miércoles, 21 de julio de 2010

Pimkye y Dogger (parte VI)

“A Pete J. Hawks no se le escapa nadie vivo…”, se dijo a sí mismo el agente mirando por la ventana de su despacho. Usó todas sus influencias y medios a su alcance para dar caza a los tres fugados y al traidor que los había ayudado, respuesta habitual de los que son presa de obsesiones enfermizas, que ven al demonio detrás de cada esquina, en cualquier lado excepto en ellos mismos. Siete dotaciones de hombres, tres helicópteros, dos vehículos acorazados y toda una red de espías formaban el equipo a su mando para la solución del problema, un verdadero ejército, armado y entrenado, para capturar a tres personas indefensas, esta es la desmesura del imperio…
“Winchester Old Tavern, 9:30 a.m.”. Pimkye, Dogger y Preciosa esperaban sentados a una de las mesas del local. A las diez en punto, diez y cinco minutos por el reloj de la pared del pub, entraba por la puerta el agente “bueno”. Michael B. no dio ningún rodeo, se sentó y fue directo al asunto manteniendo la misma cara inerte que, anteriormente, habían visto en el hombre del pelo blanco y les miraba con los mismos ojos inquisidores.
_ Supongo que no sabeís leer, no? Es igual, podeís escuchar… …prestad atención.
Cuando los españoles descubrieron América, encontraron una fuente de riqueza ilimitada con la que financiar el avance sobre el resto de lo que luego fue Europa y del mundo conocido hasta el momento. Cegados por una leyenda sobre una ciudad de oro, exploraron intensamente todo el continente en su búsqueda. No obteniendo resultados a corto plazo, tomaron la decisión de exprimir a los nativos. Las torturas fueron habituales. Un gran jefe inca, destrozado por el dolor y el sufrimiento de su pueblo, reveló el secreto de unas piedras mágicas, herencia del antiguo imperio maya. Esas piedras generaban hombres y mujeres a partir de animales. Para los españoles, esas piedras eran un tesoro de incalculable valor, mucho más valiosas que el mismo oro, con ellas podrían “fabricar” un ejército infinito para la guerra y tener mujeres fértiles con las que aumentar la población del imperio.
En el traslado a España, el galeón que las transportaba fue atacado por la piratería inglesa que se apoderó del botín. En la isla tardaron algún tiempo en descubrir el uso de las piedras, pero terminaron por comprender su valía.
Años más tarde, Inglaterra llevó de nuevo las piedras a América para aumentar su ejército y aplastar la sublevación independentista. Aún así, no lo consiguieron, ese tipo de guerras se ganan o se pierden en función de la pasión, no del número de hombres que formen los batallones. Vencidos, los ingleses se retiraron del continente dejando las piedras.
Tiempo después, estalló la guerra civil entre el norte y el sur. Fue una guerra cruenta y salvaje y las bajas, militares y civiles, ingentes, hasta el punto que la población disminuyó tanto que amenazaba seriamente la continuidad del joven estado de estados. Abraham Lincoln decidió recuperar las piedras de su escondite y repartirlas por todo el país para incrementar el censo de manera rápida, todo esto en el mayor de los secretos para no tener problemas con sus detractores, que eran muchos, todo hay que decirlo. A este respecto, existe una anécdota que cuenta que fue un gato persa transformado en hombre el que mató al presidente cuando descubrió el secreto.
Desde entonces, han estado por ahí dispersas las piedras hasta que la CIA encontró el modo de localizarlas para retirarlas de circulación. La de Paradise Hills ha sido la última. Muchos años han sido los que han estado las piedras generando contribuyentes a partir de animales. Este es el verdadero origen de nuestra nación y la única manera de entender nuestro presente.
_ Joder! Oírte hablar es como si escuchara chino…_ dijo Dogger, que de historia humana andaba un poco escaso, la verdad.
_ No importa, tú no tienes que entender nada, quien ha de entenderlo, si llega el caso, es el redactor jefe del Washington Post. Aquí teneís un informe completo con todo lo que acabaís de escuchar y un dossier con decenas de casos reales en el que se incluye el relato de Elvis, que, no sé si lo sabeís, seguro que no, era un pavo.
_ Y esto, para qué?_ preguntó Preciosa.
_ Os he ayudado, ahora espero que me ayudeís vosotros a mí. Teneís que volver a la granja y hablar con el agente Pete, el que os interrogó, bueno, por decir algo… Debeís obligarle a declarar sus delitos presionándole con llevar estos papeles al periódico.
_ Y qué ganamos nosotros con esto?_ volvió a preguntar Preciosa.
_ Vivir! Y con suerte, algo más…
Aquel hombre misterioso salió del local inmediatamente después de terminar la conversación dejando, prácticamente intacto, el té con limón que había pedido. No podía permitirse el lujo de estar más tiempo fuera del cuartel. Si por algún casual, alguien allí lo echaba de menos en pleno despliegue por la búsqueda de los fugados, no tardaría mucho en relacionarlo directamente con el hecho y eso supondría su “pasaporte” definitivo.
