martes, 6 de julio de 2010

Pimkye y Dogger (parte IV)

Efectivamente, no se equivocaron y la zona residencial donde antes vivían no había cambiado, lo que, por otra parte, es totalmente normal porque unos pocos días no dan para mucho, pero, teniendo en cuenta que eran perros y que su esperanza de vida, en el mejor de los casos, es de catorce o quince años, también es normal pensar que su percepción del tiempo es radicalmente distinta a la humana y que esos pocos días que llevaban fuera del hogar y lejos de sus amos para ellos fuera como toda una estación.
Todo estaba en su sitio: la casa de los Morrows en la esquina de Oak Ave con Moonlight Terrace; el viejo Nero, el san Bernardo de los Giggs, tumbado en el jardín delantero viendo el mundo pasar; el caserón embrujado con la misma maleza cubriendo la fachada; la señora Baltimore barriendo, seguramente por enésima vez en el día, el porche que su marido le construyó en su vigésimo aniversario… Era enriquecedor pasear por esas calles y sentir la armonía estable y segura que reinaba en aquel lugar y que lo hacía el mejor lugar del mundo. Pimkye pensó que, de finalmente tener que quedarse como humano, que era más que probable después de lo que el viejo del campo les dijo, buscaría un trabajo cerca y se compraría una casa en ese lugar de la que hacer su hogar. Pensó también que, ya que sería vecino suyo, con disimulo y sin levantar sospechas en su amo macho alfa, se haría amigo de su ama para poder estar cerca de ella. Era muy buen pensamiento, uno de esos que te hacen dar gracias por estar vivo, aunque lo mejor sería, no sabía cómo, volver a ser perro en cuerpo y alma y no tener que enfrentarse a problemas humanos que no eran suyos.
Hacia el final de Moonlight Terrace, Preciosa se separaría de sus amigos (amigos, por decir algo, porque solamente la quieren para una cosa). Ella debería tomar Rose Ave a la derecha para llegar a su antiguo hogar mientras que los otros dos deberían tomar, un poco más adelante, Butterflies Ave a su izquierda. Antes de esto, acordaron volver a encontrarse en la casa abandonada una vez hubieran visto a sus familias.
Habiendo dejado atrás a su compañera, los dos amigos siguieron adelante con la excitación creciendo en su interior a medida que se iban acercando a sus hogares. Era por la tarde y los niños estarían jugando en el jardín delantero, con lo que podrían verlos desde la distancia de la calle, sin tener que llamar a la puerta con alguna excusa nimia. Inconscientemente, frenaron sus pasos, sin duda alguna a causa de los nervios, pero es igual, porque despacio también se llega a todas partes, así que, llegaron hasta la linde y se pararon detrás de un viejo árbol que separaba las dos parcelas de los chicos. Y sí, los niños corrían por el jardín, los amos niños de Pimkye y los de Dogger, juntos, como buenos amigos y vecinos. Sus papás charlaban en el porche entre mirada y mirada a sus pequeños. La visión era justo la que esperaban ver, aunque algo no marchaba como ellos esperaban, había algo diferente, una pieza que no terminaba de encajar en el puzle familiar, un no sé qué que les hacía sentir como si estuvieran en una realidad paralela, en otro universo donde existía ese mismo barrio pero donde no había ni vestigio de ellos. Los niños reían como nunca lo habían hecho y el suelo estaba lleno de juguetes caninos nuevos. De la tristeza, el llanto amargo, los carteles recompensando la información del paradero, ni rastro. Todo esto no se da cuando el lugar que alguien dejó ya no está vacío. Dos cachorros de bóxer, preciosos y graciosos, correteaban torpemente entre las piernas de los niños, ése era el algo extraño, esas dos “cosas” pequeñas…
