sábado, 13 de febrero de 2010

El manicomio (parte III)

_ Hola, buenos días Bob!_ dijo el psiquiatra desde el otro lado de la mesa una vez tuvo a su paciente delante, justo después del desayuno.
_ Buenos días! Y hoy, qué toca?_ preguntó Bob con desgana.
_ Me puedes explicar qué hacías anoche, antes de dormirte?
Bob se quedó helado, no por lo que hubiera hecho, que no hizo nada punible, sino porque en aquel instante se dio cuenta de los vigilaban con cámaras. No le duró mucho la sorpresa y respondió:
_ Escuchar música…
_ Música? Y cómo? Y por qué movías los brazos?
_Sí, música, aquí, en mi cabeza… Y movía los brazos porque estaba dirigiendo a la orquesta, a la Filarmónica de Berlín. No querrá usted que dirija parado?
_ Y veías tú a la orquesta?
_ Ya entiendo lo que ocurre aquí… claro, sus espías me ven mover los brazos en el silencio de la noche y, como llevo este pijama feo y estoy en una de sus celdas, es porque estoy loco, no es eso? Pero si le hubieran visto a usted, con su traje, en este despacho, hubieran dicho que es usted un melómano…
_ Bueno, no te pongas así, no eres el primer paciente que dirige orquestas, sabes?
_ Pero sí soy el único que sabe que no hay orquesta y que no es director…
_ Mira, creo que me estás vacilando y no me gusta nada esa actitud… No creas que eres más listo que yo o que cualquiera que trabaje aquí!
_ Que usted, no sé, quizá… Que muchos de los trabajan aquí, sí que lo creo, estoy convencido de ello, empezando por esos dos sicarios suyos…
_ No vas por muy buen camino. Quieres estar aquí mucho tiempo? Porque te puedes hacer viejo aquí si sigues por ahí…
_ Y que se supone que debo hacer?? Debo decirle que sí, que veo tipos raros que me hablan?? Que usted me ha curado…? Mire, lo que le voy a decir es esto, escuche bien: la interna Carol Ann Dixon tiene el pijama manchado de semen y la gobernanta lo ha visto.
El rostro del viejo palideció. Se podría decir que envejeció veinte años de golpe, incluso las arrugas de su cara parecieron hacerse más profundas. Un temblor recorría su cuerpo hasta el punto de no dejarle controlar sus propias manos y el cuello de su camisa y de su bata de doctor se empaparon de sudor, de un sudor frio, helado. Bob tuvo miedo porque, era evidente, que lo que le había dicho, aquello que Número cinco le dijo que dijera, era verdad. De no haberlo sido, no hubiera reaccionado así, y pensó que el director podría tomar represalias contra él, pero tampoco le importó mucho, podría soportar cualquier cosa simplemente pensando en la cara de susto del malnacido ése.
_ Se puede saber qué has dicho… Quién coño te ha dicho eso?
_ Yo sé muchas cosas, hablo con tanta gente…
_ Venga cabrón, dime quién te lo ha dicho o verás…!!
_ No me lo ha dicho nadie, aquí no conozco a nadie… Simplemente, lo sé…
El botón de la mesa de madera trajo a los celadores y éstos, sus correas, y las correas el castigo del paciente. Estuvo atado el resto del día y fue golpeado. Los dos sicarios esa vez sí que lo fueron de verdad e intentaron sacarle la información para su jefe, pero no consiguieron nada, Bob era un tipo de barrio y allí se aprenden muchas cosas y una de ellas es no chivarse nunca de nada ni de nadie, nunca, aunque te peguen.
Con el nuevo fuera de juego por el resto del día, parece ser que hubo bastante movimiento en el centro. Los dos celadores (es curioso, pero en este centro sólo hay dos celadores, de mañana y de noche… lo que decía, los dueños son europeos, españoles para más señas…) buscaron a Carol Ann y, con algún pretexto barato, consiguieron cambiarle el pijama y ponerle uno nuevo y limpio. El viejo fue pasto de las llamas en las calderas del manicomio, aunque el trabajo no terminó ahí. Junto con el director, estuvieron viendo las cintas de seguridad de los últimos días, desde que Bob llegó al centro, para ver con quién había hablado. Vieron al Gritos y a la élite, pero era imposible que esos pobres diablos pudieran saber algo. Aún así, tuvieron su ración de correas, por si acaso… En la última cinta, localizaron de nuevo a Bob en el patio, pero estaba solo. Movía la boca, gesticulaba y miraba repetidas veces hacia su derecha, pero allí no había nadie más que él, él y su sombra.