Tardó escasos diez minutos en regresar y fingir sorpresa por lo sucedido, pero esos pocos minutos son muchos cuando al mando hay una mente retorcida que sospecha hasta de sí mismo cuando se mira al espejo. El agente Michael fue llamado al despacho de su superior. Allí le esperaba un gabinete de crisis que evaluara la situación y fijara los operativos pertinentes, o al menos eso fue lo que le dijeron. En la sala estaban el jefe de grupo, el agente Pete, su lacayo y sombra el agente John y un cuarto hombre vestido con traje caro, sin duda alguna un halcón de Washington. Michael B. entró con claros gestos de preocupación y dispuesto a aportar ideas con las capturar de nuevo a los fugados, pero su iniciativa y su ímpetu no sirvieron para evitar la tormenta desatada por un “traidor” fulminante que gritó Pete Hawks. “Lo sabemos todo, Michael, nunca fuiste una lumbrera… …olvidaste la micro cámara del techo del almacén… No encontraremos impedimento para acusarte de alta traición y condenarte por ello!”.
El plan del agente Michael se hundió. No solo no había conseguido su principal objetivo, que era acabar con Pete, sino que además le había encumbrado delante del hombre de Washington, sumando a esto que sería ejecutado. Solamente un milagro podría salvarle de aquel destino injusto, un milagro como que tres perros gestionen con éxito un chantaje a toda la inteligencia americana.
Aún en la vieja taberna, Pimkye, Dogger y Preciosa permanecían sentados a la mesa intentando asimilar todo lo escuchado. No era algo simple y todo adquiría un matiz tenebroso al tener que añadir el desarrollo de un plan muy arriesgado. Muchas mentes criminales e inteligentes habían intentado sin éxito una empresa así, por qué ahora tres mentes inmaduras iban a conseguirlo? También podrían olvidar el tema y desaparecer para vivir una vida humana, cosa poco probable cuando la CIA te está buscando como si fueras el enemigo público número uno. Fuera como fuese, las probabilidades de morir eran muy altas y cuando esto es así, lo mejor es hacerlo en plena acción y no con el plomo por la espalda mientras se huye.
Pimkye, seguro de sí mismo y apoyado en su contundente liderazgo, dijo “ya está, iremos allí, hablaremos, bueno, hablaré yo, y ya está…”, aunque esa no era idea que sedujera a su amigo Dogger. Éste quería elaborar un poco más el plan. Su idea fue copiar el informe y distribuir las copias por distintos lugares para no perderlo nunca, tal y como solía hacer cuando era perro y su familia le regalaba un hueso que lo troceaba y lo repartía por todo el jardín. Una vez hecho esto, encararían al tipo del pelo blanco con cierta seguridad de que no les mataría, no al menos sin pensárselo un par de veces antes. Sin argumento alguno, tan solo porque no había salido de su boca, Pimkye ridiculizó el plan de Dogger. Era inadmisible que la expedición liderada por él siguiera planes que no se hubieran cocido en su cabeza. Burlándose de su amigo y sin pensar mucho, desestimó la actuación y les obligó a seguir su idea, “no hay más que hablar…”, dijo, “vamos a solucionar esto!”.
El interfono del despacho del jefe de grupo sonó. Un “están aquí otra vez” se escuchó. La orden fue clara y concisa, “que suban inmediatamente!”. Fueron escoltados y dirigidos hasta allí.
La tensión se mascaba en el interior de la sala. Los hombres de negro miraban con desprecio a los tres elementos peligrosos, con el mismo desprecio que se mira a una cucaracha o a una rata. Dentro de un silencio sepulcral, Pimkye dio un paso al frente y habló con una autoridad que él mismo se había otorgado: “tenemos algo que les podría hacer daño… Si lo quieren, han de darnos lo que pidamos!”. El tipo del pelo blanco levantó una ceja, dibujo una sonrisa en su cara y dijo “Eso que tienen en su poder, por casualidad, no serán esos papeles que lleva en la mano…?”
_ Sí, estos son!_ respondió Pimkye con orgullo.
_ Dígame algo, amigo_ continuó Pete_ por qué razón yo no podría, ahora mismo, pegarle un tiro en la cabeza y recuperar mis papeles?
Toda la altivez y la prepotencia del líder se vinieron abajo. Pimkye, tan seguro, tan valiente y decidido, se tornó en un muñeco de trapo, débil e indefenso, sin argumento alguno con el que contestar. Dogger le miró y sonrió. A pesar de tener la muerte muy cercana fue toda una satisfacción ver cómo su “líder” sentía todo el peso de su torpeza y de su ignorancia sobre sus hombros, torpeza e ignorancia perdonables en errores domésticos, pero nunca cuando la vida está en juego o cientos de millones de dólares.
El agente Pete y sus compañeros también sonreían. Era más que claro, cristalino, que eran ellos los que manejaban la situación y que tenían solucionado el problema sin tener que gastar el dinero del contribuyente en un despliegue masivo. Fue en el momento idóneo, justo cuando el agente John se disponía a coger su arma reglamentaria de la cartuchera, cuando Dogger habló: “esperen un momento señores! Una copia de estos papeles están en poder una persona que los llevará a cierto periódico si no salimos vivos de aquí… Como ves, Pimkye, yo también hago cosas a tu espalda…”
Esa frase cambió el panorama radicalmente. Revisados los papeles que obraban en poder de los tres perros, la situación no era para actuar a lo loco, habría que medir mucho cada movimiento. El hombre de Washington, desde el fondo del despacho, visiblemente enfadado por tener que hacerlo, claudicó, “qué quieren?”, preguntó. Pimkye fue a hablar y exponer sus peticiones pero Dogger le paró con su brazo y dijo, de manera arisca, “no, tú no, ahora hablaré yo!”, cosa que Preciosa, como mujer inteligente, supo apreciar.
