lunes, 29 de marzo de 2010

Un paseo por el sur (parte III)

El hogar de Leroy era radicalmente opuesto a lo que Horatio tenía en la cabeza. Los niños americanos blancos crecen escuchando historias de negros delincuentes procedentes de hogares infernales y desestructurados (nadie les cuenta nunca que es una verdad a medias y que los casos en los que es totalmente verdad, todo es producto de la pobreza asfixiante a la que son empujados los papás negros), pero el blanco no vio golpes o violencia o inestabilidad, todo lo contrario, sintió el amor y el cariño que rezumaba por las paredes de la casa. Se podía decir que era un “dulce” hogar_ o salado hogar, al gusto_. Sentados a la mesa junto a Jamal, Malcom, Amy, Winny, Lebron y Tacker, hermanos y hermanas de Leroy, por orden de nacimiento, el hombre blanco degustó un magistralmente elaborado estofado de carne. “No me denunciará usted, verdad señor Horatio?”, Preguntó el joven angustiado. Con un carrillo lleno de comida, el blanco contestó “denunciarte?? Hijo, si tu madre me sirve otro plato de este estofado, te levantaré un altar…!” Así, acabaron con el caldero que la mamá Johnson había preparado y llegó el momento de seguir con la marcha. Leroy, agradecido por la sencillez y la bondad, inusual para un hombre blanco, de Hoartio, se ofreció a llevarle en su camioneta. La verdad es que el golpe fue duro, no grave pero fuerte, y la rodilla del de Jacksonville se resentía. No le vendría nada mal unas cuantas millas sentado y una buena conversación amigable y distendida con un joven de la zona que le contara curiosidades y anécdotas. Leroy arrancó el motor, puso la primera velocidad, y salieron a la carretera.
_ Y a qué te dedicas, hijo?_ preguntó Horatio.
_Reparto mercaderías por los alrededores, de aquí hasta la frontera del estado. Es un buen empleo, me gusta conducir y nadie me molesta demasiado…
_ Muy bien! Y tus hermanos estudian? Por cierto, muchos sois en casa…
_Sí, muchos…! A los negros nos gusta mucho la cama y no nos paramos ante prejuicios religiosos o sociales… Y sí, si que estudian, yo me encargo de ello para que no desvíen su camino. Quiero que salgan de aquí y vayan al norte. En esta zona, no pasarán nunca de conducir esta camioneta… Algún día iré yo también, tengo planes, sabe?
_ Ah si? Qué planes son esos? Se pueden contar?
_ Claro que si, señor! Tengo un don, un regalo del cielo, y espero explotarlo. Ya le saco algún partido, pero es poco. Sé que puedo obtener mucho más. Mire…
_ Dios santo!!! Todo eso es tuyo? El corazón te da para llenar eso a presión?
_ Sí señor!! Soy un tipo fuerte y sano. Y no solo es el tamaño, también eyaculo cuando quiero. Comprenderá usted que con esto no puedo, ni debo, conformarme con esta camioneta a tres dólares la hora y el “extra”…
_ El extra? Es lo que me imagino?
_ Si se imagina usted que cobro por ofrecer orgasmos a maduritas y no tan maduritas blancas aburridas, sí, es lo que imagina. Aquí en Chinagroove tengo cuatro clientas, todas muy contentas, y otras cuantas en otros pueblos.
_ Y disfrutas?? Quiero decir, serán feas y gordas y todo eso, no??
_ Sí, algunas lo son, otras no… hay de todo… pero, sabe? Soy un poco vicioso, me gusta el tema muchísimo, y no sabe las cosas que me piden que les haga… No se trata de misionero y a casa, quieren el estilo perro, la puerta de atrás, en la mesa, en el sofá, vestidos… de todo! Y juegos, muchos juegos… chupar aquí y allí, con un dedo, con dos, con tres… A mi me ponen a mil…!
_ Y cobras mucho?
_ No… …unos cuantos dólares por servicio… cincuenta nada más. Demasiado poco para el trabajo que hago…
_ Vaya… me acabo de quedar un poco angustiado… Llevo varios días fuera de casa y mi esposa seguro que no ha hecho ni ademán de buscarme… Posiblemente tenga un Leroy en Jacksonville…
_ No le extrañe… con permiso, claro… Ustedes los blancos viven una doble vida: la recta y decente, de puertas hacia fuera, y la secreta, llena de depravaciones… No me explico cómo pueden creerse todavía ustedes los hombres blancos, que a sus mujeres no les gusta el sexo… Por mi experiencia le puedo decir que les gusta, les apasiona… Cree usted que si los maridos de mis clientas les dieran lo que yo les doy vendrían a mí?? Mire, primera parada, Mooresville. Hago el reparto y vuelvo.
El chico negro bajó de la camioneta, cogió un paquete de la parte de atrás y le entregó en un comercio. El tendero, que parecía también ser el dueño del establecimiento, agarró el paquete y, con desprecio, tiró unos centavos al suelo a modo de propina. El chico dio las gracias y se agachó a recogerlos. Volvió silbando sonriente a la camioneta.
_ Venga!! Vámonos!!
_ Pero cómo aguantas eso, Leroy?
_ De dónde sale usted…?? Lo aguanto porque no me queda más remedio. Si no lo hago, ese tipo llamará a mi jefe y le dirá que “el chico negro que reparte la faltó el respeto a su esposa” y me despedirán sin dudarlo. De todos modos, a su mujer yo no le falto el respeto, solamente me la follo… es buena clienta… por eso sonrio.
_ Eres todo un personaje… Y dime, cuál es ese plan??
_ Porno! Créame, soy una máquina. Ganaré un montón de dinero y me haré famoso y mi familia no tendrá que aguantar a cerdos como ese tendero o como mi jefe nunca más… Hay hermanos que juegan al baloncesto, otros al futbol (americano), yo me lo montaré con blanquitas delante de una cámara… “el gran rey africano” me llamaré…
_ Suena bien… No veo mucho de eso, pero intentaré encontrarte…
Continuaron el viaje en la lenta camioneta del padre postizo de superman y Leroy fue contándole a Horatio todas las mujeres que pagaban por sus servicios y qué hacía con cada una de ellas, cosa que hizo sonrojar al blanco en más de una ocasión, porque escuchó descripciones de posturas y prácticas que nunca habría imaginado por sí mismo que se pudieran llevar a cabo. En la larga lista de mujeres, las había escandalosamente pervertidas, como la esposa del reverendo de la iglesia metodista de Richfield, que no sólo quería a Leroy dentro de ella, sino que usaba un juguete erótico al mismo tiempo por otro orificio, juguete éste que competía con el chico en tamaño; o Mary McGillys, esposa del agente de policía de Chinagroove, una mujer oronda pero muy guapa, cuya obsesión era montar situaciones en las que un supuesto desconocido, interpretado por Leroy, la pillaba desprevenida y se lo hacía salvajemente al estilo “el cartero siempre llama dos veces” en la versión con Jack Nicholson y Jessica Lange; la señora Putwell, octogenaria ella, solamente buscaba una cosa que, al parecer, se llama “mouthfull” pero que Horatio no quiso ni escuchar de qué se trataba. También le dijo al blanco que no dijera nunca a nadie, en el estado de Carolina del Norte, todo aquello que estaba escuchando de su boca porque, literalmente, como no podía ser de otra manera cuando hablamos de que se están beneficiando a las esposas de otros, le iba la vida en ello.
A los dos se les hizo el camino hasta Maiden muy corto, entretenidos como estaban uno hablando y el otro escuchando. Parecía un buen lugar para apearse de la camioneta, pero la verdad es que Leroy era un gran muchacho y sus relatos muy amenos y excitantes. Además, no todos los días uno tenía la ocasión de escuchar intimidades de señoras intachables, lo que abría la puerta a otra actividad aún más interesante que era imaginárselas en esas situaciones y en esas posturas gritando como decía Leroy que gritaban. Hacía mucho tiempo que Horatio no excitaba tanto como haciendo aquel ejercicio de imaginación, y el hecho de que nunca, nunca, hubiera escuchado a su esposa gemir (lo cual puede que fuera culpa del esposo) era algo que aumentaba su excitación al grado máximo. Así que se quedó. De Maiden a Connover y de Connover a Lenoir, final de reparto.
_ Amigo Horatio, aquí me doy media vuelta… vuelvo a Chinagroove… Mire, siga aquel camino, siempre recto, y llegará a Blowingrock, Virginia.
_ Muchas gracias, hijo! Ha sido un verdadero placer compartir contigo estas pocas millas… …y mil gracias por el estofado, lo recordaré toda la vida.
_No, gracias a usted, señor, por no denunciarme… Es muy buen tipo, blanco, pero buen tipo… Quisiera regalarle algo más. Antes de volver, he de cubrir un servicio… más bien, lo que cubriré será a una blanca…(risas) Si quiere, le invito. Ella accederá seguro, es de las más viciosas, y yo podré cobrarle doble… qué me dice?
Horatio Beetle no dudó. Excitado como nunca y después de haber perdido la oportunidad que la señora Pathwick le ofreció, no podía dejar escapar ese regalo, contando también con que, a su edad, no iba a encontrar otra ocasión igual para vivir un sexo que jamás había imaginado. Por la señora Beetle no se preocupó mucho. Nunca lo sabría y, después de todo, seguramente tendría un negrito dotado cerca de su cama desde hace tiempo, por qué no? Quizá el joven Billy, que saludaba siempre con mucho cariño a Sarah, o el jardinero, Mike, que con lo grande que era, si lo tuviera todo en proporción, podría ser el hermano mayor de Leroy… En cualquier caso, aquel maduro hombre blanco, ante la posibilidad que se le había presentado, hubiera emparejado a su esposa con Lucifer con tal de justificarse a sí mismo. Todo menos rechazar!!
Fueron a una casa a las afueras de Lenoir, llegando hasta ella con los faros de la camioneta apagados para no levantar sospechas. En el interior, una mujer de unos cuarenta y muchos esperaba sentada en el único mueble que vestía la casa: la cama. No se alteró ni se puso nerviosa al ver a dos hombres en vez de a uno, y tampoco hizo un mal gesto al saber que tendría que pagar cien en vez de cincuenta. Simplemente se agachó antes ellos y se aplicó con lo que encontró debajo de sus pantalones, alternando uno con el otro. Hoartio se prometió a sí mismo antes de llegar a la casa que no miraría la herramienta de Leroy cuando estuviera erecta, por las comparaciones más que nada, pero no pudo evitar que sus ojos bajaran su mirada hasta ver la enormidad negra. Un sentimiento de inferioridad de apoderó de él consiguiendo acabar con la excitación que traía desde Maiden, aunque no del todo, ya que pronto le llegó de nuevo su turno ahí abajo y aquella mujer se encargó de hacerle olvidar el sentimiento de inferioridad, a Leroy, a su esposa Sarah e incluso su propio nombre.
