jueves, 15 de julio de 2010

Pimkye y Dogger (parte V)

Para obtener algo de alguien se puede hacer como hizo Preciosa, pero me temo que la CIA no usa esos métodos. Tampoco golpea, no sea que se enfaden los demócratas amantes de la falacia esa de los derechos humanos. Su arma es mucho más temible y demoledora: juega con el tiempo. Uno puede ser o no partidario o fanático de ellos, pero, seguidor o detractor, hay que reconocer que dominan a la perfección el arte de manejar el tiempo que usan como un peso ingente que presiona las conciencias de sus objetivos. Pimkye, Dogger y Preciosa permanecieron en aquella sala vacía el tiempo suficiente como para que desapareciera cualquier rasgo de cordura o dignidad antes de que alguna persona les dirigiera una sola palabra. Esa persona fue Pete Hawks, un agente de la vieja escuela, alto, no guapo pero atractivo, con el pelo blanco muy poblado, un individuo temido incluso entre sus colegas que, según decían, sabía tantos secretos que el mismísimo presidente, fuera el que fuera, le rendía pleitesía. La desestabilidad emocional de los perros junto con la altivez del agente hicieron que la entrada en la sala fuera, en sí misma, ya un triunfo. No tuvo la necesidad de tener que preguntar o de usar datos confusos y manipulados para hacer hablar a sus presas. Es cierto que el tal Pete no sabía por qué estaban allí aquellos tres individuos, solamente conocía el hecho de que habían golpeado a un agente para obtener información y eso, para un granjero, es síntoma de que eres un ente indeseable y peligroso al que hay que exprimir hasta las últimas consecuencias. Apartó la silla de la mesa con desprecio y se sentó delante de ellos con los brazos apoyados en el borde y los dedos de ambas manos cruzados entre sí, en una clara actitud de espera de declaraciones.
Ese hombre provocaba mucho temor en los encerrados. Les miraba como si pudiera ver más allá de sus cuerpos, más allá de la carne y los huesos y observara directamente sus almas. De ser esto posible, ya sabría que no se trataba de personas sino de perros, lo que le abriría las puertas a cualquier brutalidad que se le pasara por la cabeza con la impunidad que proporciona el vacío legal entorno a la violencia contra los animales. Seguramente terminarían sus días tirando de un carro en alguna mina, rodeados de pit bulls sanguinarios, todo ello sin haber cambiado de cuerpo… Estaban desvariando. Lo que decía, el aislamiento al que fueron sometidos hizo que tuvieran miedo hasta de lo más insignificante, que tuvieran miedo incluso de ellos mismos.
En un alarde de cordura, algo totalmente inusual en ese tipo de salas, Pimkye supo que no tenían más opción que mostrar sus cartas y esperar consecuencias. Aún dentro del peligro que conllevaba, siempre era eso mejor que seguir devanándose los sesos con visiones de realidades ficticias. Miró a sus compañeros, miró al hombre del pelo blanco, tomó aire, exhaló con fuerza y se autoproclamó portavoz de la expedición. Entonces, se incorporó en la silla y habló.
El soliloquio se alargó durante horas. Narró, con todo lujo de detalles, todos y cada uno de los segundos transcurridos desde el encuentro con la maldita piedra y el momento en que pusieron un pie en Virginia: habló de su casa en el jardín, del magnífico muslo de su ama, de los mil y un usos de la mano humana, de la casa abandonada y embrujada, habló de Paradise Hills, de la mujer del motel y de todo lo que hizo con ella, del viejo, de lo buena que es la comida de los hombres, del bicho volador… Incluso, en un ataque de sinceridad, llegó a contar, delante de él, que mintió un par de veces a Dogger para poder disfrutar de Preciosa a solas, antes y después de ser mujer. Ya estaba todo dicho, solo restaba esperar las reacciones del agente allí presente. Éste ni se inmutó, no movió un solo músculo de su cara después de haber escuchado el relato. Así era imposible descifrar qué impresión podría haber causado la experiencia relatada en él o qué pensaba al respecto. Lo único claro era que aquel tipo, y la organización a sus espaldas, estaban al tanto de la existencia de la piedra y no lo ocultaban. Para él hubiera sido realmente fácil reírse de Pimkye para ridiculizarle y poder tildarle de loco, deshaciéndose así de un pequeño problema, pero no se rió, no dijo nada, simplemente se levantó de la silla, miró a un gran espejo en un lateral de la sala y salió de allí cerrando de nuevo la puerta detrás de él. El agente Pete se dirigió a una sala contigua donde tres compañeros suyos, dos agentes y el jefe de grupo, observaron todo lo sucedido. El jefe, como responsable, preguntó a Pete “bueno, tú dirás… qué hacemos con ellos?”
_ Sin duda alguna, jefe, matarlos…_ respondió, impasible.
_ No creo que sean una amenaza, Pete_ intervino uno de sus colegas.
_ No? Son ingenuos, sencillos e inocentes, eso les convierte en la mayor amenaza para esta asociación y para el país!
_ Y desde cuando esos rasgos son una amenaza?_ repitió pregunta su colega.
_ Desde siempre! Un ingenuo pregunta sin reparo alguno a cualquiera que se cruza en su camino, incluso al mismo diablo, sin importarle, por ignorancia claro, el riesgo que pueda correr; un hombre sencillo piensa con sencillez y ése es el principal camino para entender el sistema que nos mantiene en lo alto de la pirámide. Esto no nos conviene; un inocente no tiene nada que perder, es fuerte y seguiría husmeando hasta el final; todo esto combinado en una misma persona es un misil directo a nuestro corazón… Hay que matarlos, jefe, los muertos no meten sus narices en ningún asunto…
_ Y tú John (el cuarto en la sala), qué opinas?_ preguntó el jefe.
