lunes, 22 de marzo de 2010

Un paseo por el sur (parte II)

Aberdeen fue, literalmente, el paraíso, la tierra prometida, un oasis en medio del desierto sureño, Horatio, hombre optimista, confió en que allí fuera acogido_ más le valía_, teniendo en cuenta el nombre de la población, sucursal transoceánica de la última ciudad escocesa (inglesa para otros). Es habitual en los Estados Unidos el que ciertas comunidades con nombres de ciudades europeas se comporten como aquellos a los que “plagian” en nombre. Siendo esto así, era de suponer que Aberdeen, Carolina del Norte, estaría llena de pelirrojos en falda a cuadros, un tanto ebrios de cerveza o de whiskey escocés, abiertos y misteriosos, que recibirían al caminante con generosidad. Y no había que olvidar que alguna bisabuela o tatarabuela suya era de la isla, de arriba o de abajo, pero de la isla al fin y al cabo. Fueron muchas la suposiciones de Horatio Beetle. De faldas, cero; pelirrojos, uno; generosos, la mitad; abiertos y misteriosos, tres cuartas partes, ebrios, todos. Había una cafetería que parecía, más bien, el centro cívico de la localidad porque se daban cita allí, día tras día según se veía, la mayoría de los vecinos. Lógicamente, entró. La camarera, una mujer gorda, con los tobillos más grandes que sus rodillas y unos labios pequeños pintados de rojo pasión que se perdían en medio de una cara redonda y amplia como Australia, le sirvió, gratis, la especialidad de la casa, tarta de limón y cerveza. Aunque pueda parecer chocante o sorprendente, no había agua o refrescos o zumos y tampoco café, por mucho que el lugar se llamara cafetería. Pero, cuando hay hambre y sed y no se tiene dinero, cualquier cosa que te den es un manjar exquisito y, cierto es, que la cerveza hidrata igual que el agua y, por supuesto, mucho más que el café, sea éste de donde sea.
Fueron tres tartas y dos pintas y media de cerveza. Era de ley rematar aquello con un buen postre, uno típico de Aberdeen, otra buena pinta de cerveza. Los alemanes toman el dulce antes de comer, los franceses toman el queso como postre, los españoles se comen las patas del cerdo crudas… Si todos hacen lo que quieren, por qué en Aberdeen, Carolina del Norte (y en Aberdeen, Escocia también) no pueden tomar pintas de cerveza de postre? Como no podía ser de otra manera, Horatio aceptó sus tradiciones y agarró su pinta con agradecimiento. Entonces ocurrió lo que suele ocurrir en un local lleno de hombres y cerveza. Que se pegaron? No… al menos aún. Que se pusieron a hablar con el extraño hambriento y sin dinero. Todos los habitantes ya se conocían de años y aprovecharon la oportunidad para volver a contar las historias de sus juventudes al forastero desconocido que seguro no había escuchado nunca. Cada uno fue narrando partes de su vida que eran interesantes y el caminante las absorbía como si de una esponja se tratase. Con el estómago lleno, medio borracho, sucio y demacrado, Horatio estaba obteniendo lo que siempre había querido, escuchar relatos de personajes “exóticos”. Hay que decir que en el sur, todo lo que sea salir del condado es ya territorio “exótico” y salvaje, casi otro planeta…