_ En primer lugar_ expuso Dogger_ queremos que liberen al agente Michael y que escuchen todo lo que tiene que decir sobre los métodos de su colega aquí presente, el agente del pelo blanco. Investíguenlo y comprobarán que este hombre es un vulgar delincuente…
El agente Pete Hawks, fuera de sí, a punto de ser descubierto, con un movimiento realmente profesional, agarró a la mujer por el cuello y le puso su pistola en la sien. “ Atrás, ni un paso… …todo lo he hecho por la patria, por la bandera! No pueden prescindir de mí porque tres tarados me acusen, no pueden!!” Fue una declaración de culpabilidad en toda regla que el hombre del gobierno supo leer. Bastante mala fama soportaba ya la inteligencia como para tener que cargar con un escándalo así. Miró al jefe de grupo que, a su vez miró al agente John. Éste, sin esperar orden alguna, disparó a la cabeza de su colega.
Era una situación muy complicada el tener que seguir negociando con personas que no dudaban en apretar el gatillo, aunque Dogger continuó. “Hay más. Queremos saber si hay posibilidad de retroceder la acción de la piedra. Quizá deseemos volver a ser perros… En cualquier caso, queremos total inmunidad. A cambio, ofrecemos la devolución de los papeles y de la copia y nuestro silencio absoluto”.
El halcón del gobierno sacó un cigarrillo de su chaqueta, lo encendió y, con resignación dijo “jefe Whitaker, su turno. Hable!”
_ Sí, señor_ obedeció el jefe de grupo_ Existe un programa, “Silencio seguro”. Nuestros científicos han desarrollado una máquina que deshace el camino de transformación…
_ Y eso, por qué, si puede saberse…_ preguntó el halcón.
_ Señor, en caso de conflicto bélico complicado, transformaríamos a miles de animales. Luego volverían a sus estados originales para que no pudieran hablar nunca de la órdenes que recibieron y para evitar el molesto problema de los veteranos descontentos. Tengo que informar de que el proceso es largo y doloroso, así que les sugiero a ustedes se lo piensen con calma.
Tratados con mucha amabilidad, fueron llevados a otra sala donde no faltaba de nada, comida, bebida, sofás cómodos, televisión por cable… Allí podrían meditar tranquilamente. Después de mucho pensar y de sopesar todas las posibilidades, Dogger, al que Pimkye ya no miraba a la cara, se levantó de uno de los sofás y habló:
_ Yo no volveré a ser perro! Como perro mi vida era fácil, pero siempre he tenido que estar a tu sombra Pimkye. Como humano, he descubierto que se me da bien eso de pensar y que lo hago mucho mejor que tú, por lo que es una vida nueva, sí, pero libre de tu egocentrismo y solamente eso ya merece la pena. A tu lado, Pimkye, solo existe una manera de estar contento y es estar siempre por debajo de ti. Eso ni es amistad ni es nada y he decidido que ya no quiero compartir nada contigo. Además, amo a Preciosa y deseo, necesito pasar con ella miles de años juntos siendo consciente de ello y eso solamente es posible viviendo como humanos…
_ He de decir algo_ interrumpió Preciosa_ y es que yo también te amo. Eres mil veces más hombre que otros… Me tratas con cariño y te has preocupado por mí… Sí, yo también te quiero.
Pimkye rompió a llorar. La graduación superior que ostentaba había desaparecido y ya no tenía nada que mandar ni nadie a quien mandar, que era lo que realmente le hacía sentir bien. “Y qué coño hago yo ahora? Qué hago yo…??”, preguntó con rabia mirando al techo.
Cuatro horas después, por la puerta principal y una vez devueltos los papeles y la copia, una pareja salía, con la cabeza bien alta y cogidos de la mano, mirando con alegría a un pastor belga risueño que jugueteaba a su alrededor con devoción.

jueves, 15 de julio de 2010

Pimkye y Dogger (parte V)

Para obtener algo de alguien se puede hacer como hizo Preciosa, pero me temo que la CIA no usa esos métodos. Tampoco golpea, no sea que se enfaden los demócratas amantes de la falacia esa de los derechos humanos. Su arma es mucho más temible y demoledora: juega con el tiempo. Uno puede ser o no partidario o fanático de ellos, pero, seguidor o detractor, hay que reconocer que dominan a la perfección el arte de manejar el tiempo que usan como un peso ingente que presiona las conciencias de sus objetivos. Pimkye, Dogger y Preciosa permanecieron en aquella sala vacía el tiempo suficiente como para que desapareciera cualquier rasgo de cordura o dignidad antes de que alguna persona les dirigiera una sola palabra. Esa persona fue Pete Hawks, un agente de la vieja escuela, alto, no guapo pero atractivo, con el pelo blanco muy poblado, un individuo temido incluso entre sus colegas que, según decían, sabía tantos secretos que el mismísimo presidente, fuera el que fuera, le rendía pleitesía. La desestabilidad emocional de los perros junto con la altivez del agente hicieron que la entrada en la sala fuera, en sí misma, ya un triunfo. No tuvo la necesidad de tener que preguntar o de usar datos confusos y manipulados para hacer hablar a sus presas. Es cierto que el tal Pete no sabía por qué estaban allí aquellos tres individuos, solamente conocía el hecho de que habían golpeado a un agente para obtener información y eso, para un granjero, es síntoma de que eres un ente indeseable y peligroso al que hay que exprimir hasta las últimas consecuencias. Apartó la silla de la mesa con desprecio y se sentó delante de ellos con los brazos apoyados en el borde y los dedos de ambas manos cruzados entre sí, en una clara actitud de espera de declaraciones.