Al día siguiente, Bob fue el centro de atención del comedor en el desayuno. Su cara presentaba un ojo hinchado y morado y todo el mundo allí sabía quién se lo había hecho, todos, excepto las que servían el desayuno y las gobernantas, tanto la del ala masculino como la del ala femenino, que, o no lo sabían o no querían saberlo, pero aquí sucedía como en las películas de miedo o de intriga, como en “Brubaker” por ejemplo, que los más cercanos a los “malos”, sus compañeros, son los últimos en enterarse del lio. De cualquier manera, fue la segunda vez en tres días que Mr. Keagan era el foco de todas las miradas, la primera fue por nuevo y ésta por magullado, claro que no duró mucho la expectación del auditorio sobre él. Duró justo hasta que entraron el Gritos y su banda, que también tuvieron su momento “warholiano”.
En el patio, era ya la hora de que sonara el altavoz y anunciara la terapia, pero ese día no sonó. Bob pensó que el director no quería verle y así fue mucho mejor, porque él tampoco estaba de ánimo para sentarse delante del viejo, mucho menos después de lo que ordenó hacerle. Así que se encontró con la mañana entera para él solito, para su plan de libertad, que podría seguir desarrollando en el mismo lugar del primer día, en su lugar. Se sentó y empezó a pensar: “necesito la llave de la puerta… y una escalera alta para la verja… y resolver lo de salir de la celda por la noche…” Los pensamientos no fluían bien por su cerebro, no sabía si por el ojo hinchado y morado o porque la noche anterior se tuvo que tomar las malditas pastillas, pero estaba muy espeso. Se golpeó un par de veces la cabeza con la mano pero nada, no se espabilaba. En eso, que llegó Número cinco al rescate. Sin saludarle, le preguntó si había cumplido con su parte del trato, a lo que Bob respondió que sí y le contó la cara que había puesto el viejo y lo que le habían hecho los celadores. Su nuevo amigo sin pulsera disfrutó con aquello, aunque se disculpó por el resto del relato. “Debí advertírtelo antes” le dijo.
_ Bueno, ahora te toca a ti. Dime algo de lo mío…
_ He deseado durante años poder emular al caníbal y decir esto… “Quid pro quo…” está bien Bob, escucha: has de fijarte muy bien en el color de las pastillas que toma ese tal Gritos, y cuando lo sepas, procúrate tres o cuatro y escóndetelas, ok?
_ Y?
_ Shhhhh… quieto…! Tú, yo, tú, yo… así es el juego… Tu siguiente trabajo será peligroso, atento: tienes que ingeniártelas para hablar con uno de los celadores, da igual uno que otro, y tienes que decirle que el otro, su compañero, guarda una porra con sus huellas llena de sangre del “Sapo”.
_ Y quién es el Sapo, si puede saberse?
_ Un pobrecillo al que dieron una paliza, por diversión, y se les fue la mano, más bien la porra… Infarto dijeron al resto de reclusos… Cuídate mucho tú de no acabar igual!!
Esta nueva misión era mucho más complicada que la anterior, no sólo había que separar a los celadores sino que había que hablar, cara a cara, con uno de ellos, que venía a ser como si Kunta Kinte tuviera que hablar con su capataz… Un golpe (o dos) seguro que se llevaría… Se puso manos a la obra con ello: primero, separarlos. Iba a ser igualmente difícil porque esos dos parecían siameses, así que habría que hacer de detective y observar mucho para encontrar algo que le sirviera.
Tardó tres largos días pero, finalmente, tuvo resultados muy satisfactorios. Cada tarde-noche, después de la cena y cuando aún los locos permanecían sentados, los dos celadores salían del comedor juntos. Poco después, volvía uno solo y el otro tardaba más. Bob, que era un tipo de barrio y que había hablado y visto a mucha gente, imaginó que el que volvía pronto salía fumar un cigarrillo y que el otro, el que tardaba más, o bien iba a evacuar (o mandar unos troncos al aserradero, como decían en su barrio) o bien aprovechaba para ir a ligar un poco con la recepcionista que, según decían, era una chica fácil, lo cual es algo peligroso, porque las que suelen decir de ellas que son fáciles, generalmente, cuando uno se lo cree, le resultan de los más difíciles, pero bueno, el celador sabrá, si es que es ésta la opción que tomaba y no la de ir retrete.
Esa misma tarde, Bob se la jugó. En los postres, pidió permiso a su gobernanta para ir al váter. Dos sonoros y olorosos gases ayudaron a que se lo concedieran y acudió corriendo para que creyeran que realmente tenía la urgencia. Una vez allí, en las letrinas, se metió en una y esperó. Podía ser que el celador eligiera la opción de la fácil que, as u vez, era la más difícil para Bob, pero, Bingo!! El animal aquel no iba a ligar, sino a cagar, seguramente porque ya se habría cepillado a la recepcionista, lo que demostraba que, efectivamente, no sólo era fácil sino que, además, no tenía escrúpulos.