Los detalles de lo que ocurrió en esa cama me los voy a ahorrar porque ya sabemos todos, a estas alturas, lo que hubo y no quiero que esto, que es una simple historia de un hombre simple, se convierta en un relato erótico o incluso pornográfico, y si alguno que esté leyendo lo que escribo no sabe lo que sucedió y necesita que se lo cuente, que me permita decirle que tiene un problema serio en cuanto a relaciones se refiere si no sabe todo lo que pueden hacer un hombre y una mujer (o dos hombre, o dos mujeres) en una cama, simplemente porque no tiene imaginación y sin ésta, todo se vuelve rutinario y oscuro. Simplemente apuntar que, como es lógico, esa mujer agotó a Horatio mucho antes de que quedara satisfecha y tuvo que esperar a que fuera el “profesional” el que terminara el trabajo. Es cierto que no tenía por qué esperar y que se podía haber ido antes de que Leroy saliera, pero la verdad es que cobraría el doble gracias a él y albergó la esperanza de obtener algunos dólares, que no le vendrían nada mal. Y así fue. El dinero se repartió en un setenta-treinta y a Horatio le pareció bien, ya que estuvo dentro un tercio del tiempo nada más. Después de despedirse y cuando Leroy se hubo marchado en su camioneta, el hombre blanco pensó que podría dormir en esa cama si la mujer le daba permiso. Entró de nuevo y le preguntó a la mujer, que aún estaba terminándose de abrochar la blusa, si podría usar la cama cuando ella se fuera de allí. La mujer le miró, levantó una ceja, paró de abrocharse y le dijo “si, pero con una condición: que me des más antes de dormirte…” Horatio durmió allí.
El despertar en Lenoir no tenía comparación con el despertar en las afueras de Aberdeen. Aquella mujer era insaciable y Horatio ya no estaba para tanto ajetreo, por eso incluso echó de menos los martillos percutores texanos cortesía de la cerveza ingerida. Cuando la tigresa desnuda de la cama exigió el segundo asalto matinal, el cowboy de media noche improvisado cogió su ropa y salió corriendo en busca del campo que Leroy le indicara el día anterior. Sin pantalones, al menos en su lugar natural, de adentró en él sin mirar atrás, no fuera a ser que la hembra corriera con el mismo aguante que demostraba en la cama (y sobre el suelo, contra la pared, de pie…) y entonces sí que estaría perdido, como la presa delante del lobo, condenada de antemano a la morir o por cansancio o por asesinato. En el caso del hombre, sería por agotamiento o por infarto de miocardio y, aunque también dicen que morir entre las piernas de una mujer es dulce, no era una opción que, en ese momento, le sedujera. Mejor correr, fuera esa mujer detrás o no, que no iba todo sea dicho, que más vale un sofoco a tiempo que tener que lamentar después.
Sin darse cuenta, se vio en medio de la nada. El campo, que desde Lenoir parecía fácil de cruzar, era insospechadamente inmenso y le llevaría mucho tiempo atravesarlo. Cayó en la cuenta de la gran paradoja en la que se encontraba: había pasado pueblos y pueblos sin dinero y, ahora que lo tenía, sus treinta dólares ganados con esfuerzo sobrehumano, no había nada dónde gastarlos. Horatio era como el multimillanario que, una vez esquilmado el océano y arrasada la tierra, se dé cuenta de que el dinero no se come y que, sin los demás y sus manías, su dinero, su tesoro, no vale para nada. Treinta dólares, una fortuna en comparación a su saldo en los últimos días, para nada, inservible, inútil… Se quedarían en el bolsillo a la espera de mejor ocasión, si es lograba salir de aquel campo con vida.
Para ello, tendría que fijar una dirección en la que andar y evitar así perderse o andar en círculos, que es el principio de toda muerte en los bosques, desiertos o campos inmensos. Pensó en Troy Brooks. Él sí que habría sabido encontrar algo en el cielo para hallar el camino, siempre y cuando hubiera salido del coma etílico en el que, seguramente, entró. Horatio era otro tipo de hombre. Cómo lo haría él? Cómo haría un ciudadano de Jacksonville que la primera semana que vivió en su nueva casa de casado se perdía para ir del salón a su habitación? “Sencillo”, pensó, “andaré y andaré y dormiré ni descansaré hasta que salga de este lugar”. Ocurre que, cuando uno está solo, todo lo que pasa por la cabeza parece ser muy buena idea sin argumentos en contra, habida cuenta de que no hay nadie cerca que pueda aportar dichos argumentos en contra, que siempre los hay, aunque lo que pase por nuestra cabeza sea inventar el celular… Estando solo se planean atracos perfectos, seducciones románticas a mujeres imposibles, el moso de convertirse en una estrella del rock, suicidios… cosas de esas que se ven equivocadas justo cuando te han puesto las esposas, cuando la mujer te está abofeteando, cuando te están abucheando en el karaoke de la esquina o cuando estás al lado de Jesús o de Satanás. Horatio estaba solo y llevó a cabo su idea maravillosa que nadie le rebatió. Anduvo y anduvo, y siguió andando, y más aún, hasta que no pudo más. Se tumbó con los pies en la dirección que había elegido para que, cuando se despertara, poder saber hacia dónde andar. Otra gran idea solitaria! Los picores le despertaron antes del amanecer y, sin tiempo que perder, hizo caso a sus pies y tomó el camino que le indicaban. Seis horas caminando y aquel campo no enseñaba el final por ningún lado. De nuevo exhausto, fue a tumbarse otra vez cuando le pareció ver algo en la lejanía. Mirño fijamente con los ojos achinados y ahí estaban: casas. Corrió hacia ellas felicitándose por el plan que él solito había desarrollado. Virginia estaba al alcance de la mano y él ansioso por llegar, no solamente por el hambre, también por comprobar de primera mano lo que, no sé cómo ni por qué, siempre había pensado del estado de Virginia. Quizá por el nombre o por las historias de la guerra, Horatio siempre pensó y creyó que en Virginia seguían vistiendo con esos atuendos horrorosos e incómodos, sobre todo para los amantes, del mítico y glorioso sur confederado. Pensaba en las mujeres, con esos corpiños y las faldas gigantes arrastrando por el suelo, los paraguas quita sol y las pamelas de circunferencias inauditas. Y que todas eran virginales y educadas, como Escarlet O´hara.
Llegó a una de las casas y vio a un tipo. Era normal, quiero decir, no vestía como el General Lee. Se acercó a él y con voz pausada (no estaba seguro de que en Virginia entendieran su acento de Carolina del Norte) le habló:
_Buenas tardes, amigo! Puede decirme dónde estamos?
_Lenoir!
_ Lenoir, Carolina del Norte?
_ No, Lenoir, Francia… Usted que creé?
Dios santo! Maldito plan de orientación! Debió moverse mientras dormía, cosa que hace el noventa por ciento de loas personas. Dos días perdidos en ese campo infernal. El mal menor fue que salió con vida y que tenía sus treinta dólares en el bolsillo, que habían recobrado su valor virtual que sólo el asfalto poblado le otorga. Entró en un bar no sin mirar antes por el ventanal a las personas que estaban dentro. Sería terrible encontrarse con la mujer insaciable y más aún estando tan débil como estaba. Por fortuna, no estaba. Hamburguesa de pollo, patatas francesas y una Pepsi gigante entraron por su esófago sin masticar apenas, todo por siete dólares. Con quince más, consiguió cama para dormir y un baño donde lavarse. Los ocho restantes, desayunó y fue a afeitarse. Saldo actual, cero, pero era un hombre nuevo. Pensó por un instante en los indigentes y en por qué no se lavan aún teniendo, en las ciudades, lugares gratuitos para hacerlo: “seguramente no lo hacen, justamente por esto, por no convertirse en hombres nuevos que tengan que volver a sentir la desesperación en sus carnes…”
Saliendo de la barbería, pasó por delante de un escaparate y vio una brújula. Maldijo su mala cabeza por no haber pensado en ella antes de gastar todo su patrimonio. Con ella podría haberse enfrentado al campo aquel con alguna garantía. Sonó un claxon y una camioneta casi le atropella de nuevo. “Leroy”, grito Horatio contento de encontrarse de nuevo con su amigo negro, pero éste no parecía muy alegre.
_ Pero qué hace usted aquí?_ preguntó_ ha de irse ya mismo de Lenoir…
_ pero qué ocurre, amigo?
_ Qué ocurre? Que nadie dice no a la mujer del juez, eso ocurre!!
_ Pero si casi acaba conmigo….!
_ Ahora es cuando acabará con usted! Le ha contado a su marido que un forastero la forzó antes de ayer… y si el juez le pone la mano encima, deseará no haber nacido…
_Pero esa mujer está loca…
_ Claro que está loca!! Pero ahora demuestre usted delante de un tribunal que no estuvo con ella y que no se la folló!! Vaya, y dígales que ella, la esposa decente del juez Rossmond, consintió… Mire, coja el primer bus para Blowingrock y desaparezca.
_ No tengo dinero…
_ Joder!! Y los treinta dólares?? Tome, compre el ticket… Lo nunca visto en el sur, un negro dando limosna a un blanco… Suerte señor Horatio!! Lárguese ya!!

lunes, 22 de marzo de 2010

Un paseo por el sur (parte II)

Aberdeen fue, literalmente, el paraíso, la tierra prometida, un oasis en medio del desierto sureño, Horatio, hombre optimista, confió en que allí fuera acogido_ más le valía_, teniendo en cuenta el nombre de la población, sucursal transoceánica de la última ciudad escocesa (inglesa para otros). Es habitual en los Estados Unidos el que ciertas comunidades con nombres de ciudades europeas se comporten como aquellos a los que “plagian” en nombre. Siendo esto así, era de suponer que Aberdeen, Carolina del Norte, estaría llena de pelirrojos en falda a cuadros, un tanto ebrios de cerveza o de whiskey escocés, abiertos y misteriosos, que recibirían al caminante con generosidad. Y no había que olvidar que alguna bisabuela o tatarabuela suya era de la isla, de arriba o de abajo, pero de la isla al fin y al cabo. Fueron muchas la suposiciones de Horatio Beetle. De faldas, cero; pelirrojos, uno; generosos, la mitad; abiertos y misteriosos, tres cuartas partes, ebrios, todos. Había una cafetería que parecía, más bien, el centro cívico de la localidad porque se daban cita allí, día tras día según se veía, la mayoría de los vecinos. Lógicamente, entró. La camarera, una mujer gorda, con los tobillos más grandes que sus rodillas y unos labios pequeños pintados de rojo pasión que se perdían en medio de una cara redonda y amplia como Australia, le sirvió, gratis, la especialidad de la casa, tarta de limón y cerveza. Aunque pueda parecer chocante o sorprendente, no había agua o refrescos o zumos y tampoco café, por mucho que el lugar se llamara cafetería. Pero, cuando hay hambre y sed y no se tiene dinero, cualquier cosa que te den es un manjar exquisito y, cierto es, que la cerveza hidrata igual que el agua y, por supuesto, mucho más que el café, sea éste de donde sea.