Ese hombre provocaba mucho temor en los encerrados. Les miraba como si pudiera ver más allá de sus cuerpos, más allá de la carne y los huesos y observara directamente sus almas. De ser esto posible, ya sabría que no se trataba de personas sino de perros, lo que le abriría las puertas a cualquier brutalidad que se le pasara por la cabeza con la impunidad que proporciona el vacío legal entorno a la violencia contra los animales. Seguramente terminarían sus días tirando de un carro en alguna mina, rodeados de pit bulls sanguinarios, todo ello sin haber cambiado de cuerpo… Estaban desvariando. Lo que decía, el aislamiento al que fueron sometidos hizo que tuvieran miedo hasta de lo más insignificante, que tuvieran miedo incluso de ellos mismos.
En un alarde de cordura, algo totalmente inusual en ese tipo de salas, Pimkye supo que no tenían más opción que mostrar sus cartas y esperar consecuencias. Aún dentro del peligro que conllevaba, siempre era eso mejor que seguir devanándose los sesos con visiones de realidades ficticias. Miró a sus compañeros, miró al hombre del pelo blanco, tomó aire, exhaló con fuerza y se autoproclamó portavoz de la expedición. Entonces, se incorporó en la silla y habló.
El soliloquio se alargó durante horas. Narró, con todo lujo de detalles, todos y cada uno de los segundos transcurridos desde el encuentro con la maldita piedra y el momento en que pusieron un pie en Virginia: habló de su casa en el jardín, del magnífico muslo de su ama, de los mil y un usos de la mano humana, de la casa abandonada y embrujada, habló de Paradise Hills, de la mujer del motel y de todo lo que hizo con ella, del viejo, de lo buena que es la comida de los hombres, del bicho volador… Incluso, en un ataque de sinceridad, llegó a contar, delante de él, que mintió un par de veces a Dogger para poder disfrutar de Preciosa a solas, antes y después de ser mujer. Ya estaba todo dicho, solo restaba esperar las reacciones del agente allí presente. Éste ni se inmutó, no movió un solo músculo de su cara después de haber escuchado el relato. Así era imposible descifrar qué impresión podría haber causado la experiencia relatada en él o qué pensaba al respecto. Lo único claro era que aquel tipo, y la organización a sus espaldas, estaban al tanto de la existencia de la piedra y no lo ocultaban. Para él hubiera sido realmente fácil reírse de Pimkye para ridiculizarle y poder tildarle de loco, deshaciéndose así de un pequeño problema, pero no se rió, no dijo nada, simplemente se levantó de la silla, miró a un gran espejo en un lateral de la sala y salió de allí cerrando de nuevo la puerta detrás de él. El agente Pete se dirigió a una sala contigua donde tres compañeros suyos, dos agentes y el jefe de grupo, observaron todo lo sucedido. El jefe, como responsable, preguntó a Pete “bueno, tú dirás… qué hacemos con ellos?”
_ Sin duda alguna, jefe, matarlos…_ respondió, impasible.
_ No creo que sean una amenaza, Pete_ intervino uno de sus colegas.
_ No? Son ingenuos, sencillos e inocentes, eso les convierte en la mayor amenaza para esta asociación y para el país!
_ Y desde cuando esos rasgos son una amenaza?_ repitió pregunta su colega.
_ Desde siempre! Un ingenuo pregunta sin reparo alguno a cualquiera que se cruza en su camino, incluso al mismo diablo, sin importarle, por ignorancia claro, el riesgo que pueda correr; un hombre sencillo piensa con sencillez y ése es el principal camino para entender el sistema que nos mantiene en lo alto de la pirámide. Esto no nos conviene; un inocente no tiene nada que perder, es fuerte y seguiría husmeando hasta el final; todo esto combinado en una misma persona es un misil directo a nuestro corazón… Hay que matarlos, jefe, los muertos no meten sus narices en ningún asunto…
_ Y tú John (el cuarto en la sala), qué opinas?_ preguntó el jefe.
_ Yo… …yo estoy con Pete, inyección letal y a Sonora!
_ Bien!_ dijo el hombre al mando_ decidido por dos votos a uno. Dispónganlo todo, ha de hacerse hoy mismo.
Los cuatro tipos salieron de la sala y avanzaron por el pasillo rápidamente para atender con prontitud las órdenes recibidas. Uno de ellos, el agente discrepante, un tal Michael B. mostraba claros signos de pesadumbre. Él había visto lo mismo que los demás, tan solo a tres individuos asustados que habían tenido la mala suerte de toparse con la piedra. Sí, eran perros, pero también personas, matarles era un asesinato en toda regla… Pero ahí estaba Pete y su sed de sangre sin límite y su lacayo John apoyando todo lo que salía de la boca de su amo, más por temor que por otra cosa. Pobres diablos, buscando ayuda se encontraron con la muerte porque nadie que ha sido condenado oficiosamente en la granja ha salido con vida.
