martes, 2 de febrero de 2010

El manicomio, parte I

Después de treinta y cinco años, Bob Keagan ingresó en un centro psiquiátrico. Decía que veía y hablaba con personas que le contaban cosas, secretos de todos aquellos que le rodeaban. Una vez, hacía ya un par de años, subió al ático de su edificio y, sin motivo alguno, le dijo a su vecino que su esposa le engañaba con otro, así, sin más. Él no lo sabía con seguridad, simplemente vio a un tipo sentado en su sofá después de comer que se lo contó. Ese día recibió una buena mano de bofetadas, pero ya estaba acostumbrado porque no era la primera y, de seguir así, no sería la última vez que contara aquellos "secretos" que, por otra parte, resultaba que eran verdad, porque la esposa del vecino del ático era más fina que el coral y hacía ya unos cuantos meses que andaba beneficiándose a un repartidor del mercado...
Bob no sabía por qué le llevaban a aquel lugar, no se sentía mal, no era violento, no se comportaba como el típico loco, pero bueno, ya se sabe, las cosas de los vecinos de los barrios pequeños... " que si ese tipo mira mal...", "que si juega sospechosamente con los niños en el parque...", "que si su casa huele mal...", "que si vive solo y nunca recibe a nadie..." Este último rumor Bob nunca lo entendió, porque a su casa llegaban montones y montones de personas para charlar pero se conoce que debían subir justo cuando nadie los veía.. De todos modos, Bob aceptó sin quejas el ir al centro municipal, incluso se podría decir que con alegría, porque pensó que sería como vivir una aventura lejos de su barrio del que nunca salió.
No tardaron mucho en llegar al centro, no hay nada como una buena sirena para ir rápido por Nueva York. Le hicieron esperar en una sala fría y desangelada, escoltado por dos hombres, realmente grandes y fuertes, que vestían de blanco de los pies a la cabeza. La espera no fue larga y, de un golpe en la puerta, apareció otro hombre, también vestido de blanco, aunque éste era delgado y viejo, con la nariz aguileña, como un gancho de colgar cerdos, y con los cuatro pelos que le quedaban muy despeinados. Éste sí que tenía cara de loco y fue algo que puso realmente contento a Bob que por fin podría decir que una vez vio un loco de verdad.
El viejo loco y despeinado, con desprecio, le plantó unos papeles a Bob delante de las narices con un bolígrafo que los sujetaba. Aunque no dijo ni una sola palabra, Bob pensó que era evidente lo que el "zumbao" quería y firmó. Una vez lo hubo hecho, el viejo hizo un gesto a las dos torres aquellas que no perdieron ni un solo instante y agarraron al recién interno por los brazos y lo arrastraron hasta otra sala, igual de fría y desangelada pero además, con duchas y una camilla que, la verdad, daba grima solo de verla. Le desnudaron, le ducharon con una manguera_ "como el acorralado..." pensó Bob_ y le examinaron a fondo. Ese " a fondo" fue un complemento circunstancial de modo que ya no le gustó tanto a Bob porque, hasta donde él había visto, en "Acorralado" no le practicaron a Silvester un tacto rectal tan... tan... tan rectal... Pero lo que más le molestó no fue eso, que, a final de cuantas, tan sólo duró unos segundos. Lo que le molestó, lo que le enfadó es que no le devolvieron su ropa, sus Levi´s que tanto amaba y, en cambio, le vistieron con un pijama de abuelo color, yo que sé qué color, que además era feísimo, con el que se encontraba muy incómodo, y mucho más incómodo que se sintió cuando le pusieron una pulsera de plástico con un código de barras en la muñeca, como si fuera un grillete. Cuando acabó ese ritual de higiene, vestimenta y esclavitud, los hombres grandes de blanco empezaron a soltar carcajadas y, entre bromas y miradas cómplices, preguntaron "qué? Y a ti, cómo quieres que te llamemos? Napoleón o Ben Franklin?" Bob los miró con cara de muy pocos amigos y en un tono muy sobrio les dijo " para vosotros Mr. Keagan".