Fueron tres tartas y dos pintas y media de cerveza. Era de ley rematar aquello con un buen postre, uno típico de Aberdeen, otra buena pinta de cerveza. Los alemanes toman el dulce antes de comer, los franceses toman el queso como postre, los españoles se comen las patas del cerdo crudas… Si todos hacen lo que quieren, por qué en Aberdeen, Carolina del Norte (y en Aberdeen, Escocia también) no pueden tomar pintas de cerveza de postre? Como no podía ser de otra manera, Horatio aceptó sus tradiciones y agarró su pinta con agradecimiento. Entonces ocurrió lo que suele ocurrir en un local lleno de hombres y cerveza. Que se pegaron? No… al menos aún. Que se pusieron a hablar con el extraño hambriento y sin dinero. Todos los habitantes ya se conocían de años y aprovecharon la oportunidad para volver a contar las historias de sus juventudes al forastero desconocido que seguro no había escuchado nunca. Cada uno fue narrando partes de su vida que eran interesantes y el caminante las absorbía como si de una esponja se tratase. Con el estómago lleno, medio borracho, sucio y demacrado, Horatio estaba obteniendo lo que siempre había querido, escuchar relatos de personajes “exóticos”. Hay que decir que en el sur, todo lo que sea salir del condado es ya territorio “exótico” y salvaje, casi otro planeta…
Un hombre del local le habló de cómo hacer para sacarle el semen a un buen toro para inseminaciones artificiales, era un experto en esa materia; otro, que pasó diez años en Folsom porque robó una radio que resultó tener escondidos en el interior cinco mil dólares y le acusaron de hurto mayor; un tipo del fondo del local, sin levantar su cabeza de la barra, dijo que fue él y sólo él, el que pegó fuego a la comisaría de policía para dar un escarmiento al agente Whitten que, a su parecer, era un chulo que abusaba de su placa. Nadie le creyó; pero, sin duda alguna, el que más impresionó al peregrino fue Troy Brooks, “Popeye” para todo el mundo. Fue como si alguien de ahí arriba hubiera visto las situaciones que Horatio imaginaba y le hubiera concedido vivirlas, o como si Dios mismo lo hubiera dispuesto todo para que el viaje fuera pleno. Y es que el viejo Troy, Popeye, escocés de nacimiento, había sido marinero en un mercante vasco, vizcaíno para más señas. Relató cómo se enroló en ese barco, siendo un niño, como grumete en Southhampton, Inglaterra. Pasó miles de penurias y sufrió abusos a cientos. Para quitarle el miedo a las alturas, le obligaron a subir tres veces al día al palo mayor durante tres meses. Le contó que la tripulación era de lo más variopinta: había vascos, tipos duros y barbudos que solamente hablaban entre sí un idioma que no era de este mundo; había malayos, muy peligrosos, capaces de matar por una simple mala mirada; había un chino que les sacaba el dinero a todo el mundo con juegos de azar que él mismo inventaba; había ingleses, prepotentes y estirados, que estaban ahí porque habían sido expulsados de la marina de su majestad y que, cuando iban a Inglaterra, no bajaban del barco para no ser detenidos y ahorcados; había…
Popeye, que entonces no le llamaban Popeye sino Cachorro, se hizo el niño de confianza del capitán, un tal Shanti Andía, con el que aprendió el oficio de marinero. El viejo había vivido mil y una aventuras en casi todos los mares del mundo, tormentas, asaltos, impagos a la tripulación, peleas, apuestas arriesgadas, mujeres de todos los sabores y enfermedades de todos los colores… Pero la mayor aventura de todas fue el motín. Troy siempre lo dijo: “si llevas a bordo a un puñado de ingleses expulsados del imperio por amotinamiento, es cuestión de tiempo que tú mismo sufras uno…”
Durante mucho tiempo fueron minando las cabezas de sus compañeros con mentiras y, lo que es peor, con medias verdades: que si los oficiales comen mejor, que si se guardan parte de los salarios, que si pegan sin justificación, que si ellos eran más guapos y, por ser ingleses, estaban más preparados para gobernar el barco que esos vascos de Dios que no hay hijo de madre que los entienda… …cualquier cosa de esas absurdas y superficiales que hacen hervir la sangre de ignorantes que no ven más allá de sus narices… …para entendernos, argumentos republicanos, populistas y vacios, directos al estómago del incauto_ en este caso la tripulación_ que se cruzan en su camino. Dado el nivel de conocimientos de los marineros y la sed de sangre que tenían, los ingleses lograron su objetivo. Sólo había que esperar algún incidente insignificante que sirviera de justificación para el levantamiento y de esos sucedían todos los días por decenas. Un malayo de quejó de lo escasa que era la ración un día miércoles en medio del Índico. Aquel malayo malnacido era el tipo más despreciable que jamás había visto el, en aquel entonces, joven escocés y, aún así, el resto le siguieron. Todo vale, incluso vender el alma al demonio, para propiciar una situación en la que descargar todo el odio acumulado que provoca la propia ignorancia.
Por la escotilla de la cubierta_ contó el viejo sin soltar su pinta_ subieron las pocas armas que había en la bodega obligando a la oficialía y a sus leales a su refugiarse en el castillo de popa, diseñado especialmente para defender la nave en situaciones de ese tipo. El joven Cachorro siguió a su maestro y fue armado para combatir a los rebeldes. Contaba solamente diez y siete años, lo que le convertía en el más joven de los encerrados y esto, sumado a que era el de menos graduación en el escalafón del barco, le llevaron a ser la mano ejecutora de todas y cada una de las órdenes que salían de la boca del capitán. En otras palabras, que se comió el marrón. Los cuatro primeros días su cometido era salir a hurtadillas del castillo por una trampilla secreta y “robar” el poco agua que pudieran tener los amotinados. Era una práctica tan común como peligrosa, sobre todo para el que salía del castillo, que debía andarse con exquisito cuidado porque, de ser descubierto, sería ejecutado al instante_ generalmente, los jefes usaban tres o cuatro de esos “rateros”, uno detrás de otro, a medida que iban cayendo_. Los oficiales guardaban la mayoría de las provisiones bajo llave en un almacén del castillo, el agua, la comida y el alcohol. En caso de motín, se encerraban allí y esperaban unos días, lo suficientes para que el hambre y la sed hicieran mella en los rebeldes y empezaran a pensarse la rendición como una opción. Pero en el motín que vivió el viejo Troy, su capitán usó algo nuevo para agilizar la reconquista de la nave y con ella, retomar el rumbo establecido: ordenó a su pupilo liberar un barril de alcohol del castillo y dejarlo en manos de la tripulación de cubierta. Uno no es capitán porque sí o porque es amigo de alguien o porque es guapo y atractivo. Uno es capitán porque es listo y no sólo sabe hacer navegar un barco sino que, además, sabe gobernarlo y desenvolverse en situaciones límite, claro, en aquella época. Hoy en día es otra cosa y los cargos de responsabilidad en cualquier lugar lo ocupan ineptos que lo mejor que saben hacer es cobrar a fin de mes, pero este es otro tema. El que nos ocupa, la narración del escocés, continua con su obediencia a las órdenes. Sacó el barril y esperó para seguir con la segunda parte. Con un cuchillo de grandes dimensiones, tan grandes que en algunos lugares a eso le llamarían espada, salió por su trampilla y, sin remordimientos, degolló a todos los borrachos que se iba encontrando tirados en cubierta. Al día siguiente volvió a hacer lo mismo. Su cuenta personal de pescuezos ascendió a veinticuatro. Lo contó sin hacer ni una mueca, sin mover ni un solo músculo de su cara llena de surcos, como si hubiera cortado cuellos de conejos en vez que de personas. Siguió hablando. Al séptimo día la rendición fue un hecho. Aunque borrachos, los que quedaron pensaron que era mejor terminar con aquello que ser degollado mientras se duerme la mona. Antes de hacer oficial el fin del motín, ellos mismos colgaron del palo mayor a los ingleses por haberles llevado a tan dramática situación. De haber triunfado, les hubieran alabado y servido, pero cuando se trata con personas poco cultivadas, a las que se les huele la villanía a millas de distancia, se pasa del altar a los infiernos en un abrir y cerrar de ojos.
Troy Brooks apuró la pinta que tenía entre manos y no le faltó el tiempo para pedir otra, gesto éste que animó al resto del personal a hacer lo propio. Ya con los labios mojados por la fresca pinta, el escocés siguió diciendo que tuvo que dejar el barco nada más llegar a Filipinas y enrolarse en otro porque su lugar al lado de su amado capitán ya no era territorio seguro, algo normal después de haber degollado a amigos de una tripulación con la que debía convivir. Tan peligroso era el nuevo orden, que, desde el fin del motín y hasta llegar a Managua, tuvo que dormir en lo alto del palo mayor y armado, no fuera a ser que alguna noche sufriera un “fatal accidente”.
_Amigo Troy_ interrumpió Horatio_ dime, qué hace un escocés marinero en un lugar tan, tan… …tan interior?
_ Y qué coño hace un tipo de Jacksonville por aquí y sin dinero?_ replicó otro parroquiano de muy malas maneras.
_ Para Billy…!_ dijo muy tranquilo el viejo_ Está hablando conmigo, no contigo, si? Amigo de Jacksonville y sin dinero, le voy a contestar. No suelo hacerlo, pero no sé que tengo hoy que me encuentro feliz. Verá, cuando me retiré de los barcos, tenía dos opciones: volver a Escocia o no volver. Yo quería terminar mis días en mi amada Aberdeen pero ese clima… … así que, cuando me enteré que aquí había una con muchísimo mejor clima que la original, no lo dudé y…
El viejo Troy cayó al suelo inconsciente por el alcohol. El golpe fue tremendo pero no lo suficiente como para que un escocés suelte una pinta de cerveza de sus manos. Entre aquel alboroto de personas ebrias preocupadas por el aventurero marinero, Horatio, también borracho, acertó a levantarse del taburete y a salir del local por una de las tres puertas que veía. Un poco más allá del final del Aberdeen con mejor clima, el hombre se precipitó al suelo polvoriento noqueado por la Foster´s.
Despertarse después de una buena borrachera es desagradable. También depende mucho de qué haya sido la melopea. De bourbon, bueno, se sobrelleva; de ron, igual; de cerveza es otra historia… Así que, despertarse después de una buena borrachera de cerveza y, además, hacerlo en medio de un camino de piedras y rodeado de arbustos de esos que tienen hojas con pinchos, bajo el sol sureño, es infernal. En toda su vida, Horatio había “pillado” una así y no estaba acostumbrado a las brocas giratorias percutoras que martilleaban su cabeza intentando perforarla como si fuera el estado de Texas. Quizá el viejo Troy sí estuviera hecho a ese estado de agonía que supone la resaca cervecera y aún así, él se despertaría en una cama, posiblemente pequeña y sucia, pero cama al fin y al cabo, y no en un páramo de los que ni los ladrones de caminos frecuentan porque hasta para ellos resultan duros.