Un hombre del local le habló de cómo hacer para sacarle el semen a un buen toro para inseminaciones artificiales, era un experto en esa materia; otro, que pasó diez años en Folsom porque robó una radio que resultó tener escondidos en el interior cinco mil dólares y le acusaron de hurto mayor; un tipo del fondo del local, sin levantar su cabeza de la barra, dijo que fue él y sólo él, el que pegó fuego a la comisaría de policía para dar un escarmiento al agente Whitten que, a su parecer, era un chulo que abusaba de su placa. Nadie le creyó; pero, sin duda alguna, el que más impresionó al peregrino fue Troy Brooks, “Popeye” para todo el mundo. Fue como si alguien de ahí arriba hubiera visto las situaciones que Horatio imaginaba y le hubiera concedido vivirlas, o como si Dios mismo lo hubiera dispuesto todo para que el viaje fuera pleno. Y es que el viejo Troy, Popeye, escocés de nacimiento, había sido marinero en un mercante vasco, vizcaíno para más señas. Relató cómo se enroló en ese barco, siendo un niño, como grumete en Southhampton, Inglaterra. Pasó miles de penurias y sufrió abusos a cientos. Para quitarle el miedo a las alturas, le obligaron a subir tres veces al día al palo mayor durante tres meses. Le contó que la tripulación era de lo más variopinta: había vascos, tipos duros y barbudos que solamente hablaban entre sí un idioma que no era de este mundo; había malayos, muy peligrosos, capaces de matar por una simple mala mirada; había un chino que les sacaba el dinero a todo el mundo con juegos de azar que él mismo inventaba; había ingleses, prepotentes y estirados, que estaban ahí porque habían sido expulsados de la marina de su majestad y que, cuando iban a Inglaterra, no bajaban del barco para no ser detenidos y ahorcados; había…
Popeye, que entonces no le llamaban Popeye sino Cachorro, se hizo el niño de confianza del capitán, un tal Shanti Andía, con el que aprendió el oficio de marinero. El viejo había vivido mil y una aventuras en casi todos los mares del mundo, tormentas, asaltos, impagos a la tripulación, peleas, apuestas arriesgadas, mujeres de todos los sabores y enfermedades de todos los colores… Pero la mayor aventura de todas fue el motín. Troy siempre lo dijo: “si llevas a bordo a un puñado de ingleses expulsados del imperio por amotinamiento, es cuestión de tiempo que tú mismo sufras uno…”
Durante mucho tiempo fueron minando las cabezas de sus compañeros con mentiras y, lo que es peor, con medias verdades: que si los oficiales comen mejor, que si se guardan parte de los salarios, que si pegan sin justificación, que si ellos eran más guapos y, por ser ingleses, estaban más preparados para gobernar el barco que esos vascos de Dios que no hay hijo de madre que los entienda… …cualquier cosa de esas absurdas y superficiales que hacen hervir la sangre de ignorantes que no ven más allá de sus narices… …para entendernos, argumentos republicanos, populistas y vacios, directos al estómago del incauto_ en este caso la tripulación_ que se cruzan en su camino. Dado el nivel de conocimientos de los marineros y la sed de sangre que tenían, los ingleses lograron su objetivo. Sólo había que esperar algún incidente insignificante que sirviera de justificación para el levantamiento y de esos sucedían todos los días por decenas. Un malayo de quejó de lo escasa que era la ración un día miércoles en medio del Índico. Aquel malayo malnacido era el tipo más despreciable que jamás había visto el, en aquel entonces, joven escocés y, aún así, el resto le siguieron. Todo vale, incluso vender el alma al demonio, para propiciar una situación en la que descargar todo el odio acumulado que provoca la propia ignorancia.