Ya en la habitación que le asignaron, observó que la diminuta ventana de la que podía disfrutar, tenía unos barrotes gordos pintados de blanco. Se giró hacia los dos animales aquellos y, esta vez en un tono sereno y educado, les dijo que los barrotes los podían quitar, que no tenía ninguna intención de escapar, que nunca escapó de aquello que tenía delante y que no iba a ser ésa la primera vez. Uno de los celadores, también muy amable y sereno, respondió "mire Mr. Keagan, esos barrotes los mandó instalar el último inquilino de esta "suite", nada más y nada menos que el general Lee y no querrá usted desairar al general Lee.." e inmediatamente después rompieron a reír como si estuvieran en un circo o en el show de Letterman. Fue ahí cuando Bob Keagan supo que no se iba a llevar nada bien con aquellos dos negreros y mucho menos aún después de que escucharan lo que les contestó: "Miren, si quieren y disponen de tiempo, yo creo que, por las tardes, les puedo dar unas lecciones de historia americana, que creo que las necesitan... El general Lee... hay que joderse...!! Fue también ahí cuando Bob Keagan conoció las correas de cuero con las que le amenazaron y que, desde ese momento, estarían como la espada de Damocles, sobre su cabeza.
Sólo llevaba unos minutos a solas en su habitación, cuando se abrió la puerta después del ruido de tres cerraduras. Era el viejo loco de nuevo. Le saludó y le dijo que era el director del centro y su psiquiatra, que charlarían todos los días una hora o así por las mañanas y que debía tomarse un par de pastillas que dejó caer en su mano.
Bob se negó. Nunca le habían gustado los medicamentos, decía que tanta química en el cuerpo no podía ser buena, así que, con su tono sereno, ya casi famoso en aquel centro, dijo " no se moleste Mr. Director del centro y mi psiquiatra, no me las voy a tomar, no creo que las necesite en absol.." Una mano gigante le agarró la cara y, a base de apretar, consiguió que Bob abriera la boca lo suficiente como para que el Mr. Director del centro y su psiquiatra lanzara esas dos bombitas químicas directamente al esófago. Este último episodio dejó muy intranquilo al nuevo huésped, que apenas pudo pegar ojo dándole vueltas una y otra vez al concepto que se había instalado en su cabeza: cárcel! No importaba que fuera educado o tranquilo o amable, siempre sería tratado como un recluso más, mucho peor de como le trataban los vecinos de su querido barrio, ese mismo barrio al que esa noche echó de menos más que nunca, no por acordarse mucho de él, sino porque era la primera vez que lo había dejado, por lo tanto era la primera y única vez que lo echaba de menos, de ahí el "más que nunca".
Un timbre ensordecedor sonó muy pronto, demasiado pronto, porque apenas despuntaba el sol y, aunque aquel estruendo hubiera despertado a los muertos del cementerio, a Bob no le causó ningún efecto, dado que no había dormido... En cualquier caso, le despertó aún más. Estaba muy demacrado, se conoce que el sufrimiento nocturno había sido intenso pensando en que se iba a encontrar en aquella aventura que sus queridísimos vecinos le habían proporcionado totalmente gratis y lo primero que se encontró fue una nueva toma de "Acorralado" en las duchas, esta vez, con otros nueve tipos más que únicamente soltaron por la boca unos alaridos espeluznantes. Bob quizá estuviera loco, pero de tonto no tenía nada de nada y se fijó en que los otros nueve reclusos tenían también pulseras, pero ellos de distinto color que la suya... Serían peligrosos? Serían sodomitas y los animales de los celadores se querían vengar por lo del día anterior? Éstas y otras preguntas se agolparon en la cabeza del nuevo y allí se quedaron, porque ese nuevo ya aprendió a no decir ni "esta boca es mía" delante del escuadrón de la muerte de Mr. Director del centro y su psiquiatra, así que, calló, se frotó bien detrás de las orejitas, vigiló su retaguardia por si la respuesta era afirmativa a alguna de sus preguntas y se volvió a poner el pijama de preso que le habían dado, uno igualito que el de los otros nueve. "Qué desgracia...!"_ pensó_ "parecemos los judíos en Auschwitz..."Fueron llevados al comedor del centro. En realidad, fue llevado Bob solamente, que los otros ya sabían de sobra el camino. El comedor estaba atestado de gente y el ruido de las cucharillas en las tazas hacía que no se oyera ni una sola voz humana ni nada que pueda salir de la boca de un humano. El menú era simple: Zumo de naranja de bote (malísimo), taza de café descafeinado medio aguado con leche desnatada (peor aún que el zumo) y unas tostadas a medio hacer, ya untadas de una pasta violeta. Bob se hizo fuerte y comió, aunque pensó que los dueños de aquella cárcel-centro debían ser europeos porque un americano nunca desayunaría tan poco ni tan malo... Bueno, posiblemente alguno de Georgia sí, que allí con beber y masturbarse pensando en sus hermanas tienen bastante. Rumiando un bocado de la tostada que le tocó en suerte, tuvo el primer contacto con un igual, con un preso, con un loco con pulsera del mismo color que la suya.

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