Todavía con el mareo zarandeando sus oídos y con unas ojeras que arrastraban por el suelo, el hombre puso rumbo de pies pesados hacia Candor. Su estado era más que lamentable. Hacía ya unos cuantos días que olía mal, sus ropas eran casi andrajos, pero aún tenían mejor aspecto que su cara, de muy mal semblante agravado por una barba de presidiario mitad negra mitad blanca. Lo peor de todo era no tener agua para beber. Su hígado estaba chupando todo el líquido de su cuerpo a marchas forzadas y la deshidratación empezaba a ser la opción por la que apostar. Y se orinaba, el lote completo para el señor. Esa sensación, la de deshidratarse, es realmente rara. Uno se queda como un vegetal y la conciencia parece irse a dar un paseo por Marte vía Mercurio. Dicen que es una muerte dulce, aunque tal comentario, el de muerte dulce, siempre lo hacen los que no se mueren. Para saberlo con certeza, si es dulce o no, habría que preguntarle al muerto, pero es complicado porque, generalmente, no contestan. Otro tema también es el de por qué ha de ser dulce. Yo, personalmente, prefiero el salado y una muerte dulce me “sabría” muy mal. Siempre se usa el dulce para acompañar a todo lo que se considera bueno, pero yo una vez probé el sabor sureño de una mujer del norte y era saladito y todavía no he encontrado a nadie que me asegure que eso es malo. Por lo tanto, para mí, la muerte, salada, por favor. Horatio, la verdad, no sé cómo la querrá. De momento va tan ausente que se ha pasado Candor, Troy y está a punto de entrar en Richfield.
Era un muerto viviente, mejor dicho, andante. Perdido en la niebla de sus ojos, tuvo la suerte de tirar del cordel que encendía una lucecita ínfima en algún rincón de su cerebro. “Richfield”, pensó, “el campo rico… …y si es rico es porque hay agua… …y si hay agua es porque hay un rio…” Sí, sí, se cayó al rio. Afortunadamente, era de poca profundidad y de aguas frescas y cristalinas. Aquel hombre piltrafa volvió a nacer parido por ese rio salvador que posiblemente tuviera un nombre pero que a Horatio no le importaba porque él le llamaría “Mamá”. Bebió, se lavó él y lavó sus ropas, su cerebro pasó de uva pasa a uva gorda y sana, llena de vida. Contento como un crío, retozó largo tiempo en el agua mientras su vestido se secaba colgado de unas ramas cercanas. Era el momento idóneo para que apareciera por allí una mujer de buen ver y jugueteara con él en el agua fresca, pero no apareció porque eso es alfo que sólo sucede o en las películas pornográficas, donde la mujer se desnudaría al punto y follarían en medio del campo de mil posturas distintas, o en las películas románticas, con una mujer extremadamente bella que, escondida detrás de algún árbol, observaría el torso (y solamente el torso) desnudo del hombre y caería rendida a sus encantos. Hablando de películas románticas, resulta que el hombre del rio no solo estaría fuerte y bien moldeado, sino que también sería sincero, generoso, buena persona, honrado, decente, amable, sensible y adoraría a los niños, todo muy “dulce”. Si sucediera en la vida real esto de que un tipo se está bañando desnudo en un rio y aparece una mujer que se enamora de él, lo más probable es que el hombre, musculado por pasar largas horas en el gimnasio, fuera un cerdo narcisista, enamorado de sí mismo, que mentiría y mentiría hasta meterse en la cama de la mujer, y luego, “ciao amore”. Es algo común, desgraciadamente. Los gauperillas de gimnasio lo hacen casi a diario. Lo sorprendente es que las mujeres sigan tropezando, una y otra vez, con la misma piedra…_cuánto daño ha hecho la leyenda del príncipe azul!_. También entiendo que alguien pueda decir que la vida real es una cosa y que las “pelis” son otra distinta donde todo sale bien, y yo digo que “correcto, hasta ahí, bien”. Pero reivindico que el cine no nos venda eso de que Hollywood supera a la realidad, ya que no lo hace, porque no cuentan historias inimaginables, cuentan historias imposibles (lo inimaginable puede ser posible, de hecho hay otro Bush en la casa blanca) donde todo, absolutamente todo, es por guapos y para guapos y eso no es superar la realidad, es suplantarla creando una realidad paralela, beneficiosa para muchos, que venden como posible y al alcance de cualquier mano, y eso es mentira. Para imposibilidades, me quedo con el porno. Pero me estoy yendo. Decía que era un buen momento para que apareciese una mujer , aunque también era un buen momento para que apareciese un tipo con gorra de camionero y rifle al hombro que vigilase sus tierras, pero eso sería ser un poco “cabrón” con Horatio, así que no haré que aparezca nadie, ni para disfrute, ni para sufrimiento. El hombre se pudo vestir tranquilo y continuar con su maratón. Decidió no entrar en Richfiled, después de todo, no encontraría nada mejor que el rio. Quizá comida, pero ya había engañado al estómago con unas moras que encontró mientras paseaba desnudo esperando a que se secara la ropa.
Con paso firme y renovado, limpio pero sin afeitar, entró en Chinagroove. Según su teoría para Aberdeen, Chinagroove debería estar llena de chinos o de americanos que los imitaran. Teoría errónea a todas luces. Como mucho abría un chino, o una familia de chinos que regentaran una tienda de “todo a un dólar” abierta treinta horas al día, pero poco más. Encontró lo mismo que en los lugares anteriores, caras de asombro, comentarios a su espalda y, bingo! un chino con un comercio que hizo que no entendía el inglés cuando el hombre le pidió algo de alimento gratis. Si le hubiera ofrecido dinero, el chino hubiera sabido hacer hasta un comentario de texto sobre Hamlet. Resignado a la realidad sureña, incapaz de ayudar a quien no se conoce y totalmente cerrada a lo que venga de fuera, Horatio puso sus ojos en el camino de salida. Debió ponerlos en el semáforo. Leroy Johnson conducía su camioneta y se llevó por delante al bueno de Horatio Beetle. Suerte que la camioneta era del año cero, una como la que levanta Superman de niño para rescatar a su padre postizo nada más llegar a la Tierra, que no alcanzaba ni las veinte millas por hora. Muy asustado, el joven Leroy fue a socorrer al recién atropellado. Antes, pensó en huir porque una situación en la que un negro arrolla a un blanco, en esta parte del mundo, suele saldarse con cárcel como mínimo, pero no huyó. Levantó a Horatio, le sacudió el polvo, se interesó por su estado y le dijo que le pidiera lo que quisiera, pero que, por lo que más amara en este mundo, no le denunciara. El hombre dijo “hijo, has de darme de comer!”.

lunes, 15 de marzo de 2010

Un paseo por el sur (parte I)

La verdad, no hay mucho que contar de Horatio Beetle. No era ni muy temperamental ni muy sereno, ni muy pasional ni muy frio. Era un tipo más o menos gris, como cualquier otro de su ciudad, un trabajador en la recta final de su vida laboral, ya demasiado extensa incluso para alguien acostumbrado a no hacer otra cosa. Se puede decir que era un hombre equilibrado mentalmente y con una vida equilibrada: su esposa, Sarah Beetle, sus hijos, ya fuera del hogar y haciendo su vida por algún lugar del norte, el perro en la caseta del jardín trasero, su oficio, unas cervezas en el bar los viernes noche… Tampoco es que hubiera mucho más que hacer en Jacksonville, al menos para alguien de su edad y Horatio no era de esos que, cuando llegan a cierta altura en sus vidas, se comportan como si fueran adolescentes e intentan hacer aquello que no hicieron en su día, todo lo contrario, este hombre había hecho todo lo que un americano decente podría haber hecho. Su infancia fue normal. Normal para esos años, claro, que empezó a trabajar con apenas trece años de edad, pero aún así nunca se quejó o dejó de tener tiempo para el cigarrillo a escondidas con los amigos que le robaran al viejo Polly, o para juguetear alrededor de alguna muchacha en busca del primer beso. A su tiempo pudo conducir la camioneta de la familia y en ella descubrió el cuerpo de su futura esposa y su propio cuerpo. Jugó al baloncesto, fue popular en alguna ocasión, le pegó Eddie Pollard, el joven de familia desestructurada que pegaba a todo el mundo… …vamos, que no se podía ser más normal. Y él estaba satisfecho con esa vida, que recordaba sentado en su sillón del salón por las noches, cuando se sentaba a reposar la cena y a leer un poco antes de acostarse
Horatio quería a su esposa. Llevaban juntos casi todas sus vidas y no habían conocido otra cosa. Tampoco lo necesitaban. Con el tiempo, su relación fue decayendo, como es normal, y ya era más habitual verles separados en la casa, cada uno a sus cosas, que abrazaditos en cualquier rincón o tumbados en el sofá buscándose las cosquillas. Ella cosía y hacía tratas para el grupo de señoras de la iglesia y con eso tenía más que suficiente. Él metía mano a su coche más de lo que lo necesitaba. De cama, ya casi nada.
El día del Señor, el domingo, se reservaba para ir al culto. Eran adventistas, bueno, más ella que él. Horatio en realidad no era nada. Creía y tenía fe, pero a su manera, lejos de reglamentos o doctrinas férreas que seguir. Decía que bastante tenía ya con su jefe como buscarse otro para los domingos que le estuviera diciendo a cada momento lo que podía y no podía hacer. Su medida era el sentido común, que era la mejor forma de gobernarse, así que, durante los sermones del pastor, su cabeza se iba a dar un paseo por ahí, a ver mundo como él decía, e imaginaba que hablaba con unos y con otros y que conocía opiniones distintas y que tomaba una tarta de arándanos mejor que la de su Sarah, que, para ser sinceros, no es que fuera una maravilla. Además, la política no le interesaba ni lo más mínimo y ya sabemos todos que desde los púlpitos se hace más política que religión. Después del sermón, de los cinco dólares en el cesto y de saludar a los vecinos en la puerta del templo, volvían a casa a comer y a relajarse un rato antes de ir a visitar a alguna amiga de su mujer. Con poco más, el domingo estaba agotado.
Ése domingo, después de cenar y ya en su lugar preferido de la casa, Horatio se puso a imaginar como hacía en el banco de la iglesia. Buscó con la mirada a su esposa y vio que estaba entretenida con alguna cosa en la cocina lo que aprovechó para tomarse un par de sorbos de una petaca llena de bourbon que guardaba en un cajón de la mesa de escritorio que había en el salón. Saboreó el líquido como si fuera lo mejor que hubiera en este mundo y se volvió a sentar a imaginar cosas. Pensó en que llegaba a un bar en alguna carretera y pedía una botella de bourbon para él solo, pero que compartía con un parroquiano que estaba sentado en un taburete a la barra que, agradecido, le contaba una historia de cuando fue marinero en un mercante vasco en España y de los viajes que hacían Filipinas; imaginó también que la mujer más guapa de un pueblo se enamoraba de él perdidamente y que le agasajaba con postres dulcísimos hechos por ella misma, pero que finalmente tenía que rechazar para que no se pensara que él también quería relaciones con ella. Se fue animando con los relatos que se formaban en su cabeza y decidió darse otro homenaje con la petaca que, a final de cuentas, era domingo y ya aguantó lo indecible a la cotorra de Mrs. Steele despotricando de lo cortas que eran las faldas de las hijas Paul Hickory. Bebió. Bebió más y se terminó el envase. “Demasiado pequeña la compré” pensó y tomó de nuevo asiento. Quiso montar una nueva imagen en su cabeza pero ya no pudo. Una necesidad le apremiaba y le impedía seguir su rutina dominical nocturna. Se levantó, se alivió, tiró de la cadena y se dijo a sí mismo “ya que me he levantado y he venido hasta aquí, por qué no salir y pasear un rato…” Y así lo hizo. Sin decir nada, agarró su chaqueta del perchero y salió al porche. Miró a un lado, miró al otro y empezó a andar, despacio, sin rumbo, con las manos en los bolsillos y mirando al horizonte. Las calles estaban desiertas y Horatio siguió andando sin que eso le importara. Jacksonville es grande, pero tampoco tanto y en poco tiempo estuvo en el límite de la cuidad. Lejos de estar cansado, continuó con su marcha. Para el amanecer, el hombre entraba en Greenevers.