Por la escotilla de la cubierta_ contó el viejo sin soltar su pinta_ subieron las pocas armas que había en la bodega obligando a la oficialía y a sus leales a su refugiarse en el castillo de popa, diseñado especialmente para defender la nave en situaciones de ese tipo. El joven Cachorro siguió a su maestro y fue armado para combatir a los rebeldes. Contaba solamente diez y siete años, lo que le convertía en el más joven de los encerrados y esto, sumado a que era el de menos graduación en el escalafón del barco, le llevaron a ser la mano ejecutora de todas y cada una de las órdenes que salían de la boca del capitán. En otras palabras, que se comió el marrón. Los cuatro primeros días su cometido era salir a hurtadillas del castillo por una trampilla secreta y “robar” el poco agua que pudieran tener los amotinados. Era una práctica tan común como peligrosa, sobre todo para el que salía del castillo, que debía andarse con exquisito cuidado porque, de ser descubierto, sería ejecutado al instante_ generalmente, los jefes usaban tres o cuatro de esos “rateros”, uno detrás de otro, a medida que iban cayendo_. Los oficiales guardaban la mayoría de las provisiones bajo llave en un almacén del castillo, el agua, la comida y el alcohol. En caso de motín, se encerraban allí y esperaban unos días, lo suficientes para que el hambre y la sed hicieran mella en los rebeldes y empezaran a pensarse la rendición como una opción. Pero en el motín que vivió el viejo Troy, su capitán usó algo nuevo para agilizar la reconquista de la nave y con ella, retomar el rumbo establecido: ordenó a su pupilo liberar un barril de alcohol del castillo y dejarlo en manos de la tripulación de cubierta. Uno no es capitán porque sí o porque es amigo de alguien o porque es guapo y atractivo. Uno es capitán porque es listo y no sólo sabe hacer navegar un barco sino que, además, sabe gobernarlo y desenvolverse en situaciones límite, claro, en aquella época. Hoy en día es otra cosa y los cargos de responsabilidad en cualquier lugar lo ocupan ineptos que lo mejor que saben hacer es cobrar a fin de mes, pero este es otro tema. El que nos ocupa, la narración del escocés, continua con su obediencia a las órdenes. Sacó el barril y esperó para seguir con la segunda parte. Con un cuchillo de grandes dimensiones, tan grandes que en algunos lugares a eso le llamarían espada, salió por su trampilla y, sin remordimientos, degolló a todos los borrachos que se iba encontrando tirados en cubierta. Al día siguiente volvió a hacer lo mismo. Su cuenta personal de pescuezos ascendió a veinticuatro. Lo contó sin hacer ni una mueca, sin mover ni un solo músculo de su cara llena de surcos, como si hubiera cortado cuellos de conejos en vez que de personas. Siguió hablando. Al séptimo día la rendición fue un hecho. Aunque borrachos, los que quedaron pensaron que era mejor terminar con aquello que ser degollado mientras se duerme la mona. Antes de hacer oficial el fin del motín, ellos mismos colgaron del palo mayor a los ingleses por haberles llevado a tan dramática situación. De haber triunfado, les hubieran alabado y servido, pero cuando se trata con personas poco cultivadas, a las que se les huele la villanía a millas de distancia, se pasa del altar a los infiernos en un abrir y cerrar de ojos.
Troy Brooks apuró la pinta que tenía entre manos y no le faltó el tiempo para pedir otra, gesto éste que animó al resto del personal a hacer lo propio. Ya con los labios mojados por la fresca pinta, el escocés siguió diciendo que tuvo que dejar el barco nada más llegar a Filipinas y enrolarse en otro porque su lugar al lado de su amado capitán ya no era territorio seguro, algo normal después de haber degollado a amigos de una tripulación con la que debía convivir. Tan peligroso era el nuevo orden, que, desde el fin del motín y hasta llegar a Managua, tuvo que dormir en lo alto del palo mayor y armado, no fuera a ser que alguna noche sufriera un “fatal accidente”.
_Amigo Troy_ interrumpió Horatio_ dime, qué hace un escocés marinero en un lugar tan, tan… …tan interior?
_ Y qué coño hace un tipo de Jacksonville por aquí y sin dinero?_ replicó otro parroquiano de muy malas maneras.
_ Para Billy…!_ dijo muy tranquilo el viejo_ Está hablando conmigo, no contigo, si? Amigo de Jacksonville y sin dinero, le voy a contestar. No suelo hacerlo, pero no sé que tengo hoy que me encuentro feliz. Verá, cuando me retiré de los barcos, tenía dos opciones: volver a Escocia o no volver. Yo quería terminar mis días en mi amada Aberdeen pero ese clima… … así que, cuando me enteré que aquí había una con muchísimo mejor clima que la original, no lo dudé y…
El viejo Troy cayó al suelo inconsciente por el alcohol. El golpe fue tremendo pero no lo suficiente como para que un escocés suelte una pinta de cerveza de sus manos. Entre aquel alboroto de personas ebrias preocupadas por el aventurero marinero, Horatio, también borracho, acertó a levantarse del taburete y a salir del local por una de las tres puertas que veía. Un poco más allá del final del Aberdeen con mejor clima, el hombre se precipitó al suelo polvoriento noqueado por la Foster´s.
