_Y tú quién eres?_ preguntó un tipo bajito y con gafas de culo de vaso que tenía sentado al lado.
_Yo? Robert Keagan, Bob_ respondió él con mucha naturalidad.
_Y qué haces aquí, Bob? _ Volvió a preguntar el bajito de gafas.
_ Nada, poca cosa... que dicen que veo personajes y que los escucho...
_ Y las ves de verdad?
_ A ti te estoy viendo y te estoy escuchando, no?
_ Bueno, supongo que si… De cualquier manera, yo soy “Gritos”_ extendió su mano en busca de la mano del nuevo_ claro, que no me llamo a sí de verdad, es un apodo que me han puesto aquí… En realidad me llamo Paul.
_ Y lo de gritos? Gritas mucho?
_ Sí, tengo muy buena voz y me gusta mucho hacerlo, pero no puedo, porque cada vez que practico aparecen los dos animales de blanco y me pinchan para dormirme…
_ Por desgracia ya los conozco… Menudos gilipollas!!
_ No!! No les insultes Bob, que como te tomen manía es mucho peor!!
Después del desayuno y del encuentro de su primer “amigo”, Bob y todos los demás fueron conducidos al patio, como si fueran colegiales, al recreo. Allí, un lugar, la verdad, bastante agradable, con muchos árboles que daban muy buenas sombras donde sentarse a tomar el fresco, los dejaban totalmente sueltos y cada uno hiciera lo que le venía en gana, dentro de un orden. Había algunos que daban vueltas alrededor de la fuente del centro del patio; otros, simplemente, se quedaban quietos, parados, mirando al cielo, como si estuvieran haciendo la fotosíntesis; y el resto buscaba a los demás para hablar de cualquier cosa que habían visto la noche anterior en la televisión o que habían visto únicamente en su cabeza. Bob anduvo de aquí para allá, miró las plantas, los árboles, observó a otros reclusos como él. Le llamó mucho la a tención uno que nada más que gruñía si alguien se le acercaba, excepto cuando lo hacía otro individuo que llevaba pañales por encima del pijama feo (horroroso) y que le pasaba la mano por el pelo como si acariciara a un perro. No era un buen panorama y mucho menos para estar allí como cliente, pero como ya no quedaba otro remedio que aguantar, Bob se sentó en un rincón aparte de todos los demás e intentó abstraerse de todo aquello. Ni modo! Apareció el llamado “Gritos” como su banda, otros cinco locos más que miraban al recién llegado con cara de desconfianza. “Mira Bob, estos son mi grupo, la élite del centro, los mejores, los putos amos…”_ dijo el Gritos guiñando su ojo derecho_ “los demás están todos como cabras. Te voy a presentar: mira, éste es el “General”, éste “Tony”, que no se llama así, es el apodo, se llama Anthony, y éste otro “Juan”…
El último en ser presentado giró su cabeza hacia el Gritos y, muy enfadado, le dijo que no volviera a llamarle “Juan” a secas, que dijera su nombre completo que si no, perdía cachet. El gritos se disculpó inmediatamente y corrigió la presentación_ “perdón… …”San Juan Bautista”… y aquí Robert, Bob para los colegas. Bob dice que los animales son unos giliyloquesigue…”
_ Y por qué les insultas de ese modo tan gratuito?_ gritó el General.
_Gratuito? Nada de gratuito, ya he tenido mis más y mis menos con ellos… Además, nosotros somos muchos más que ellos. Son ellos los que deberían temernos a nosotros…_ respondió Bob al que parecía ser el listillo de la élite.
_ Ya hijo, ya sé que somos más, pero como en Francia, atacan en Bliztkrieg, como esos alemanes nazis malnacidos…
_ Parece que lo conoce bien… estuvo allí? Muy joven para haber estado allí, no?
_ Muchas gracias por el cumplido de “joven”, hijo pero veo que no ha reparado en las cicatrices que me delatan… Yo soy el general Patton, hijo, para servirle a usted y a los gloriosos Estados Unidos de América, especialmente a su magnífico y gran Sur! Y sí, estuve allí… Qué desembarco!! Qué aguerridos eran mis muchachos!! Lástima que llegaran esos comunistas a Berlín antes que yo…
Bob miró a un lado, miró al otro y pensó “ qué demonios hago ya aquí!” Una sensación de desasosiego le invadió, pero no se dejó vencer por ella y su cerebro alcanzó a auto-imponerse una misión, una meta, algo en lo que ocuparse de forma muy activa para no tener que relacionarse mucho con el General y compañía y tampoco con ninguno del resto de reclusos, porque sabía que si lo hacía, acabaría igual o peor que ellos.