La punzada en el corazón fue letal, únicamente comparable al pinchazo profundo y doloroso que se siente (o que se debe sentir, nunca tuve la desgracia) cuando uno sube la escalera de su casa y, al entrar en su habitación, ve a su mujer “retozando” con ese tipo que conoces y que odias. Paralizados, desearon la muerte. Estaban olvidados, muertos y enterrados, ellos, que eran parte activa de esas familias, ellos, que eran los mejores amigos de sus críos, ellos, los mejores guardianes, liquidados, eliminados, borrados de sus vidas a las primeras de cambio. El cruel destino, no contento aún con lo que les había reservado, tuvo un último gesto desagradable para con los muchachos, gesto éste que precipitó el llanto desconsolado tan habitual en estos casos de “desamor”: los pequeños bóxer se llamaban Pimkye y Dogger. El mundo, ese mundo del que tuvieron consciencia en el mismo momento de tener cerebro humano, se les vino encima, sin casa, sin familia, sin nombre… …sin su cuerpo canino, tan atlético y lleno de pelo… Era tan salvajemente doloroso que no habría postura que practicar con su amiga Preciosa que les pudiera quitar esa pena del corazón. Por haber perdido, habían perdido hasta la misión que se traían entre manos, porque, para qué iban a volver a ser perros, para terminar en una perrera a la espera de inyección letal? Todo se vino abajo, todo perdió la importancia. Entonces, Dogger, no el cachorro, el hombre, inusualmente maduro y entero dijo “no, me niego!! Yo volveré a ser el perro que era y recuperaré a mi familia! Recuperaré mi lugar!”, y fue tan emocionante que Pimkye lloró de alegría, aunque no se notó porque como ya estaba llorando de pena y las lágrimas son iguales en ambos casos…
Como dos novios abandonados, dieron media vuelta y dejaron su escondite detrás del árbol con la esperanza de hacer suyo ese lugar, otra vez, en un futuro, pero la esperanza es como un orgasmo, en un determinado momento te proporciona una subida excitante que te hace tocar el cielo para después bajarte de golpe a la más profunda desolación terrenal. En la casa abandonada, ya desaparecida la emoción, no había ningún motivo para seguir soñando, tan solo había pesar de corazón y vacío. Además, era absurdo pensar en que podrían deshacer el camino de transformación, ya lo dijo bien claro el viejo. Deberían aceptar la situación con entereza, pero ahora explícales tú a dos perros qué es la entereza… Aún llorando hundidos en la más profunda y oscura de las miserias, lejos de asumir las cosas y mirar hacia delante, una vocecita suave todavía insistía en intentar volver a ser perros dentro de sus cabezas. Lástima que estos dos no conocieran a Marco Aurelio, “perseguir imposibles es de locos…”
Preciosa llegó un poco más tarde que ellos a su cuartel. Ella no lloraba ni se la veía triste, razón ésta por la cual se asombró mucho al ver a sus compañeros cabizbajos. Se conoce que no debió sentir el olvido por ninguna parte en su antiguo hogar, muy al contrario, vio a su amo sentado en el porche con la mirada fija en el infinito envuelto en un manto de melancolía, sin duda a causa de la pérdida de su magnífica perra labrador. Preciosa, enternecida por la visión, se dejó llevar por el profundo amor que profesaba a su amo y, no reparando en su aspecto actual, se acercó hasta él y le abrazó cariñosamente. Yacieron. Yacieron sólo un poco, pero yacieron. Si a un hombre de cincuenta y tantos se le acerca una jovencita de muy buen ver y con sus carnes muy bien repartidas y abundantes y le abraza estrujando el rostro del hombre en su turgente pecho, teniendo en cuenta que ella no es ni su hija, ni su sobrina, ni su vecina, ni siquiera la hija de un amigo lejano, sino una perfecta desconocida que entra en ebullición con tan solo oler la testosterona y que es mayor de edad (porque Preciosa es mayor de edad), lo normal es que yazcan aprovechando que el ama, la esposa del amo, que además hace siglos que no deshace la cama, está fuera del hogar en alguna reunión de señoras de la iglesia local. Habida cuenta de la extraordinaria experiencia, entra dentro de lo normal que ella no entendiera la postura deprimida y deprimente de sus compañeros de aventura, que continuaron llorando hasta que no soportaron más el dolor de cabeza.