En algún otro lugar del monstruoso edificio, el agente Pete Hawks, encargado de dirigir el operativo, solamente tuvo que mirar a uno de sus subordinados para que éste supiera lo que había que hacer. Sí, amigos, en la granja las formas son idénticas que en la mafia, nada de papeles, nada de órdenes por teléfono, todo se hace de palabra o a través de miradas si lo que se está ordenando ya está cocido de antemano. El subordinado, sin cuestionar ni una sola coma de la orden recibida, fue a un departamento cercano y cogió tres jeringuillas llenas de un líquido espeso y amarillento. Podría decir que, para llegar hasta ese departamento, ese chico tuvo que pasar dos controles de seguridad, introducir sus huellas digitales en un artefacto sofisticado anclado en la pared y poner uno de sus ojos en un lector de retinas para abrir la última puerta que daba acceso a la habitación donde se guardaban las jeringuillas aquellas y más de quinientos utensilios, químicos o no, que servían para acabar con la vida de forma silenciosa y sin dejar rastros que el FBI pudiera seguir, pero no fue así. La habitación no estaba vigilada por nadie y, una vez dentro, con abrir un cajón bastaba para tener camino libre al líquido letal. Del mismo modo que uno guarda la ropa interior en un lugar cómodo y accesible de la casa, en la CIA, las “cosas de matar” se guardan en lugares de rápido acceso. Es una cuestión de pragmatismo, lo habitual y cotidiano ha de estar “a mano”…
Con las inyecciones dispuestas e incluso etiquetadas con los nombres “perro I”, “perro II” y “perro III”, se activó el protocolo de operaciones de segundo grado referente a intervenciones con resultado de muerte en las propias dependencias, artículo cuarto, párrafo décimo del reglamento interno, de conocimiento obligatorio para agentes y operarios de la CIA. Esto conllevaba dos hombres fuertes que sujetaran al condenado, dos hombres armados que vigilaran a sus acompañantes, un médico que suministrara la química y cuatro mozos provistos de bolsas de plástico que almacenaran los cuerpos a la espera de traslado. Yo me pregunto por qué se empeñan estos agentes tan secretos y tan eficientes en el arte de matar en hacer las cosas tan difíciles. Digo yo que hubiera sido más fácil que el propio Pete hubiera sacado su pistola y les hubiera pegado un tiro, no? Supongo que actuar de manera tan protocolaria les hace creerse más profesionales. Aún así, sigo pensando que es absurdo comportarse como los malos en las películas de James Bond, que tardan una eternidad en liquidar al bueno narrando sus maléficos planes lo que les hace perder una oportunidad de oro que no volverán a tener. Con tanto reglamento y tanto artículo, la comitiva de la muerte también perdió su oportunidad. Cuando abrieron la puerta de la sala hermética donde se encontraban los elementos peligrosos a eliminar, éstos ya yacían inertes en el suelo.
_ Agente P.! Alguien ha hecho el trabajo por nosotros antes de que llegáramos…_ dijo el médico hablando al reloj que llevaba en su muñeca izquierda.
_ Bueno, el camino no importa, sólo el resultado y es el esperado… Deshaceos de los cuerpos!
Los tres cuerpos, fríos y pálidos, fueron metidos en las bolsas de plástico y llevados al almacén. Una vez allí, habría que activar el protocolo de actuación de tercer grado, traslado de deshechos incómodos a lugar seguro e ilocalizable, artículo quinto, párrafo primero del reglamento, lo que tardaría alrededor de diez minutos, el tiempo necesario para que la orden descendiera por la cadena de mando. Nueve minutos, treinta y ocho segundos, luz verde al traslado. Lo usual era usar el vehículo frigorífico de doble fondo con publicidad de industrias cárnicas “Jones”, un pequeño trayecto hasta el helipuerto secreto a las afueras de Virginia y de ahí, por aire, a Sonora. Se dice que, en unos diez años aproximadamente, ese desierto dejará de ser yermo y pasará, paulatinamente, a ser un bosque debido al numeroso “abono” humano que hay enterrado en su subsuelo, contribución generosa de los servicios secretos americanos y de los narcotraficantes mexicanos.
Todo se desarrolló con minuciosidad justo hasta el momento de descargar la “carne” para pasarla al helicóptero. Fue ahí donde, por caprichos del destino o por torpeza de los mozos, una de las bolsas cayó al suelo rompiéndose la cremallera que la cerraba. El agente John, al mando de ese protocolo por expreso deseo del agente Pete, pudo ver el contenido de la bolsa. Sí, era un muerto_ en la granja guardan muchos_ pero no era el muerto que debía ser. Se comprobaron los otros dos bultos y tampoco coincidían. Sin tiempo que perder, había que informar al mando, “Mr. Pete, tenemos un problema…”.
Una hora antes, la puerta de la sala hermética se había abierto y el agente Michael había cruzado su umbral. Michael B. llevaba años trabajando para los servicios secretos americanos. Desde su ingreso siempre mantuvo la fe en el sistema y en que su empleo servía para proteger el modo de vida americano, hasta que se cruzó con Pete Hawks. Sus métodos sanguinarios no cuadraban con el concepto que Michael B. tenía de seguridad del estado y esto sirvió para que se le cayera la venda de los ojos y pudiera ver con objetividad la realidad de la asociación para la que trabajaba. Ese día, hastiado ya de ver morir a gente, inocente y no inocente, su conciencia dijo “hasta aquí” y decidió actuar conforme a lo que su corazón dictaba, que no era otra cosa que parar los pies a su odiado y despreciado colega, Pete. Así que entró en la sala. Antes se había encargado de las cámaras de seguridad interna. Con premura, explicó a los tres detenidos la situación y les convenció para suministrarles una inyección, otro tipo de inyección, una que quitaba la vida igualmente pero que la devolvía pasados unos minutos, una herramienta diseñada para facilitar la huida de políticos en caso de que se vieran comprometidos por los pesados esos de los defensores de los derechos humanos. Luego salió de allí y fue al almacén donde esperó. Tuvo nueve minutos y treinta y ocho segundos para dar el cambiazo. Para cuando se descubrió el engaño, los chicos ya habían “resucitado” y, vestidos de operarios de la granja, salieron del edificio por la puerta principal sin mirar atrás. En sus cabezas revoloteaba el miedo y unas palabras que su salvador les había dicho antes de dejarles: “Winchester Old Tavern, 10:00 a.m.”.