Pensó un poco e inventó una excusa para zafarse de la élite. “Discúlpenme, pero he de prepararme para mi encuentro con el “Marqués de Sade”, que hace ya rato que aceptó mi súplica de audiencia” _les dijo y le resultó. Ahora que estaba solo, desde el primer día, podría emplear tiempo, primero en dar forma a su nueva meta y segundo en pensar cómo llevarla a cabo, pero una voz metálica que salió de un altavoz y que dijo su nombre, le interrumpió.
Un pasillo, giro a la derecha, otro pasillo, puerta a la derecha. Allí estaba el despacho del director del centro. Le sentaron en un sillón delante de una mesa inmensa de madera y, muy poco después, llegó el viejo, que se sentó enfrente de él, al otro lado de la mesa.
_ Buenos días Bob! Hoy vamos a empezar tu terapia. Dime, cómo te encuentras? Cómo encuentras este lugar?
_ La verdad, he estado mejor y hay lugares mejores… por ejemplo, mi casa. Y no me gusta este vestido, quiero mis vaqueros, que no creo que le hagan mal a nadie que yo los lleve puestos, no? Ah! Y las pastillas, no me gustó nada lo de las pastillas de ayer!
_Pero Bob, amigo… son necesarias, créeme… Ves personas que te hablan…
_ Usted me está viendo a mí y yo le estoy hablando… Tómeselas usted!!
_ Ya, pero las personas que yo veo son reales, Bob.
_Y las que yo veo no? Usted no es real? Los locos ésos no son reales?
_ Sí, ésos sí, pero tú ves a otros que no lo son…
_ Ah, claro…! Supongo que se refiere a personas como el verdugo que estoy viendo ahora mismo detrás de usted con ánimo de cortarle el pescuezo…
_ Ves un verdugo detrás de mi ahora mismo, Bob?
_ Que no, hombre! Cómo voy a ver n verdugo? Pero bueno, para ser sinceros, sí es verdad que ha habido veces que he visto a gentes un tanto extrañas que me han dicho cosas más extrañas todavía.
_ Qué personas? Qué cosas?
_ Pues verá, un día que estaba yo en mi casa, llamó a mi puerta una mujer, bastante fea por cierto, y me preguntó si yo querría estar entre los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos… Verdad que es raro!? Otro día, un tipo se me acercó en la calle y, con mucho misterio, me dijo si quería caballo. Yo le dije que prefería una moto, porque para la ciudad es mucho mejor y más práctica. Y otro día, estaba yo sentado en un banco del parque que está enfrente de mi casa y se sentó una mujer que me dijo que la niña que estaba en el columpio se iba a caer y, acto seguido, se cayó. Pero lo raro no es esto, lo raro es que, siendo la mujer muy guapa, se sentara a mi lado y me hablara…
_ Ya, ya… Y nada más?
_ Joder! Tengo treinta y cinco años, fíjese usted si he visto y hablado con gente… Como le tenga que contar todos, me estoy aquí cien años…
_ Y qué me dices de Tirso de Molina?
_ Muy buen literato!! Hablo mucho con él, es un gran amigo.
_ Y sabes que Tirso…
_ Don Tirso, por favor, don Tirso… un poco de respeto!
_ Ya, don Tirso… sabes que está muerto, que murió hace cientos de años?
_ No…! No puede ser! Los genios son eternos.
_ Su obra es eterna, Bob, su obra…
_ Y ellos en su obra, don Director del centro y mi psiquiatra. Don Tirso me habla cada vez que le leo, y Lope de Vega, y Shakespeare, y Oscar Wilde…
_ Bueno, por hoy vale… venga, sal de aquí!
El psiquiatra apretó un botón de su mesa e, inmediatamente, aparecieron los animales de blanco para devolver a Bob al patio. Se le vino a la memoria Paulov y su perro y es que esos sicarios se comportaron como el can cuando el viejo tocó ese botón. Pensó en que, posiblemente, hasta salivarían también.
En el patio todo seguía igual que cuando se fue, cada loco con su tema pero, dentro de lo malo, el sitio que dejó en la sombra, estaba aún libre y era un buen sitio, alejado de los demás y de la visión de las cuidadoras. Allí retomó su trabajo de desarrollo de un plan para no volverse loco, aunque no avanzó mucho ya que no tardó en arrimarse otro huésped del centro.
_ Hola, qué tal? _preguntó el arrimado muy alegre.