Sarah se despertó sola en la cama. No se alarmó ni nada por el estilo. Pensó que estaba mayor y que habría ido a correrse una juerguecilla de casi jubilado con algún amigo del trabajo, pero que, tarde o temprano, volvería demacrado y muerto de hambre, así que se hizo un café y se puso manos a la obra con sus costuras.
La presencia de un extraño se hizo notar rápidamente en Greenevers. Un tipo maduro que andaba sin parar por las calles saludando, muy amablemente eso sí, a todo aquel que veía no era algo que sucediera muy a menudo allí. Pero bueno, era un americano y siendo así, tampoco es que hubiera mucho que temer. Horatio tuvo hambre. Mala cosa cuando uno ha salido con los bolsillos vacios. Se encomendó a la hospitalidad sureña y entró en una tienda a pedir algo para desayunar:
_ Buenos días, señor! Mire, yo soy de Jacksonville y paseando he llegado hasta aquí. Cuando salí, no pensé que tardaría mucho, así que no llevo ni un solo centavo encima… Sería usted tan amable de regalarme una galletas o algún donut, por favor?
_ Y qué hace un tipo de ciudad en un pueblo como este?
_ Ya le he dicho, pasear.
_ No, a mi no me engaña… usted es un federal, se le ve a la legua, un tipo sofisticado que vienen aquí a reírse de gentes humildes… qué busca?? Yo ya pagué por ese tema del banco… Venga, fuera de aquí, sin dinero no es bienvenido!
Horatio salió del establecimiento contrariado. Bien es cierto que él hubiera dado de desayunar a aquel tipo y a todos cuantos fueran a su casa a pedírselo amablemente, pero también es igual de cierto que no todo el mundo es igual y que hay quien ve morir a alguien en la acera o a un lado del camino y no mueve ni una pestaña. Vagando de nuevo por las calles en busca de otro lugar donde poder pedir alimento, sintió las miradas penetrantes de los habitantes. Estaban todos allí, a ambos lados de la calle, cuchicheando de él, señalándole, “mira, ahí va el federal…” decían. Aunque el hambre era grande, la prudencia ganó la partida, que cuando uno es mirado de esa forma en Carolina del Norte, es mejor quitarse de en medio lo antes posible, no sea que uno encuentre lo que no busca, esto es, plomo. Con su paso tranquilo pero firme, el hombre salió del pueblo por la punta contraria por la que llegó. Anduvo y anduvo, sin mirar atrás, sin pensar en su estómago y sin hacer ni caso a la camioneta que le seguía de cerca con dos muchachos armados en lo alto. Horatio sabía perfectamente que sólo querían cerciorarse de que se alejaba del pueblo y que no se quedaba por ahí escondido para volver con la oscuridad a “hacerles daño”. En cuanto puso un pie en Magnolia, la camioneta dio media vuelta y se largó.
Magnolia parecía otra cosa. Fue fría y distante cuando llegó, pero tampoco era algo que debiera tomarse como real, porque Greenevers fue cálida y pasó lo que pasó. Suele suceder que las gentes frías al comienzo resultan de lo más entrañables después y viceversa, que personas sonrientes y amigables, que parece que te lo van a dar todo, se convierten en estatuas de sal si uno les pide ayuda. Antes de llegar a mitad de la calle principal, un coche patrulla se le acercó. Su conductor, el sheriff, único policía de la zona, le informó de que era gentes de bien y que no querían tener ningún altercado, a lo que Horatio contestó que tan solo andaba y que si era tan amables de ofrecerle algo para acabar con el vacio estomacal que le venía importunando desde Greenevers. No teniendo dinero como no tenía y siendo un forastero, el agente le informó de que iba a tener bastante difícil el tener lo que buscaba, pero que, quizá, si la señora Pathwick estaba despierta, sería la única persona que le ayudaría.
Había luz en la ventana. La casa era grande. La puerta estaba abierta pero, por cortesía, llamó al timbre. Abrió la puerta una mujer madura, muy guapa, vestida con una bata negra que mantenía cruzada alrededor de su cuerpo con sus brazos. El hombre expuso sus qüitas y ella atendió a razones. En la cocina, varios platos hicieron las delicias del estómago. Comió como si no hubiera comido en días mientras la mujer le miraba. Se la veía inteligente, más bien experta, y así resultó porque una vez hubo terminado de cenar, dos copas de bourbon se llenaron hasta la boca. Con la lengua caliente, como es normal, comenzaron a charlar. Horatio contó su parte, que era de Jacksonville, que empezó a andar sin rumbo, que estaba casado y que quería a su mujer, que tenía dos hijos y que su perro le estaría echando de menos. Ella escuchó atentamente y tomó su turno cuando le correspondió, contando lo que el hombre le pidió que le contara, cosas acerca del pueblo y de sus gentes, curiosidades. La señora Pathwick habló y habló. Parecía que tuviera ganas de hacerlo, como si llevara años sin hablar con nadie o como si no tuviera a nadie de confianza con el que hablar de ciertas cosas. Y es que, entre whiskey y whiskey, la mujer soltó por la boca cientos de secretos de muchos, por no decir todos, machos de Magnolia. Es normal que supiera tanto. Las meretrices es lo que tienen. Habló del sheriff, el gordo sheriff, tan cristiano como putero, un depravado que se excitaba recibiendo azotes en su amplio culo; también habló de su esposa, una señora intachable que se había cepillado a medio pueblo; o Bob McCormick, que había decidido hace años que viviría como si el sur hubiera ganado la guerra, así que tenía dos esclavos negros encerrados en el sótano de su casa, dos negros, por cierto, que la mujer del sheriff había probado…; habló del reverendo de la iglesia luterana de Magnolia, que lloraba cada vez que terminaba de acostarse con ella, no porque pensara que había pecado o porque Dios fuera a castigarle, sino porque pasaría mucho tiempo antes de que pudiera volver a meterla en caliente ya que su esposa tenía algo en la cabeza que la hacía comportarse como una niña pequeña y claro, sexo con una niña no era lo más recomendable, unido esto a que andaba de fondos un poco corto porque su salario salía de los cestos y por más que pedía para el Señor no había manera de aumentarlos; nombró a un tal Kevin Patterson, un buen hombre padre de tres hijas tan guapas como malas y esposo de una mujer enamorada del dinero. Harto de ellas, se refugiaba en los brazos de la señora Pathwick simplemente para poder contarle a alguien sus penas. No se acostaban porque el tal Kevin era impotente, impotencia causada por el estrés, le dijeron en Richmond. Y así pasó la noche, lingotazo tras lingotazo, personaje tras personaje. A su debido momento (ella era muy profesional) cogió la mano del hombre y le sugirió regalarle algo más, pero Horatio rehusó tal ofrecimiento porque, aunque hubiera querido, no habría podido por la borrachera que llevaba encima. Apoyó su cabeza en la mesa y durmió allí su trancazo. A la mañana siguiente, pudo desayunar en condiciones y por un momento pensó en aceptar lo que rechazó horas antes, pero se quitó la idea de la cabeza para no disgustar a su benefactora, porque era muy probable que se le hubiera insinuado estando ella igualmente afectada por el bourbon y que, ya de mañana, recién duchada y despierta, le exigiera pagar su tarifa habitual. Igualmente, ella le sonrió pícaramente cuando le despidió en el umbral de la puerta.
En el camino nuevamente, feliz por la noche pasada, una noche en la que hubo eso mismo que soñaba cada domingo durante el sermón, Horatio se sintió como aquellos jóvenes aventureros que recorrían el país en sus motos americanas, libres, salvajes, con sus melenas al viento. Él no tenía melena ni moto, pero caminaba contento y con fuerzas renovadas hacia ninguna parte en especial. Se mantuvo andando todo el día, sin para excepto para tomar aire o sentarse un par de minutos en alguna piedra. Atardeciendo, llegó a Salemburg e intentó buscar otra señora Pathwick que le cobijara y que llenara su buche. El cuerpo humano gasta más “gasolina” que un Mustang del sesenta y seis y hacia el medio día el hombre ya se quedó sin lo que le dio la mujer para el camino. Era normal que ya tuviera hambre de nuevo, pero allí no había señoras putas que le hicieran caso y tampoco personas caritativas, o al menos él no las vio. Haberlas, las habría, digo yo. Bebió agua en una fuente y siguió andando hasta cruzar, y dejar atrás, Salemburg. Su orientación era buena y la noche clara, lo que le ayudó a seguir su ruta. Qué se podía hacer mejor que seguir? Dormir, dirán algunos con mucho sentido común y es lo mismo que hubiera dicho nuestro amigo Horatio estando en las circunstancias que nos encontramos nosotros, es decir, leyendo este cuento, pero como Horatio no estaba en nuestros lugares, sino que estaba en el suyo, en medio de la noche a las afueras de Salemburg, y ya que había hecho la locura de ponerse a andar sin ton ni son, para qué se iba a echar a dormir al raso? No estando cansado, mejor moverse que tumbarse a escucharse sus propias tripas quejarse. Sin embargo, más le hubiera valido hacer caso a los que dijeron “dormir”, porque en el trayecto se cayó tres veces al suelo. Sí, sí, he dicho que la noche era clara, pero no deja de ser noche, y las noches claras son más oscuras que el más oscuro de los días y hay piedras que tirarían a la mejor montura del oeste americano. Tantas veces cayó, tantas veces se levantó. Unas cuantas palmadas para sacudirse el polvo y a andar, andar, andar… Todavía de noche (noche clara) vio a lo lejos luces de ciudad. Fayetteville. “Mejor rodearla” pensó. Si era difícil encontrar almas que le ayudaran en los pueblos pequeños, que están más acostumbrados a conocerse y a ayudarse, cuánto más sería en una ciudad grande, donde nadie conoce a nadie. Entrar allí era perder el tiempo. Se encontraría lo mismo que en su ciudad, en Jacksonville, indiferencia y, a lo peor, algún ladronzuelo dispuesto a quedarse con sus botas a falta de unos dólares. Despuntando el sol, rodeó Fayetteville y se encontró con tres caminos a elegir. Tomó el primero. Le gustaba hacer todo en orden. Con camino por delante y Fayetteville detrás, lo mejor que podía hacer era andar, así que anduvo.Mucha hambre, sed también, y camino, camino por delante… Silvercity, Pinebluff, más camino… Suerte que encontró otra fuente en la que refrescarse, pero de comer, ni hablar. En ese momento era más comprensible la actitud de las gentes hacia Horatio. Su aspecto era desastroso, sucio, pálido, flaco, porque había adelgazado bastante en tres días sin llevarse nada a la boca, sin un centavo… de haber sido negro, estaría en prisión seguro, o muerto. O para atrás o hacia delante, no tenía más opción, pero de una manera o de otra, tenía que andar sí o sí. Total, eso lo llevaba haciendo desde hace ya unos cuantos días… Pues anduvo más, un poco más, un paso más, luego otro más… Aberdeen!!