Despertarse después de una buena borrachera es desagradable. También depende mucho de qué haya sido la melopea. De bourbon, bueno, se sobrelleva; de ron, igual; de cerveza es otra historia… Así que, despertarse después de una buena borrachera de cerveza y, además, hacerlo en medio de un camino de piedras y rodeado de arbustos de esos que tienen hojas con pinchos, bajo el sol sureño, es infernal. En toda su vida, Horatio había “pillado” una así y no estaba acostumbrado a las brocas giratorias percutoras que martilleaban su cabeza intentando perforarla como si fuera el estado de Texas. Quizá el viejo Troy sí estuviera hecho a ese estado de agonía que supone la resaca cervecera y aún así, él se despertaría en una cama, posiblemente pequeña y sucia, pero cama al fin y al cabo, y no en un páramo de los que ni los ladrones de caminos frecuentan porque hasta para ellos resultan duros.
Todavía con el mareo zarandeando sus oídos y con unas ojeras que arrastraban por el suelo, el hombre puso rumbo de pies pesados hacia Candor. Su estado era más que lamentable. Hacía ya unos cuantos días que olía mal, sus ropas eran casi andrajos, pero aún tenían mejor aspecto que su cara, de muy mal semblante agravado por una barba de presidiario mitad negra mitad blanca. Lo peor de todo era no tener agua para beber. Su hígado estaba chupando todo el líquido de su cuerpo a marchas forzadas y la deshidratación empezaba a ser la opción por la que apostar. Y se orinaba, el lote completo para el señor. Esa sensación, la de deshidratarse, es realmente rara. Uno se queda como un vegetal y la conciencia parece irse a dar un paseo por Marte vía Mercurio. Dicen que es una muerte dulce, aunque tal comentario, el de muerte dulce, siempre lo hacen los que no se mueren. Para saberlo con certeza, si es dulce o no, habría que preguntarle al muerto, pero es complicado porque, generalmente, no contestan. Otro tema también es el de por qué ha de ser dulce. Yo, personalmente, prefiero el salado y una muerte dulce me “sabría” muy mal. Siempre se usa el dulce para acompañar a todo lo que se considera bueno, pero yo una vez probé el sabor sureño de una mujer del norte y era saladito y todavía no he encontrado a nadie que me asegure que eso es malo. Por lo tanto, para mí, la muerte, salada, por favor. Horatio, la verdad, no sé cómo la querrá. De momento va tan ausente que se ha pasado Candor, Troy y está a punto de entrar en Richfield.