_ Y tú quien eres? Perdóname, pero estoy pensando…
_ Yo soy “Número cinco”. Esos dos animales de blanco se ríen de mí y me dicen “Chanel”… hijos de puta…!
_ Yo Bob, pero es que estoy realmente ocupado, de veras.
_ Y qué piensas? Si me lo dices, me voy.
_ Joder…! Pienso en un plan que tengo que desarrollar…
_ Y para qué?
_ Para no volverme loco aquí dentro… Para mantener mi cabeza distraída de todo esto.
_ Ah…! Y en qué consiste?
_ Pues consiste en… …no se lo cuentes a nadie… …consiste en escaparme de aquí y volver a mi barrio.
_ Wow!! Escaparte de aquí!! Es posible que pueda ayudarte, siempre y cuando tú me ayudes a mí.
_ Bueno… y qué tendría que hacer? Si es sexual, olvídate, que a mí me van las mujeres… y mucho además…
_ No, nada de sexo… Sólo quiero vengarme de esos cerdos de blanco y del nazi del director.
_ Y por qué?
_ Porque se ríen de mí, ya te lo he dicho!! Y además, golpean a la gente y la pinchan y la atan… y sé de buena tinta, que ese director nazi visita mucho, por las noches, el ala de las internas…
_ Eso es muy grave Número cinco!! Dime, cómo te puedo ayudar yo?
_ Mira Bob, yo sé que tú no estás loco y que lees mucho y que eres muy inteligente. Quiero que les digas, al director y a los brutos, ciertas cosas que yo te iré contando… Con eso, ya verás cómo me vengo de esos salvajes!!
_ No parece muy difícil… pero, por qué no se las dices tú?
_ Porque yo no puedo acercarme a ellos y tú sí… Mira, escucha bien Bob, lo primero que has de decir al director, mañana, cuando estés en terapia con él, es que la interna Carol Ann Dixon tiene una mancha de semen en su pijama y que, además, la gobernanta del ala femenino se ha dado cuenta. No olvides decírselo, ok?
El día continuó su curso con la comida (igual de mala que el desayuno), la siesta, unos juegos de mesa aburridísimos, un poco de caja tonta y la cama. La hora de acostarse era muy pronto, mucho más de lo que Bob solía hacer en su casa y eso hizo que estuviera un buen rato con los ojos como platos, tumbado encima de la cama, hasta que llegó el momento de las pastillas. Era sólo la segunda noche, pero el nuevo estuvo listo ya, y se las tomó, sin rechistar, delante de los animales de Paulov, que, orgullosos del miedo que infundían, no repararon en que no llegaron a pasar de su boca hacia su garganta. Después, las machacó con los pies y las espolvoreó por la ventana. Igual de despierto que antes de la visita, comprobó cómo eran las noches en ese lugar. Ya son duras cuando uno está fuera de su casa contra su voluntad, pero allí eran un verdadero infierno, lleno de alaridos, de golpes de cabezas contra las puertas, de rozar porras en las paredes del pasillo y de risas de voces feroces que provocaban la humillación de los que estaban dentro de las celdas, porque eso es lo que eran, celdas blancas en una cárcel blanca. Bob, finalmente, se durmió, más por aburrimiento que por sueño.Unas horas después, abrió los ojos, un poco antes del milagro. Bob llamaba así a los amaneceres, “el milagro”, porque pensaba que, efectivamente, lo era, ya que nadie, absolutamente nadie, podía asegurar que el sol fuera a salir cada mañana. Simplemente sale y no caemos en la cuenta de que han de suceder un montón de cosas extraordinarias para que eso suceda, pero Mr. Keagan si pensaba en ello, de ahí que observara los amaneceres como si fuera un ciego que acaba de recobrar la vista y el milagro de aquel día no fue distinto a los demás. Mirando el naranja del cielo, pensó en Número cinco. No era un tipo como los otros que había en aquel sitio, era distinto, le faltaba en su expresión la inocencia que se puede ver a los locos. Es cierto que la locura llega a dar miedo, pero los que la padecen, son, se quiera o no, inocentes, y eso se nota en sus ojos cuando se los mira detenidamente. Número cinco tenía cara y mirada de resabiado, de hombre experimentado y curtido por la vida y había algo especialmente peculiar en él, y es que no llevaba la maldita pulsera. Sería, acaso, un trabajador del centro? Un voluntario de alguna organización de ayuda? Las preguntas llegaban solas a Bob, pero tampoco puso empeño en intentar responderlas porque, realmente, no importaba ni lo más mínimo. Lo que importaba es que Número cinco le ayudaría a salir de allí.
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