Se sentó en el retrete de al lado y cerró con el pestillo. Bob, muy hábil, espero a escuchar los primeros gemidos que acompañan a cada empujón y entonces habló:
_Escucha bien!! Parece que tu amigo, tu siamés, anda un poco nervioso, no lo has notado??
_ Quién cojones eres tú? Qué cojones dices?
_ Que tu amigo está nervioso por algo y ha guardado la porra con la que matasteis al Sapo, manchada de su sangre y con tus huellas… por si le traicionas supongo…
_ Quién eres?? Chico, vas a recibir una buena tunda…!!
Para cuando el bruto pronunció el “chico”, Bob ya estaba entrando por la puerta del comedor y sentándose en su lugar, incluso antes que el bruto fumador volviera. Se felicitó por la hazaña que había conseguido, alegrándose de tal modo, que hasta la gelatina con tropezones que tenían de postre le supo bien.
El bullicio del comedor paró cuando dos hombres empezaron a discutir con violencia fuera. No hay que ir a Yale para saber que aquellos dos hombres eran los celadores, que se pedían explicaciones el uno al otro y el otro al uno sin reparar en que los estaba escuchando hasta el último mono del centro, incluso las gobernantas, a no ser que llevaran tapones, que es muy probable. Después de un “bueno, bueno… ya hablaremos…” entraron de nuevo al salón, muy enfados y dirigiéndose miradas recelosas a distancia.
Con el timbre infernal de la mañana, que sonaba justo después del milagro, llegó un nuevo día en el manicomio, un nuevo día que de nuevo no tenía nada, porque, si la rutina es algo soporífero y alienante, allí dentro se convertía en algo maligno, que volvía más locos a los cuerdos y más cuerdos a los locos, generando un desorden digno del mismísimo Satanás y provocando que el número de locos en la sociedad no descendiera nunca, porque donde se regeneran unos, se convierten otros. Desayuno, patio, terapia. Para ser sincero, terapia, lo que se dice terapia, Bob, no tenía, porque desde que le dijo lo que le dijo, Mr. Director del centro y su psiquiatra no hacía más que intentar sonsacarle quién le había dicho lo de Carol Ann, lo cual era un alivio para él, dado que mantenía su postura de que no estaba loco.
El patio era otra cosa. Allí ocurrían cosas, bueno, en realidad, ocurría sólo una cosa, ocurría Número cinco. Hacía unos días que no le veía, ni en el patio, ni en el comedor, ni en las duchas, ni en ningún lado, pero aquel día apareció donde siempre, en el sitio de Bob.
Sin saludos previos, sin un “qué tal” de cortesía, el amigo del patio entró directamente al tema que se tenían entre manos. Le dijo a Bob que con la siguiente misión que tenía para él, matarían dos pájaros de un tiro, porque servía también para su plan. Habló muy despacio y claro, pues esta vez había que entrar en terrenos de acción y no podía fallar absolutamente nada. Le dijo que escribiera una nota con muy mala letra, como si la hubiera escrito un niño, y que se asegurase de que llegara a manos de la gobernanta del ala de las mujeres. Al día siguiente, cuando estuviera en la terapia o lo que fuera aquello, era cuando debía emular al Mr. Jones, a Indiana, y entrar en el templo, llevarse el ídolo de oro y salir de allí sano y salvo. Su trabajo no era tan lucrativo como los del héroe de película, pero le ayudaría mucho. Debería decirle al viejo que la gobernanta sabía, con pelos y señales, lo de la interna, Era de suponer que el afectado en el caso, saldría corriendo despavorido en busca de la gobernanta, lo que aprovecharía Bob para buscar un libro gordo, cualquiera pero gordo, que se hallase en las estanterías del despacho, libro que debería lanzar desde la puerta sobre la mesa, justo encima del famoso y terrible botón. Eso traería a los brutos de Paulov, que, tan solícitos como eran con ese botoncito, dejarían su garita vacía. Bob tendría que darse mucha prisa porque debería ir a esa garita y buscar un panel con nombres escritos y números debajo de cada nombre. Debería aprenderse de memoria los números debajo de la palabra “manicomio”.El plan era perfecto, al menos teóricamente, aunque faltaba un pequeño detalle, detalle que todos nos hemos dado cuenta que falta, por otro lado. Eso es, faltaba el texto de la nota a la gobernanta. El mansaje debería decir “mañana, un delincuente correrá hacia usted con el rostro desencajado. No le pierda de vista”

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