lunes, 8 de marzo de 2010

El sorteo (parte II)

El reloj seguía andando y el tiempo pasando. Corrió tanto, que el pueblo se encontró, casi sin reparar en ello, en precampaña electoral. Sí, ese año había elecciones. El pueblo se alegraba mucho con las elecciones y sus vecinos veían en ellas una fiesta más que un derecho o una responsabilidad: se bebía y bailaba en los mítines, se daban conciertos gratis de grupos que apoyaban a uno o a otro, en función de quién pagara, había degustaciones de productos de la tierra (hamburguesa con queso, hamburguesa sin queso, hamburguesa con beicon, hamburguesa vegetal, hamburguesa de pollo, hamburguesa de pavo, hamburguesa…). La víspera del día en que comenzaba oficialmente la campaña venía a ser como la noche de Navidad para los niños. Todos los vecinos se acostaban pensando en los carteles electorales que se encontrarían al día siguiente pegados por las calles, carteles con rostros amables, sonrientes y retocados al Photoshop y eslóganes populistas y pegadizos, tales como “Vosotros primero”, o “Más para ti”, o “El futuro garantizado” (el futuro de quién?), que hacían las delicias de los que nada más leen y escuchan aquello que quieren leer y escuchar.
Con el sol, los vecinos despertaron impacientes por salir a la calle y ver la decoración electoral, pero se quedaron como el niño que busca sus regalos de Santa Klaus y no encuentra nada, que se queda paralizado de la decepción, más que nada por no tener a nadie a quien reclamar, y es que es sabido que Santa no tiene oficinas de atención al cliente. Las calles estaban vacías. Bueno, no estaban vacías en el sentido estricto de la palabra, estaba todo en su sitio, pero no había carteles, ni banderitas colgando de lado a lado de la calle, ni los tres colores por todos lados, ni las barras y estrellas… Sumidos en la más profunda indignación, decidieron ser pacientes y dar un voto de confianza a sus políticos, no fuera a ser que quisieran hacer la pega de carteles un día después para darles una sorpresa. Nada más lejos de la realidad. Al día siguiente no hubo ni carteles ni nada, y al otro tampoco, y el día siguiente tampoco… Parecía como si no estuvieran en elecciones, como si fuera una jornada normal cualquiera en la que no tendrían fiesta ni hamburguesas ni bebida ni nada. Dios santo, sin hamburguesas!!! El pueblo empezó a perder el control, estaban intranquilos, desconcertados, dolidos, nadie sabía qué sucedía. Pero tampoco nadie se le ocurría ir a preguntar a los responsables, que siempre es más fácil esperar a ver qué pasa que tomar la iniciativa.
En este caos, dos vecinos dieron un paso al frente, Peter Boyle y Peter Sean Mills, maestro de la escuela y doctor en medicina, respectivamente. Convocaron al pueblo a una asamblea extraordinaria en el gimnasio del colegio. “Vecinos!”, dijo el primer Peter, “creemos que es evidente lo que sucede…”. “Y qué sucede??” gritó una voz desde el fondo del gimnasio y el segundo Peter intervino, “Pues sucede que, en este año de Charles Owen, nadie se presenta a las elecciones…”. “Y por qué?”, gritó la misma voz desde el fondo, “Porque los políticos no pueden cumplir la norma impuesta!” La asamblea saltó de asombro, hablaban los unos con los otros, gritaban, insultaban, babeaban… Unos tardaron más que otros, pero, al final, todos entendieron qué se les había dicho y qué suponía. La voz del fondo exclamó “a por ellos!!!” y fue el silbato de salida de la carrera popular hacia las sedes de los dos partidos.
Republicanos y demócratas, demócratas y republicanos, mismos perros con distintos collares. Sendos carteles lucían en las puertas de las sedes. En los dos se leía lo mismo, “No estamos capacitados para gobernar, que gobiernen los otros”.
El pueblo sin políticos. Lo que para mucha gente es un sueño, allí fue una catástrofe. No había autoridad a la que rendir cuentas o de la que tener miedo y la gente comenzó a gobernarse a sí misma, lo que puede ser bueno si uno piensa con la cabeza, pero que es terrorífico cuando se piensa con los genitales y, mucho peor, cuando se piensa con el estómago. A nadie se le ocurrió que, tal vez, podría gobernar otra persona que no fuera un político profesional de un partido, por ejemplo, el juez, o el médico, personas cultas y estudiadas, que conocían las leyes del estado y del país, y si se le ocurrió a alguien, ése no dijo ni media. Se gritó contra los políticos por no querer gobernar en el año Charles Owen, pero la verdad es que nadie quería hacerlo, ni aún teniendo la oportunidad al alcance de la mano. Así que el caos imperó en esas calles durante bastante tiempo. Era la jungla. El fuerte pisaba al débil, el menos escrupuloso, desplumaba al asustadizo, robos, violencia, y, cómo no, disparos, muchos disparos, al aire, a las piernas, a las tripas, a la cabeza…
Y sucedió lo que sucede casi siempre con la masa se deshumaniza, que hay que buscar un culpable de todo ese esperpento. Con los políticos huidos y sus militantes desaparecidos, lo más fácil, lo que menos esfuerzo intelectual requería era Charly. La voz del fondo del gimnasio, pero esta vez desde el fondo de una tienda de ropa a la que habían roto el cristal del escaparate, gritó “Colguemos a ese comunista!” Es sorprendente lo que se puede conseguir en este país con la palabra “comunista”. Dices “comunista” y todo un ejército te respalda, aunque seas el mismísimo Satanás. La voz dijo “comunista” y los habitantes encendieron sus antorchas con el fusil colgado al hombro. Comenzó la caza, comenzó y terminó pronto. Sólo tuvieron que ir al pueblo de al lado, apuntar a la cabeza de la hija del jefe de Charly y obtener la información de dónde encontrarle. No se le puede reprochar nada al jefe. El comunista fue llevado al pueblo.
Uno no sabe cómo o por dónde, pero un día baja al sótano de su casa y encuentra tres o cuatro ratas merodeando por ahí. Esto es lo que ocurrió con los políticos, que aparecieron en el pueblo de repente, como las ratas. Uno de ellos, el jefe de los republicanos, tomó la palabra:
_ Contribuyentes!! Creo que ha quedado claro que nos necesitaís! Sí, es cierto, nos quedamos con algo de las arcas del ayuntamiento, pero qué es un puñado de dólares en comparación del caos en el que os hundís? He hablado con mi colega del partido demócrata y hemos convenido que seamos nosotros, los republicanos, los que gobernemos esta legislatura, sin necesidad de hacer elecciones. Yo creo que es preferible que os gobernemos, aunque nos quedemos con algunos billetes, a que os gobierne el deseo de un bobo comunista!!
La gente enloqueció de placer. Los mismos que jalearon y ovacionaron a Charly, ahora gritaban y cantaban y bendecían al republicano.
_ Escuchadme!_ continuó_ Tenemos que limpiar nuestra comunidad de indeseables como éste que ensucian las tradiciones que nuestros ancestros nos legaron! Propongo que sea él el que pruebe la guillotina…
Con la masa entregada, la cuchilla pasó a través del cuello y las muñecas de Charly.
El recién autoproclamado alcalde, pletórico, borracho de entusiasmo y de poder, guiño un ojo a su adversario político, que más que adversario era un compañero, un amigo, y éste, asintiendo con su cabeza, dio la aprobación de algo que ya traían hablado del agujero de donde salieron.
_ Dadme un momento, hermanos!! Para que veaís que somos buenos con vosotros, romperemos la tradición tan solo por esta vez y celebraremos sorteo anticipado mañana, en esta misma plaza…!!!
Llantos de alegría, abrazos, enhorabuenas por doquier, cánticos, trocitos de papel al aire, toque de trompetas, las abuelas bailaban, los abuelos agarraban por la cintura a las muchachas, los amantes se besaban, los que no eran amantes también se besaban, los niños correteaban sonriendo entre los mayores, los perros movían sus rabos, alguno de ellos lamía una de las manos del recién ejecutado….
_ Y aún hay más… permitiremos, a partir de este sorteo, que los deseos de los premiados sean de cualquier naturaleza, sexuales incluidos, y protegeremos al premiado hasta el final de su año!!!
La euforia y la locura poseyeron a las personas, especialmente a los hombres, que ya empezaron a mirar a las mujeres de su alrededor y a pensar en quién se llevarían a la cama, si a una o a todas…
Aquella noche previa al sorteo adelantado, yo creo que no hubo individuo en ese lugar que pegara el ojo. Lo peor de todo es que el insomnio no lo producía el arrepentimiento por haber matado a un hombre, a un vecino suyo, ni por haber estado robando y humillando a sus otros vecinos los últimos meses, ni por permitir que sus políticos les robaran en sus barbas, no, el insomnio lo producía el anhelo de ser afortunado para tener a sus pies a todos sus paisanos. Alguno que otro, pensando en las mujeres de sus amigos y de los que no eran sus amigos, consiguió que la sangre de su cuerpo su agolpara, toda ella, en sus partes bajas, cosa que alegró a más de una esposa aburrida.
_ Vecinos, hermanos!! Que hoy dé comienzo un nuevo periodo para nuestra comunidad, libre de tergiversadores, de pensadores, donde la grandeza de nuestra patria brille e ilumine nuestros caminos!! Que comience el sorteo!!_ dijo el alcalde desde el balcón del ayuntamiento, escoltado, como de costumbre, por su segundo, el notario, el adversario político democráta y el pastor metodista, que rezó dando gracias al altísimo por haber desenmascarado al maligno en forma de comunista que deprimía aquella comunidad. Por cierto, que este mismo pastor, el Reverendo Supp, el mismo que se oponía al lupanar y que odiaba a los gays, el mismo del gancho de buenas noches y del tomatazo, pidió, exigió, al nuevo alcalde tener parte en aquel puñado de dólares que desaparecía o, desde el púlpito, les echaría a los feligreses encima. Tiempo después, con el dinero extra, creo que montó un casino pequeño en Loussiana, con sus putas y todo.
El bombo giró, una vez, dos, tres veces, cayó la bolita y rodó hasta la copa historiada enfrente del alcalde. La cogió, la giró, vio el número y, sin advertir nada anormal, gritó al micrófono “trescientos cincuenta y dos”. Recién terminó de pronunciar la última palabra, se encendió su memoria y palideció. Miró a su segundo de muy mala manera y le preguntó que qué coño era eso. En una comunidad tan supersticiosa como era ésa, un incidente como aquel dejaba su huella. El miedo a lo desconocido, a los muertos, se extendió sobre ellos como las nubes negras que anuncian tormentas y nadie se le ocurría abrir su boca o dejar de mirar al bombo.