martes, 6 de julio de 2010

Pimkye y Dogger (parte IV)

Efectivamente, no se equivocaron y la zona residencial donde antes vivían no había cambiado, lo que, por otra parte, es totalmente normal porque unos pocos días no dan para mucho, pero, teniendo en cuenta que eran perros y que su esperanza de vida, en el mejor de los casos, es de catorce o quince años, también es normal pensar que su percepción del tiempo es radicalmente distinta a la humana y que esos pocos días que llevaban fuera del hogar y lejos de sus amos para ellos fuera como toda una estación.
Todo estaba en su sitio: la casa de los Morrows en la esquina de Oak Ave con Moonlight Terrace; el viejo Nero, el san Bernardo de los Giggs, tumbado en el jardín delantero viendo el mundo pasar; el caserón embrujado con la misma maleza cubriendo la fachada; la señora Baltimore barriendo, seguramente por enésima vez en el día, el porche que su marido le construyó en su vigésimo aniversario… Era enriquecedor pasear por esas calles y sentir la armonía estable y segura que reinaba en aquel lugar y que lo hacía el mejor lugar del mundo. Pimkye pensó que, de finalmente tener que quedarse como humano, que era más que probable después de lo que el viejo del campo les dijo, buscaría un trabajo cerca y se compraría una casa en ese lugar de la que hacer su hogar. Pensó también que, ya que sería vecino suyo, con disimulo y sin levantar sospechas en su amo macho alfa, se haría amigo de su ama para poder estar cerca de ella. Era muy buen pensamiento, uno de esos que te hacen dar gracias por estar vivo, aunque lo mejor sería, no sabía cómo, volver a ser perro en cuerpo y alma y no tener que enfrentarse a problemas humanos que no eran suyos.
Hacia el final de Moonlight Terrace, Preciosa se separaría de sus amigos (amigos, por decir algo, porque solamente la quieren para una cosa). Ella debería tomar Rose Ave a la derecha para llegar a su antiguo hogar mientras que los otros dos deberían tomar, un poco más adelante, Butterflies Ave a su izquierda. Antes de esto, acordaron volver a encontrarse en la casa abandonada una vez hubieran visto a sus familias.
Habiendo dejado atrás a su compañera, los dos amigos siguieron adelante con la excitación creciendo en su interior a medida que se iban acercando a sus hogares. Era por la tarde y los niños estarían jugando en el jardín delantero, con lo que podrían verlos desde la distancia de la calle, sin tener que llamar a la puerta con alguna excusa nimia. Inconscientemente, frenaron sus pasos, sin duda alguna a causa de los nervios, pero es igual, porque despacio también se llega a todas partes, así que, llegaron hasta la linde y se pararon detrás de un viejo árbol que separaba las dos parcelas de los chicos. Y sí, los niños corrían por el jardín, los amos niños de Pimkye y los de Dogger, juntos, como buenos amigos y vecinos. Sus papás charlaban en el porche entre mirada y mirada a sus pequeños. La visión era justo la que esperaban ver, aunque algo no marchaba como ellos esperaban, había algo diferente, una pieza que no terminaba de encajar en el puzle familiar, un no sé qué que les hacía sentir como si estuvieran en una realidad paralela, en otro universo donde existía ese mismo barrio pero donde no había ni vestigio de ellos. Los niños reían como nunca lo habían hecho y el suelo estaba lleno de juguetes caninos nuevos. De la tristeza, el llanto amargo, los carteles recompensando la información del paradero, ni rastro. Todo esto no se da cuando el lugar que alguien dejó ya no está vacío. Dos cachorros de bóxer, preciosos y graciosos, correteaban torpemente entre las piernas de los niños, ése era el algo extraño, esas dos “cosas” pequeñas…
La punzada en el corazón fue letal, únicamente comparable al pinchazo profundo y doloroso que se siente (o que se debe sentir, nunca tuve la desgracia) cuando uno sube la escalera de su casa y, al entrar en su habitación, ve a su mujer “retozando” con ese tipo que conoces y que odias. Paralizados, desearon la muerte. Estaban olvidados, muertos y enterrados, ellos, que eran parte activa de esas familias, ellos, que eran los mejores amigos de sus críos, ellos, los mejores guardianes, liquidados, eliminados, borrados de sus vidas a las primeras de cambio. El cruel destino, no contento aún con lo que les había reservado, tuvo un último gesto desagradable para con los muchachos, gesto éste que precipitó el llanto desconsolado tan habitual en estos casos de “desamor”: los pequeños bóxer