los brazos de la señora Pathwick simplemente para poder contarle a alguien sus penas. No se acostaban porque el tal Kevin era impotente, impotencia causada por el estrés, le dijeron en Richmond. Y así pasó la noche, lingotazo tras lingotazo, personaje tras personaje. A su debido momento (ella era muy profesional) cogió la mano del hombre y le sugirió regalarle algo más, pero Horatio rehusó tal ofrecimiento porque, aunque hubiera querido, no habría podido por la borrachera que llevaba encima. Apoyó su cabeza en la mesa y durmió allí su trancazo. A la mañana siguiente, pudo desayunar en condiciones y por un momento pensó en aceptar lo que rechazó horas antes, pero se quitó la idea de la cabeza para no disgustar a su benefactora, porque era muy probable que se le hubiera insinuado estando ella igualmente afectada por el bourbon y que, ya de mañana, recién duchada y despierta, le exigiera pagar su tarifa habitual. Igualmente, ella le sonrió pícaramente cuando le despidió en el umbral de la puerta.
En el camino nuevamente, feliz por la noche pasada, una noche en la que hubo eso mismo que soñaba cada domingo durante el sermón, Horatio se sintió como aquellos jóvenes aventureros que recorrían el país en sus motos americanas, libres, salvajes, con sus melenas al viento. Él no tenía melena ni moto, pero caminaba contento y con fuerzas renovadas hacia ninguna parte en especial. Se mantuvo andando todo el día, sin para excepto para tomar aire o sentarse un par de minutos en alguna piedra. Atardeciendo, llegó a Salemburg e intentó buscar otra señora Pathwick que le cobijara y que llenara su buche. El cuerpo humano gasta más “gasolina” que un Mustang del sesenta y seis y hacia el medio día el hombre ya se quedó sin lo que le dio la mujer para el camino. Era normal que ya tuviera hambre de nuevo, pero allí no había señoras putas que le hicieran caso y tampoco personas caritativas, o al menos él no las vio. Haberlas, las habría, digo yo. Bebió agua en una fuente y siguió andando hasta cruzar, y dejar atrás, Salemburg. Su orientación era buena y la noche clara, lo que le ayudó a seguir su ruta. Qué se podía hacer mejor que seguir? Dormir, dirán algunos con mucho sentido común y es lo mismo que hubiera dicho nuestro amigo Horatio estando en las circunstancias que nos encontramos nosotros, es decir, leyendo este cuento, pero como Horatio no estaba en nuestros lugares, sino que estaba en el suyo, en medio de la noche a las afueras de Salemburg, y ya que había hecho la locura de ponerse a andar sin ton ni son, para qué se iba a echar a dormir al raso? No estando cansado, mejor moverse que tumbarse a escucharse sus propias tripas quejarse. Sin embargo, más le hubiera valido hacer caso a los que dijeron “dormir”, porque en el trayecto se cayó tres veces al suelo. Sí, sí, he dicho que la noche era clara, pero no deja de ser noche, y las noches claras son más oscuras que el más oscuro de los días y hay piedras que tirarían a la mejor montura del oeste americano. Tantas veces cayó, tantas veces se levantó. Unas cuantas palmadas para sacudirse el polvo y a andar, andar, andar… Todavía de noche (noche clara) vio a lo lejos luces de ciudad. Fayetteville. “Mejor rodearla” pensó. Si era difícil encontrar almas que le ayudaran en los pueblos pequeños, que están más acostumbrados a conocerse y a ayudarse, cuánto más sería en una ciudad grande, donde nadie conoce a nadie. Entrar allí era perder el tiempo. Se encontraría lo mismo que en su ciudad, en Jacksonville, indiferencia y, a lo peor, algún ladronzuelo dispuesto a quedarse con sus botas a falta de unos dólares. Despuntando el sol, rodeó Fayetteville y se encontró con tres caminos a elegir. Tomó el primero. Le gustaba hacer todo en orden. Con camino por delante y Fayetteville detrás, lo mejor que podía hacer era andar, así que anduvo.Mucha hambre, sed también, y camino, camino por delante… Silvercity, Pinebluff, más camino… Suerte que encontró otra fuente en la que refrescarse, pero de comer, ni hablar. En ese momento era más comprensible la actitud de las gentes hacia Horatio. Su aspecto era desastroso, sucio, pálido, flaco, porque había adelgazado bastante en tres días sin llevarse nada a la boca, sin un centavo… de haber sido negro, estaría en prisión seguro, o muerto. O para atrás o hacia delante, no tenía más opción, pero de una manera o de otra, tenía que andar sí o sí. Total, eso lo llevaba haciendo desde hace ya unos cuantos días… Pues anduvo más, un poco más, un paso más, luego otro más… Aberdeen!!

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