“Dame otra bola joder!!” le dijo el republicano a su lacayo. Sin girar el bombo, accionó el mecanismo que dejaba caer las bolas. Fue recogida de la copa, vista y lanzada con furia a los asistentes. “A mí no me jodaís!! Dame otra bola…” gritaba desencajado… “trescientos cincuenta y dos”. Otra bola, “trescientos cincuenta y dos”. Y otra bola más, “trescientos cincuenta y dos”
_ Esto es cosa del cabrón ese demócrata, amigo de los negros!!!
_ Ni hablar!! _ respondió el aludido_ es cosa tuya ladrón, que tú mataste al bobo…!!
Observando el cruce de acusaciones delante del micrófono, la gente abajo reunida comenzó a tomar partido por uno o por el otro. Primero se gritaban, luego se golpeaban y acabaron disparándose, final éste muy lógico teniendo en cuenta la gran patria en la que se desarrollan los acontecimientos, donde si uno no dispara a su adversario parece como si fuera canadiense, o peor aún, europeo…Se formaron tres bandos: los demócratas, que presumen de progresistas pero que a la hora de desenfundar no se quedan atrás; los republicanos, grandes pistoleros, de los que disparan sin haber siquiera jarana; y los indecisos, o lo que es lo mismo, los que disparaban a todo el mundo, fueran demócratas, republicanos o incluso indecisos como ellos. Disparos, gritos, sangre, más disparos, silbidos de balas locas, agujeros en las paredes, más sangre… Viejos, mujeres, niños… todos escupían plomo, todos morían a manos de sus iguales. No duró mucho la batalla. En apenas media hora, el silencio se adueñó del pueblo. La plaza quedó inundada de sangre y cientos de cuerpos inertes flotaban a la deriva, alguno de ellos aún empuñando su arma. Un golpe de viento golpeó por la calle Washington moviendo el famoso bombo tradicional, tan querido, tan rezado, tan desgraciado… Cayó una bolita. “Trescientos cincuenta y dos”.

lunes, 1 de marzo de 2010

El sorteo (parte I)

Un pueblo muy peculiar. Sus gentes y los hábitos de éstos lo convertían en una comunidad especial, única… Perdidos en algún lugar de Texas (o quizá era en Oklahoma…?), la vida giraba en torno a una tradición, más que una tradición, una religión, ya que era lo más sagrado que había allí, muy por encima de la iglesia, muy por encima del presidente de los Estados Unidos, muy por encima de la alcaldía y sus componentes, muy por encima del equipo de futbol y, por supuesto, muy por encima del rodeo anual. Era una tradición sencilla que ninguno de sus habitantes obviaba y de ahí que se hubiera trasmitido, de padres a hijos, hasta nuestros tiempos desde que el primer irlandés borracho pusiera su pie en estas tierras de libertad. Cada año, con el pueblo reunido en la plaza del ayuntamiento, el alcalde sacaba una bolita numerada de un bombo gigante al que, previamente, habían hecho girar tres veces. El número de la bolita correspondía con un vecino en los listados del padrón y ese vecino tenía la obligación y el privilegio de dictar una norma que, durante todo un año, justo hasta el siguiente sorteo, toda la comunidad debería acatar como si del evangelio se tratase. Según dicen, esta práctica comenzó con los pioneros, cuando no había leyes ni normas ni nada, para que los nuevos habitantes se autogobernaran hasta el momento de tener un gobierno normalizado desde la capital, pero no consiguieron mucho, ya que la historia nos deja una larga lista de años realmente absurdos, fuera de toda lógica humana decente. En un lugar prominente de esa lista, estaba el año Richard O´Connell (los años tomaban el nombre del vecino afortunado) en el que hubo que sembrar la plaza del ayuntamiento para que él llevara allí a sus reses a pastar, ya que le gustaba jugar una manos de póker mientras las cuidaba; o el año Sarah Jane Wattson, en el que los hombres estuvieron los trescientos sesenta y cinco días del año bajando al rio a lavar la ropa y luego subiendo a la colina a tenderla; o el segundo año Richard O´Conell, (un tipo con suerte) que mandó trasladar la taberna a su campo para que su propósito, que era el mismo de su primer año, se cumpliera de nuevo.
Con el avance del tiempo, la pérdida del miedo y de la inocencia y las tecnologías nuevas, fueron llegando años más impertinentes e incluso desagradables, aunque igualmente egoístas, porque, a final de cuentas, cada premiado no miraba por el bien común, como se pretendía en un principio, sino que daba rienda suelta a sus deseos y sus sueños más oscuros. Ya se sabe, el modernismo nos hace cada vez más egoístas, lo que, lejos de ser un avance, es un retroceso. En esta época, hubo años para el olvido, pero que nadie podrá olvidar nunca, como el año Frank “Ugly” McCormick, que pidió, y se le concedió (las tradiciones, a veces, por no decir todas las veces, están por encima del sentido común y de la educación), acostarse con la esposa de James Peakmichael cuando él quisiera y donde él quisiera, lo que hizo que aquel año terminara con el funeral de “Ugly”. Por suerte, el resto de la comunidad aprendió la lección y no hubo nada parecido después de aquello, pero, aún así, siguieron llegando normas que sólo podían salir de mentes retorcidas y enfermas. Ahí está el año Lily Rodgers sin ir más lejos, en el que todas las mujeres del pueblo, excepto ella, por supuesto, no podían lavarse nada más que una vez al mes porque pensaba que su marido, Mr. Rodgers, se acostaba con todas ellas. Esto condujo a los machos del lugar a un estado de irascibilidad insostenible, ya que sólo tenían “cama” una vez al mes, y los hombres, ya se sabe, o fornican, o se pelean…
Hablando de esto, me viene a la cabeza el año Paul Jones, en el que todo el pueblo debía animar a los Dodgers de Nueva York y vestir sus colores al menos una vez al día. De nuevo hubo puñetazos por doquier. Está comprobado, tocando las mujeres y el futbol, los hombres pierden los papeles. Con el trabajo esto no sucede, porque hubo un año en el que no se escuchó ni un solo disparo (cosa rara en este país) ni una sola pelea. Fue el año Peter Moore. Éste pidió trabajar junto con su familia, sus tierras y el veinticinco por ciento de la de los demás. Por supuesto, los beneficios de ese porcentaje irían para su cuenta. Nadie dijo nada.
Pasaron los años, con decenas, cientos, de deseos revelados: un año en el que el pastor de la iglesia metodista tuvo que vestir como los patriarcas de la biblia; otro el que el tabernero debía invitar a un trago cada hora; el año en el que hubo rodeos todos los viernes, con su baile correspondiente; otro año en el que todos debían asistir dos veces al día a la iglesia y participar en sus actividades (éste fue el año del pastor); el año de la natalidad, donde cada familia tenía la obligación de engendrar un hijo (el alcalde); el año de bajar a lavarse al rio desnudos, todos, sin excepción…; y así podría estar páginas y páginas y no terminaría nunca.
En el orgasmo de tradición que se vivía en ese pueblo, no faltaba la intervención de la política, y es que los que se dedicaban a ella, y para no perder la práctica, se llenaban los bolsillos en las mismas narices de los contribuyentes. No hay nada como tener al rebaño atontado con tradiciones estúpidas para poder hacer lo que se quiera sin que nadie rechiste lo más mínimo: que no había alumbrado público en tal calle, sin problemas, la gente loca con las nuevas bailarinas de la taberna impuestas por Jack Pools; que no había limpieza en las calles, igual, nada de nada y la gente en los desfiles diarios del Cuatro de Julio con su banderita en la mano; que no hay… Todo estaba atado y bien atado, sin fisuras y muy fácil de controlar en una población pequeña como aquella. Lo peor que le podía pasar al gobernante de turno es que le tocara la bolita a alguno de sus adversarios políticos y no porque fuera a desvelar el desfalco, que no, sino porque le obligaría a dejar el ayuntamiento durante un año para ponerse él y seguir robando. Hubo un año en el que coincidían elecciones y sorteo de la bolita. Los políticos pensaron que lo coherente era posponer las elecciones o incluso no hacerlas porque, a final de cuentas, lo importante para el pueblo eran las tradiciones de sus abuelos. No hubo elecciones, simplemente, en un pleno, se jugaron la alcaldía al póker.
El día previo al sorteo el pueblo era una fiesta tan grande, casi, como la del mismo día del sorteo. Había música y baile y toda la comunidad se reunía para disfrutar, soñar y charlar sobre lo que cada haría si le tocara. Había también algún desconfiado que pedía coger las bolas una a una para comprobar que el peso era el mismo, y se lo dejaban hacer, total, qué ganaban los políticos amañando ese sorteo, el negocio dependía de su buen funcionamiento…
Cuando llegaba el día “D”, las familias, juntas y vestidas de “culto”, se dirigían, pronto en la mañana, hacia la plaza, pensando que las probabilidades de triunfo dependían directamente de la distancia que se estuviera del bombo, y se agolpaban en las cuatro calles que confluían allí. Y como la tradición nunca está sola, esos habitantes sufrían de “supersticionitis” y dejaban ver un sinfín de amuletos colgados a sus cuellos o de sus muñecas. Se charlaba, se ligaba, se bebía en las horas previas al sorteo, llegaban los nervios, la impaciencia y los primeros gritos del público asistente que llevaban un año esperando el acontecimiento.
Aquella mañana fue como las últimas cien. El portón del balcón del ayuntamiento se abrió y salieron los cargos electos y la autoridad religiosa generando una gran ovación entre el respetable. Para que todo saliera bien, el pastor metodista alzó sus manos y pronunció una oración pidiendo a dios que les ayudara y que le diera sabiduría al afortunado para que pusiera en primer plano el bien de la comunidad y no el propio. Se conoce que, o bien oraba mal o bien dios no le hacía mucho caso, porque nunca, nunca, ni él mismo, hicieron eso de favorecer a los demás.
Concluida la oración, un notario daba fe del buen estado del bombo y del estado correcto de las bolitas. Comprobaba el número de habitantes en el padrón y daba el visto bueno para que el sorteo comenzara. Tres vueltas exactas y se dejaba caer la bola. El silencio era sepulcral mientras la bola corría por un canalón hasta una copa muy historiada enfrente del alcalde.Cogió la bola, la miró, miró a su segundo, miró de nuevo la bola… “Trescientos cincuenta y dos! “ gritó al micrófono. El segundo se apresuró a buscar el número en el padrón. Cuando lo encontró, se lo enseñó al alcalde y luego al notario. El munícipe volvió al micrófono y dijo “trescientos cincuenta y dos, Charles Xavier Owen”.