Horas más tarde, ya no había tiempo para llantos autocompasivos y tampoco había lágrimas que soltar. Era el tiempo de hacer algo, de moverse, de salir del agujero, y lo más inmediato, lo que tenían más al alcance era seguir con el plan establecido de recabar información sobre las tres letras, después, claro está, de escuchar el relato de la experiencia de Preciosa con su amo y actuar su la representación en tres actos. El objetivo, el macho alfa amo de Dogger, mejor dicho ex amo de Dogger, un tipo corriente, con barriga de cervezas a destiempo y calvicie galopante, al que, aparentemente, no sería difícil sonsacar información, pero a Pimkye le daba en la nariz que esa cosa de las tres letras no era algo con lo que uno puede andar jugando, nada de juegos con gente que tiene un bicho volador… No podían correr ningún riesgo innecesario, por lo que propuso ser contundentes, nada de ir a preguntar con educación, nada de “por favores”, secuestro “express” y punto, rápido y limpio. Así lo hicieron.
Esa misma noche, ya casi de madrugada, volvieron al antiguo hogar de Dogger, en el que no encontraron obstáculos para entrar, y raptaron al tipo. Nadie en la casa se dio cuenta, ni siquiera su mujer que cuando dormía pareciera que moría. De vuelta en la casa abandonada, sentaron al hombre en una silla y le ataron fuertemente a ella. Un par de bofetadas ayudaron a que terminara de despertar. La pregunta fue concisa, “CIA, dónde?”. El tipo no respondió, no se sabe si por no entender la pregunta o por esconder bajo la facha de vulgaridad a un experto agente de esos que aguantan todo antes de soltar alguna palabra, que, generalmente, suele ser un “que te jodan” muy sonoro seguido de un esputo ensangrentado. Frente a un muro así, no es de extrañar que llegaran los golpes. Tuvieron que hacerlo, la violencia es lo que aparece cuando alguien no consigue lo que se propone y está cegado por la desesperación de no avanzar. Así que fueron cayendo primero las bofetadas, luego los puñetazos, más puñetazos en las piernas, un cabezazo en la cara (eso es rotura de nariz segura…) pero el calvo no decía nada. Sería posible que no supiera nada? Algo así debió preguntarse Dogger porque no era muy normal que un tipo corriente, su ex amo, alguien que lamía el tomate kepchup del plato después de chorrear de su hamburguesa, pudiera aguantar tal castigo sin siquiera emitir un grito de queja… “Este tipo no sabe nada de nada, Pimkye”, dijo. Exhaustos y vencidos, los dos amigos ya no sabían qué hacer. Su condición de macho les decía que si después de hacer daño no se tiene lo que se quiere, ya no hay más que hacer. Afortunadamente para ellos, en la sala había una hembra. Ellas, cuando quieren algo, lo consiguen sí o sí y sin usar violencia física (la psicológica es otra cosa). Preciosa sabía perfectamente que aquel tipo protegía algo y se propuso sacárselo, “dejadme ahora probar a mi…” les dijo a los muchachos. Se plantó delante de él, le miró fijamente a los ojos, se abrió la camisa y sonriente dijo “si me dices lo quiero saber, te daré todo lo que tú quieras…”. El tipo aquel, dolorido y ensangrentado, plantó sus ojos en la gloriosa visión y se dejó llevar por la lascivia. Aceptó. Hay que decir que hubiera aceptado incluso si Preciosa no se hubiera abierto la camisa porque, en realidad, estaba encantado con todo lo que estaba sucediendo, golpes incluidos. Él era un agente de la CIA y siempre pensó que correría aventuras, que le perseguirían espías rusos y que compartiría habitaciones de hostales en Berlín Oeste con guapas agentes dobles… pero lo que único que había visto en veinte años de profesión era una oficina gris y un teletipo que soltaba papeles encriptados todo el tiempo con absurdos mensajes de algún enviado a Sri Lanka o por ahí. Ese día, Dios le vino