Era un muerto viviente, mejor dicho, andante. Perdido en la niebla de sus ojos, tuvo la suerte de tirar del cordel que encendía una lucecita ínfima en algún rincón de su cerebro. “Richfield”, pensó, “el campo rico… …y si es rico es porque hay agua… …y si hay agua es porque hay un rio…” Sí, sí, se cayó al rio. Afortunadamente, era de poca profundidad y de aguas frescas y cristalinas. Aquel hombre piltrafa volvió a nacer parido por ese rio salvador que posiblemente tuviera un nombre pero que a Horatio no le importaba porque él le llamaría “Mamá”. Bebió, se lavó él y lavó sus ropas, su cerebro pasó de uva pasa a uva gorda y sana, llena de vida. Contento como un crío, retozó largo tiempo en el agua mientras su vestido se secaba colgado de unas ramas cercanas. Era el momento idóneo para que apareciera por allí una mujer de buen ver y jugueteara con él en el agua fresca, pero no apareció porque eso es alfo que sólo sucede o en las películas pornográficas, donde la mujer se desnudaría al punto y follarían en medio del campo de mil posturas distintas, o en las películas románticas, con una mujer extremadamente bella que, escondida detrás de algún árbol, observaría el torso (y solamente el torso) desnudo del hombre y caería rendida a sus encantos. Hablando de películas románticas, resulta que el hombre del rio no solo estaría fuerte y bien moldeado, sino que también sería sincero, generoso, buena persona, honrado, decente, amable, sensible y adoraría a los niños, todo muy “dulce”. Si sucediera en la vida real esto de que un tipo se está bañando desnudo en un rio y aparece una mujer que se enamora de él, lo más probable es que el hombre, musculado por pasar largas horas en el gimnasio, fuera un cerdo narcisista, enamorado de sí mismo, que mentiría y mentiría hasta meterse en la cama de la mujer, y luego, “ciao amore”. Es algo común, desgraciadamente. Los gauperillas de gimnasio lo hacen casi a diario. Lo sorprendente es que las mujeres sigan tropezando, una y otra vez, con la misma piedra…_cuánto daño ha hecho la leyenda del príncipe azul!_. También entiendo que alguien pueda decir que la vida real es una cosa y que las “pelis” son otra distinta donde todo sale bien, y yo digo que “correcto, hasta ahí, bien”. Pero reivindico que el cine no nos venda eso de que Hollywood supera a la realidad, ya que no lo hace, porque no cuentan historias inimaginables, cuentan historias imposibles (lo inimaginable puede ser posible, de hecho hay otro Bush en la casa blanca) donde todo, absolutamente todo, es por guapos y para guapos y eso no es superar la realidad, es suplantarla creando una realidad paralela, beneficiosa para muchos, que venden como posible y al alcance de cualquier mano, y eso es mentira. Para imposibilidades, me quedo con el porno. Pero me estoy yendo. Decía que era un buen momento para que apareciese una mujer , aunque también era un buen momento para que apareciese un tipo con gorra de camionero y rifle al hombro que vigilase sus tierras, pero eso sería ser un poco “cabrón” con Horatio, así que no haré que aparezca nadie, ni para disfrute, ni para sufrimiento. El hombre se pudo vestir tranquilo y continuar con su maratón. Decidió no entrar en Richfiled, después de todo, no encontraría nada mejor que el rio. Quizá comida, pero ya había engañado al estómago con unas moras que encontró mientras paseaba desnudo esperando a que se secara la ropa.
Con paso firme y renovado, limpio pero sin afeitar, entró en Chinagroove. Según su teoría para Aberdeen, Chinagroove debería estar llena de chinos o de americanos que los imitaran. Teoría errónea a todas luces. Como mucho abría un chino, o una familia de chinos que regentaran una tienda de “todo a un dólar” abierta treinta horas al día, pero poco más. Encontró lo mismo que en los lugares anteriores, caras de asombro, comentarios a su espalda y, bingo! un chino con un comercio que hizo que no entendía el inglés cuando el hombre le pidió algo de alimento gratis. Si le hubiera ofrecido dinero, el chino hubiera sabido hacer hasta un comentario de texto sobre Hamlet. Resignado a la realidad sureña, incapaz de ayudar a quien no se conoce y totalmente cerrada a lo que venga de fuera, Horatio puso sus ojos en el camino de salida. Debió ponerlos en el semáforo. Leroy Johnson conducía su camioneta y se llevó por delante al bueno de Horatio Beetle. Suerte que la camioneta era del año cero, una como la que levanta Superman de niño para rescatar a su padre postizo nada más llegar a la Tierra, que no alcanzaba ni las veinte millas por hora. Muy asustado, el joven Leroy fue a socorrer al recién atropellado. Antes, pensó en huir porque una situación en la que un negro arrolla a un blanco, en esta parte del mundo, suele saldarse con cárcel como mínimo, pero no huyó. Levantó a Horatio, le sacudió el polvo, se interesó por su estado y le dijo que le pidiera lo que quisiera, pero que, por lo que más amara en este mundo, no le denunciara. El hombre dijo “hijo, has de darme de comer!”.

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