se llamaban Pimkye y Dogger. El mundo, ese mundo del que tuvieron consciencia en el mismo momento de tener cerebro humano, se les vino encima, sin casa, sin familia, sin nombre… …sin su cuerpo canino, tan atlético y lleno de pelo… Era tan salvajemente doloroso que no habría postura que practicar con su amiga Preciosa que les pudiera quitar esa pena del corazón. Por haber perdido, habían perdido hasta la misión que se traían entre manos, porque, para qué iban a volver a ser perros, para terminar en una perrera a la espera de inyección letal? Todo se vino abajo, todo perdió la importancia. Entonces, Dogger, no el cachorro, el hombre, inusualmente maduro y entero dijo “no, me niego!! Yo volveré a ser el perro que era y recuperaré a mi familia! Recuperaré mi lugar!”, y fue tan emocionante que Pimkye lloró de alegría, aunque no se notó porque como ya estaba llorando de pena y las lágrimas son iguales en ambos casos…
Como dos novios abandonados, dieron media vuelta y dejaron su escondite detrás del árbol con la esperanza de hacer suyo ese lugar, otra vez, en un futuro, pero la esperanza es como un orgasmo, en un determinado momento te proporciona una subida excitante que te hace tocar el cielo para después bajarte de golpe a la más profunda desolación terrenal. En la casa abandonada, ya desaparecida la emoción, no había ningún motivo para seguir soñando, tan solo había pesar de corazón y vacío. Además, era absurdo pensar en que podrían deshacer el camino de transformación, ya lo dijo bien claro el viejo. Deberían aceptar la situación con entereza, pero ahora explícales tú a dos perros qué es la entereza… Aún llorando hundidos en la más profunda y oscura de las miserias, lejos de asumir las cosas y mirar hacia delante, una vocecita suave todavía insistía en intentar volver a ser perros dentro de sus cabezas. Lástima que estos dos no conocieran a Marco Aurelio, “perseguir imposibles es de locos…”
Preciosa llegó un poco más tarde que ellos a su cuartel. Ella no lloraba ni se la veía triste, razón ésta por la cual se asombró mucho al ver a sus compañeros cabizbajos. Se conoce que no debió sentir el olvido por ninguna parte en su antiguo hogar, muy al contrario, vio a su amo sentado en el porche con la mirada fija en el infinito envuelto en un manto de melancolía, sin duda a causa de la pérdida de su magnífica perra labrador. Preciosa, enternecida por la visión, se dejó llevar por el profundo amor que profesaba a su amo y, no reparando en su aspecto actual, se acercó hasta él y le abrazó cariñosamente. Yacieron. Yacieron sólo un poco, pero yacieron. Si a un hombre de cincuenta y tantos se le acerca una jovencita de muy buen ver y con sus carnes muy bien repartidas y abundantes y le abraza estrujando el rostro del hombre en su turgente pecho, teniendo en cuenta que ella no es ni su hija, ni su sobrina, ni su vecina, ni siquiera la hija de un amigo lejano, sino una perfecta desconocida que entra en ebullición con tan solo oler la testosterona y que es mayor de edad (porque Preciosa es mayor de edad), lo normal es que yazcan aprovechando que el ama, la esposa del amo, que además hace siglos que no deshace la cama, está fuera del hogar en alguna reunión de señoras de la iglesia local. Habida cuenta de la extraordinaria experiencia, entra dentro de lo normal que ella no entendiera la postura deprimida y deprimente de sus compañeros de aventura, que continuaron llorando hasta que no soportaron más el dolor de cabeza.
Horas más tarde, ya no había tiempo para llantos autocompasivos y tampoco había lágrimas que soltar. Era el tiempo de hacer algo, de moverse, de salir del agujero, y lo más inmediato, lo que tenían más al alcance era seguir con el plan establecido de recabar información sobre las tres letras, después, claro está, de escuchar el relato de la experiencia de Preciosa con su amo y actuar su la representación en tres actos. El objetivo, el macho alfa amo de Dogger, mejor dicho ex amo de Dogger, un tipo corriente, con barriga de cervezas a destiempo y calvicie galopante, al que, aparentemente, no sería difícil sonsacar información, pero a Pimkye le daba en la nariz que esa cosa de las tres letras no era algo con lo que uno puede andar jugando, nada de juegos con gente que tiene un bicho volador… No podían correr ningún riesgo innecesario, por lo que propuso ser contundentes, nada de ir a preguntar con educación, nada de “por favores”, secuestro “express” y punto, rápido y limpio. Así lo hicieron.