Charles Xavier Owen, Charly, era un muchacho del pueblo. Como a su padre antes que a él, y a su abuelo antes que a su padre, a Charly le llamaban “el Bobo”, más por convenio social que por ser una realidad, ya se sabe que en los pueblos y en las comunidades pequeñas se tiende a otorgar ciertos “personajes” a algunos vecinos por pensar que resultan imprescindibles para una vida plena, y estaban el loco, el pandillero con malas pulgas y el bobo, entre otros, personajes éstos que eran hereditarios, que no era plan tampoco de ponerse a elegir cada cierto tiempo a uno nuevo. Aparte de considerarle tonto, Charly era un tipo que no caía bien a la gente. No era antipático o maleducado o desagradable, simplemente no hacía lo que el resto de los habitantes solían hacer. No frecuentaba la taberna, no jugaba a cartas, no acudía a los bailes ni a los rodeos y, lo peor de todo, no vestía sombrero vaquero y le gustaba leer. Las mujeres de cierta edad decían que nada bueno puede esconder un muchacho que prefiere un libro a una buena monta de vaca salvaje. Pero a Charly no le afectaba nada de esas habladurías. Él vivía en su mundo, un mundo que se había creado para él solo y que sólo existía en su cabeza, pero que le permitía mantenerse a salvo de las insidias de los que le rodeaban.
Ese día, tuvieron que mandar una comitiva a buscarle porque no había ido a la plaza a ver el sorteo “en directo” y era necesario que aceptara, ante notario, el encargo de dictar la norma que regiría todo el siguiente año. Estaba en el rio, debajo de un árbol, leyendo, como si fuera el único ser del planeta. “Tú, imbécil, que “ta tocao…!” dijo uno de los emisarios. El muchacho le miró despreocupado y, sin mostrar el más mínimo gesto de entusiasmo, se levantó y fue a la ceremonia. Llegó a la plaza y la gente le abrió paso hasta la escalera que conducía al balcón entre gritos, insultos y risas envenenadas. Subió, estrechó la mano del alcalde, la mano del segundo, la mano del pastor y la mano del notario. Firmó el acta y tomó el micrófono:
_ Vecinos! Lo primero que he decir es que no me importa que os riaís de mí, porque no hace daño quien quiere sino quien puede y vosotros no podeís…
Una avalancha de abucheos arrasó el balcón e incluso algún tomate voló hasta allí en busca del rostro del afortunado, pero era un tomate despistado que no llegó a su destino original sino que alcanzó el objetivo menos indicado, el pecho del pastor, que lanzó las maldiciones de su dios, ése que él administraba con eficacia, hacia la masa enfurecida. “Un poco de silencio!! Tranquilidad!! Continúe usted Charles…” dijo el notario evitando que el altercado fuera a mayores.
_ Gracias!! Bueno, y ahora, os diré mi deseo, que durante mi año será ley: deseo que se instale una guillotina en el centro de esta misma plaza y que se auditen las cuentas del ayuntamiento un día antes del fin de mi año. Si en esa auditoría, externa claro está, se demuestra que se ha “enajenado” un solo centavo o que aún queda dinero en la caja que no se ha gastado a favor del pueblo, el alcalde y su equipo de gobierno deberán probar el filo de la cuchilla.
El silencio fue rotundo y largo. Tan sólo se escuchó el viento soplar y se vieron pasar dos raíces redondas de esas de las películas del oeste. Un millón de miradas se cruzaron entre los asistentes, miradas de miedo, de incredulidad, de estupor, de esperanza… Y la plaza estalló con aplausos y vítores a Charly. Coreaban su nombre y cantaban y seguían aplaudiendo y volvían a corear el nombre de su vecino. Era la primera vez en toda la historia de esa tradición, que la norma tenía una acogida tan calurosa y tan unánime, como era la primera vez en que se deseaba algo que beneficiaría a la comunidad. Charly pasó de “Bobo” a “Prohombre” en un instante, de villano a héroe en menos de lo que se tarda en chasquear los dedos, que es lo que suele ocurrir cuando tales “cargos” los otorga la masa ignorante, voluble e interesada.
El ambiente en el balcón era la otra cara de la moneda. El alcalde intentó agredir al trescientos cincuenta y dos del padrón, cosa que evitó el pastor poniéndose entre éste y el agresor, recibiendo la agresión en forma de “gancho de buenas noches”… bye, bye pastor!! El segundo de a bordo parecía una estatua de granito, tiesa y helada, en estado de “shock”, de “supershock”, de “megashock”. El parecido era tal que hasta un pájaro se posó en su hombre y defecó. Repuesto del sobresalto de haber noqueado al director espiritual de la comunidad, el alcalde, presa de los nervios, acertó a agarrar a Charly por la pechera. “Qué has hecho, insensato?? Qué coño has hecho??” le dijo enseñándole los dientes y babeando por la comisura de sus labios. Una voz serena y firme salió de la boca del afortunado y se metió, como un cuchillo, en los oídos del munícipe y, martilleando su cerebro, retumbó como el eco en las montañas: “He dictado la ley… la ley… la ley… ley”. El político se agarró el corazón con fuerza, sus ojos se salían de las órbitas, dio unos pasos hacia atrás cayendo de espaldas encima del pastor que seguía allí ”soñando”. Charly pensó lo que cualquiera pensaría en esa situación, que debía ser un infarto, pero, aunque el alcalde lo deseara con todas sus fuerzas, se quedó en un amago. No morir de infarto, en contra de lo que todo el mundo opina y en casos similares a éste, es muy mala suerte, porque, entre un infarto, doloroso pero rápido, y perder la cabeza en la guillotina, personalmente, me quedo con el infarto, aún no sabiendo lo que es sufrirlo ni lo que es perder la cabeza en una guillotina, que es igualmente rápido, pero los momentos antes de subir al cadalso y cuando se tiene la cabeza y las muñecas en el cepo han de ser terribles… Charly vio que quedaba vida en el cuerpo caído y, sonriendo, se agachó y le dijo al oído “no se preocupe, los justos y decentes no han de temer la ley, así como no han de temer el infierno”.
Pasó el primer mes desde el sorteo. Aún se comentaba en las calles lo ocurrido y, entre murmullo y murmullo, fue cuando los habitantes comenzaron a darse cuenta de lo que realmente suponía el deseo del bobo. Tendrían aquello que verdaderamente necesitaban, el alumbrado público en Folsom Street, el asfaltado en White Lane Avenue, las señales de tráfico, el paso a nivel del ferrocarril, todo aquello que todos querían pero que nadie pedía aún cuando dichas ausencias habían costado ya un par de vidas. Si, los vecinos hablaban y soñaban, los más sensatos al menos (o los menos egoístas, según se mire), porque también hubo quien seguía maldiciendo su mala suerte por no haber salido del bombo, como John M. Colymore que tenía previsto haber pedido un prostíbulo para el pueblo, con tres o cuatro chicas, donde él fuera cliente “vip”, vamos, donde no pagara, ni más ni menos, ya que no existían locales de ese tipo en muchas millas a la redonda que era la zona de influencia del pastor Reverendo Supp (el del gancho de buenas noches), cuyos mayores enemigos, y los de toda la humanidad según él, eran el tabaco (incluido el de mascar), el alcohol, el juego y las mujeres. Curiosamente, las armas de fuego no eran “enemigo” del alma para él. La verdad sea dicha, John Colymore era feo, intensamente feo, y el hecho de que no viera el agua ni para beber y que, según decían, durmiera con sus vacas, hacían esa fealdad aún más espeluznante y el pobre hombre no encontraba una mujer “gratis” para “aliviarse” ni en el más optimista de sus sueños. He oído que una vez viajó a Nueva Orleans para un negocio y se gastó todo el dinero en chicas y que ésa fue la única vez que había conocido hembra. Desde entonces, soñaba con un lupanar en su misma calle.
Otro que siguió tirándose de los pelos por no haber ganado el juego de la norma anual fue Derek Smith, que, al igual que el feo John, tenía en el reverendo su mayor obstáculo y es que Derek era homosexual (supongo que lo seguirá siendo) pero no podía ni siquiera pensarlo. Su mandato sería que le dejaran “ejercer” de homo libremente. Después de su año se iría del pueblo. Como es normal, alguno que esté leyendo esto se preguntará por qué no se fue antes o por qué esperar a que le tocara el premio y la respuesta es que Derek creía que Dan Harper, el más fornido de los vaqueros, era tan o más gay que él. En su año, paseando su homosexualidad libremente por el pueblo, le tiraría los tejos y estaba convencido de que lograría meterle en su cama.
En ese primer mes, Charly continuó con su vida de “ausente” de la vorágine social, lejos de todos, en su terrenito pequeño a las afueras del núcleo urbano. En la parte trasera de casita tenía un huerto modesto para autoabastecimiento y un pozo natural de agua. La idea de tener aquello fue de su padre, que nunca se fió de nadie del pueblo y siempre decía que era mejor no tener que depender nunca de gentes de las que no te fíes. Hasta ese momento, Charly no alcanzó a entender tal actitud, pero rápidamente estuvo de acuerdo con su progenitor y brindó al viento por su “visión”, y es que no dejaron de intentar perjudicar al premiado desde la cúpula del poder: cortes de agua corriente, requerimientos de licencias, impuestos especiales por yo qué sé que… No pudieron, en ese primer mes ni en los siguientes, “pillar” a Charly en algo, y no pudieron porque Charly no tenía absolutamente nada. Trabajaba por cuenta ajena, como peón de vaquerizas para un tipo de otro pueblo, su casita era en propiedad, no tenía coche o moto o caballo y, lo más importante de todo, no tenía ni un solo centavo en ningún banco del estado. Con sus libros y sus tomates tenía más que suficiente y eso era algo que llegaron a saber en el ayuntamiento. Siendo legalmente intocable como era, optar por maniobras, digamos, “extraoficiales” no era ningún problema y mucho menos para aquellos que sólo sabían hacer las cosas de esa manera, así que, una noche unas sombras saltaron la cerca del terreno de Charly y pisotearon su huerto hasta convertirlo en puré de verduras. Tampoco consiguieron mucho, porque cuando uno es una buena persona, siempre hay alguien que lo advierte y que no duda en ayudar en los momentos difíciles. Ese alguien fue su jefe, que no sólo dio de comer a Charly en su rancho, sino que le ayudó a replantar su huerto, enseñándole incluso la manera de hacerlo más grande y productivo.Ante todo esto, Charles Xavier Owen, hijo de Charles Michael Owen, no dijo absolutamente nada. No protestó, no gritó, no maldijo, no se lo contó a nadie del pueblo. Simplemente, apretó los dientes y continuó con su rutina, sabiendo que llegaría el tiempo en que muchos pagarían por todo aquello que hicieron y que hacían, aunque que no dijera nada no quería decir que no hiciera cosas. En alerta constante después de lo del puré, el muchacho tomó sus medidas. La primera y fundamental, sacó todos sus libros de su casa y los llevó a un cobertizo que le prestó su jefe. La segunda, se mudó allí. La misma noche en que iba a tomar la tercera medida, que no era más que instalar un pastor eléctrico alrededor de su nuevo huerto, se encontró su casita envuelta en llamas. No iban a por él, el que lo hizo sabía perfectamente que Charly no estaba dentro y, además, el fallecimiento del premiado no eliminaba la norma impuesta según decían los estatutos del sorteo. Se trataba de una amenaza, de un susto, de intentar hacer un infierno de la vida del chico, cosas de lo políticos…