a ver. Le raptaban, le golpeaban, él no decía nada y, además, le seducía la jefa mala del comando comunista_ porque eran comunistas, todos los malos son comunistas_. Era genial, maravilloso, una historia triunfante que contar en la oficina y vacilar frente a los compañeros. Claro está que no contaría nunca que terminó hablando y diciendo mucho más de lo que los chicos necesitaban saber. Entre algunas “prendas” que el calvo soltó por la boca se encontraba lo del micro pene de su hermano Paul, que su esposa Susan escondía una botella de vodka en la planta del hall de la que él también bebía a escondidas y que un día tuvo que “descomer” en la oficina y limpiarse con lo primero que salió del tele tipo que resulta que eran unos papeles que decían algo de no sé qué de un Palacio de la Moneda y que, por su culpa, Henry Kissinger tuvo que retrasar lo de Chile. Lo importante también lo dijo, fue lo primero de todo: Pete Hawks, Virginia. Pimkye y Dogger aprendieron dos cosas esa noche: que si uno no golpea bien se puede hacer más daño que el que espera hacer al golpeado y que más vale ingenio que fuerza bruta, que se consiguen más cosas con rosas y vino que a golpes.
El siguiente paso en su empresa era evidente, desplazarse hasta Virginia y preguntar por el nombre que habían obtenido pensando que les sería de ayuda, influidos, sin duda alguna, por la antigua y trasnochada creencia de que una institución gubernamental está ahí para ayudar y servir al ciudadano y, aunque eran perros y no ciudadanos su aspecto era como el de uno de ellos y podrían pasar inadvertidos.
Pisando ya suelo de Virginia, a la que llegaron sólo Dios sabe cómo, únicamente tuvieron que pronunciar la palabra “granja” para que algún vecino les indicara el camino al cuartel general de la CIA. En los Estados Unidos se conoce como “granja” a ese cuartel y, por lo tanto, los agentes son los granjeros. Cuando algún enemigo escucha que los granjeros de Virginia acabarán con él, generalmente se echa a reír pensando que le atacarán paletos desdentados armados con útiles del campo, pero la sorpresa es mayúscula en el momento en que se ve acorralado por los mismos paletos pero con subfusiles UCI.
Los muchachos tenían miedo, no por las armas de fuego sino por el simple hecho de que fueran granjeros, habida cuenta de que es sabido que cualquier animal doméstico los teme porque son personas que los obligan a trabajar hasta la extenuación y que no dudan en matarlos cuando la eficiencia baja, exactamente igual que los empresarios.
La granja era un edificio brutalmente grande, descomunal, que impresionaba solo con verlo de lejos. Dentro era aún peor. Había miles de personas de un lado para el otro, todas ellas con una pistola bajo la axila, recepcionistas incluidas. Era un lugar temible, un sitio de esos que es mejor no saber que existe, lleno de ambición y amor al poder, donde todas las miradas escondían sospechas y desconfianza. Estar allí, para los chicos, era como estar en pleno ártico, entre orcas, siendo una foca pequeña y desvalida, o, mejor dicho, no era como, es lo que era en realidad, estar entre granjeros siendo tres perros desvalidos.
Cruzaron el amplio hall hasta llegar a un mostrador. Allí preguntaron a una señorita por el tal Pete Hawks. “Esperen un momento ahí sentados, por favor…”, les respondió la jovencita que, inmediatamente después, cogió un teléfono rojo y, sin marcar número alguno, dijo “están aquí”. No más de treinta segundos más tarde, siete hombres vestidos de negro les rodearon y le “invitaron” a acompañarles. Fueron metidos en un ascensor tan silencioso que no pudieron saber si subían o bajaban. Caminaron por un pasillo largo y se les empujó a una sala fría y hermética donde fueron encerrados.

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