Esa misma noche, ya casi de madrugada, volvieron al antiguo hogar de Dogger, en el que no encontraron obstáculos para entrar, y raptaron al tipo. Nadie en la casa se dio cuenta, ni siquiera su mujer que cuando dormía pareciera que moría. De vuelta en la casa abandonada, sentaron al hombre en una silla y le ataron fuertemente a ella. Un par de bofetadas ayudaron a que terminara de despertar. La pregunta fue concisa, “CIA, dónde?”. El tipo no respondió, no se sabe si por no entender la pregunta o por esconder bajo la facha de vulgaridad a un experto agente de esos que aguantan todo antes de soltar alguna palabra, que, generalmente, suele ser un “que te jodan” muy sonoro seguido de un esputo ensangrentado. Frente a un muro así, no es de extrañar que llegaran los golpes. Tuvieron que hacerlo, la violencia es lo que aparece cuando alguien no consigue lo que se propone y está cegado por la desesperación de no avanzar. Así que fueron cayendo primero las bofetadas, luego los puñetazos, más puñetazos en las piernas, un cabezazo en la cara (eso es rotura de nariz segura…) pero el calvo no decía nada. Sería posible que no supiera nada? Algo así debió preguntarse Dogger porque no era muy normal que un tipo corriente, su ex amo, alguien que lamía el tomate kepchup del plato después de chorrear de su hamburguesa, pudiera aguantar tal castigo sin siquiera emitir un grito de queja… “Este tipo no sabe nada de nada, Pimkye”, dijo. Exhaustos y vencidos, los dos amigos ya no sabían qué hacer. Su condición de macho les decía que si después de hacer daño no se tiene lo que se quiere, ya no hay más que hacer. Afortunadamente para ellos, en la sala había una hembra. Ellas, cuando quieren algo, lo consiguen sí o sí y sin usar violencia física (la psicológica es otra cosa). Preciosa sabía perfectamente que aquel tipo protegía algo y se propuso sacárselo, “dejadme ahora probar a mi…” les dijo a los muchachos. Se plantó delante de él, le miró fijamente a los ojos, se abrió la camisa y sonriente dijo “si me dices lo quiero saber, te daré todo lo que tú quieras…”. El tipo aquel, dolorido y ensangrentado, plantó sus ojos en la gloriosa visión y se dejó llevar por la lascivia. Aceptó. Hay que decir que hubiera aceptado incluso si Preciosa no se hubiera abierto la camisa porque, en realidad, estaba encantado con todo lo que estaba sucediendo, golpes incluidos. Él era un agente de la CIA y siempre pensó que correría aventuras, que le perseguirían espías rusos y que compartiría habitaciones de hostales en Berlín Oeste con guapas agentes dobles… pero lo que único que había visto en veinte años de profesión era una oficina gris y un teletipo que soltaba papeles encriptados todo el tiempo con absurdos mensajes de algún enviado a Sri Lanka o por ahí. Ese día, Dios le vino a ver. Le raptaban, le golpeaban, él no decía nada y, además, le seducía la jefa mala del comando comunista_ porque eran comunistas, todos los malos son comunistas_. Era genial, maravilloso, una historia triunfante que contar en la oficina y vacilar frente a los compañeros. Claro está que no contaría nunca que terminó hablando y diciendo mucho más de lo que los chicos necesitaban saber. Entre algunas “prendas” que el calvo soltó por la boca se encontraba lo del micro pene de su hermano Paul, que su esposa Susan escondía una botella de vodka en la planta del hall de la que él también bebía a escondidas y que un día tuvo que “descomer” en la oficina y limpiarse con lo primero que salió del tele tipo que resulta que eran unos papeles que decían algo de no sé qué de un Palacio de la Moneda y que, por su culpa, Henry Kissinger tuvo que retrasar lo de Chile. Lo importante también lo dijo, fue lo primero de todo: Pete Hawks, Virginia. Pimkye y Dogger aprendieron dos cosas esa noche: que si uno no golpea bien se puede hacer más daño que el que espera hacer al golpeado y que más vale ingenio que fuerza bruta, que se consiguen más cosas con rosas y vino que a golpes.
El siguiente paso en su empresa era evidente, desplazarse hasta Virginia y preguntar por el nombre que habían obtenido pensando que les sería de ayuda, influidos, sin duda alguna, por la antigua y trasnochada creencia de que una institución gubernamental está ahí para ayudar y servir al ciudadano y, aunque eran perros y no ciudadanos su aspecto era como el de uno de ellos y podrían pasar inadvertidos.
Pisando ya suelo de Virginia, a la que llegaron sólo Dios sabe cómo, únicamente tuvieron que pronunciar la palabra “granja” para que algún vecino les indicara el camino al cuartel general de la CIA. En los Estados Unidos se conoce como “granja” a ese cuartel y, por lo tanto, los agentes son los granjeros. Cuando algún enemigo escucha que los granjeros de Virginia acabarán con él, generalmente se echa a reír pensando que le atacarán paletos desdentados armados con útiles del campo, pero la sorpresa es mayúscula en el momento en que se ve acorralado por los mismos paletos pero con subfusiles UCI.
Los muchachos tenían miedo, no por las armas de fuego sino por el simple hecho de que fueran granjeros, habida cuenta de que es sabido que cualquier animal doméstico los teme porque son personas que los obligan a trabajar hasta la extenuación y que no dudan en matarlos cuando la eficiencia baja, exactamente igual que los empresarios.
La granja era un edificio brutalmente grande, descomunal, que impresionaba solo con verlo de lejos. Dentro era aún peor. Había miles de personas de un lado para el otro, todas ellas con una pistola bajo la axila, recepcionistas incluidas. Era un lugar temible, un sitio de esos que es mejor no saber que existe, lleno de ambición y amor al poder, donde todas las miradas escondían sospechas y desconfianza. Estar allí, para los chicos, era como estar en pleno ártico, entre orcas, siendo una foca pequeña y desvalida, o, mejor dicho, no era como, es lo que era en realidad, estar entre granjeros siendo tres perros desvalidos.
Cruzaron el amplio hall hasta llegar a un mostrador. Allí preguntaron a una señorita por el tal Pete Hawks. “Esperen un momento ahí sentados, por favor…”, les respondió la jovencita que, inmediatamente después, cogió un teléfono rojo y, sin marcar número alguno, dijo “están aquí”. No más de treinta segundos más tarde, siete hombres vestidos de negro les rodearon y le “invitaron” a acompañarles. Fueron metidos en un ascensor tan silencioso que no pudieron saber si subían o bajaban. Caminaron por un pasillo largo y se les empujó a una sala fría y hermética donde fueron encerrados.