_ Yo… …yo estoy con Pete, inyección letal y a Sonora!
_ Bien!_ dijo el hombre al mando_ decidido por dos votos a uno. Dispónganlo todo, ha de hacerse hoy mismo.
Los cuatro tipos salieron de la sala y avanzaron por el pasillo rápidamente para atender con prontitud las órdenes recibidas. Uno de ellos, el agente discrepante, un tal Michael B. mostraba claros signos de pesadumbre. Él había visto lo mismo que los demás, tan solo a tres individuos asustados que habían tenido la mala suerte de toparse con la piedra. Sí, eran perros, pero también personas, matarles era un asesinato en toda regla… Pero ahí estaba Pete y su sed de sangre sin límite y su lacayo John apoyando todo lo que salía de la boca de su amo, más por temor que por otra cosa. Pobres diablos, buscando ayuda se encontraron con la muerte porque nadie que ha sido condenado oficiosamente en la granja ha salido con vida.
En algún otro lugar del monstruoso edificio, el agente Pete Hawks, encargado de dirigir el operativo, solamente tuvo que mirar a uno de sus subordinados para que éste supiera lo que había que hacer. Sí, amigos, en la granja las formas son idénticas que en la mafia, nada de papeles, nada de órdenes por teléfono, todo se hace de palabra o a través de miradas si lo que se está ordenando ya está cocido de antemano. El subordinado, sin cuestionar ni una sola coma de la orden recibida, fue a un departamento cercano y cogió tres jeringuillas llenas de un líquido espeso y amarillento. Podría decir que, para llegar hasta ese departamento, ese chico tuvo que pasar dos controles de seguridad, introducir sus huellas digitales en un artefacto sofisticado anclado en la pared y poner uno de sus ojos en un lector de retinas para abrir la última puerta que daba acceso a la habitación donde se guardaban las jeringuillas aquellas y más de quinientos utensilios, químicos o no, que servían para acabar con la vida de forma silenciosa y sin dejar rastros que el FBI pudiera seguir, pero no fue así. La habitación no estaba vigilada por nadie y, una vez dentro, con abrir un cajón bastaba para tener camino libre al líquido letal. Del mismo modo que uno guarda la ropa interior en un lugar cómodo y accesible de la casa, en la CIA, las “cosas de matar” se guardan en lugares de rápido acceso. Es una cuestión de pragmatismo, lo habitual y cotidiano ha de estar “a mano”…
Con las inyecciones dispuestas e incluso etiquetadas con los nombres “perro I”, “perro II” y “perro III”, se activó el protocolo de operaciones de segundo grado referente a intervenciones con resultado de muerte en las propias dependencias, artículo cuarto, párrafo décimo del reglamento interno, de conocimiento obligatorio para agentes y operarios de la CIA. Esto conllevaba dos hombres fuertes que sujetaran al condenado, dos hombres armados que vigilaran a sus acompañantes, un médico que suministrara la química y cuatro mozos provistos de bolsas de plástico que almacenaran los cuerpos a la espera de traslado. Yo me pregunto por qué se empeñan estos agentes tan secretos y tan eficientes en el arte de matar en hacer las cosas tan difíciles. Digo yo que hubiera sido más fácil que el propio Pete hubiera sacado su pistola y les hubiera pegado un tiro, no? Supongo que actuar de manera tan protocolaria les hace creerse más profesionales. Aún así, sigo pensando que es absurdo comportarse como los malos en las películas de James Bond, que tardan una eternidad en liquidar al bueno narrando sus maléficos planes lo que les hace perder una oportunidad de oro que no volverán a tener. Con tanto reglamento y tanto artículo, la comitiva de la muerte también perdió su oportunidad. Cuando abrieron la puerta de la sala hermética donde se encontraban los elementos peligrosos a eliminar, éstos ya yacían inertes en el suelo.
_ Agente P.! Alguien ha hecho el trabajo por nosotros antes de que llegáramos…_ dijo el médico hablando al reloj que llevaba en su muñeca izquierda.
_ Bueno, el camino no importa, sólo el resultado y es el esperado… Deshaceos de los cuerpos!
Los tres cuerpos, fríos y pálidos, fueron metidos en las bolsas de plástico y llevados al almacén. Una vez allí, habría que activar el protocolo de actuación de tercer grado, traslado de deshechos incómodos a lugar seguro e ilocalizable, artículo quinto, párrafo primero del reglamento, lo que tardaría alrededor de diez minutos, el tiempo necesario para que la orden descendiera por la cadena de mando. Nueve minutos, treinta y ocho segundos, luz verde al traslado. Lo usual era usar el vehículo frigorífico de doble fondo con publicidad de industrias cárnicas “Jones”, un pequeño trayecto hasta el helipuerto secreto a las afueras de Virginia y de ahí, por aire, a Sonora. Se dice que, en unos diez años aproximadamente, ese desierto dejará de ser yermo y pasará, paulatinamente, a ser un bosque debido al numeroso “abono” humano que hay enterrado en su subsuelo, contribución generosa de los servicios secretos americanos y de los narcotraficantes mexicanos.
Todo se desarrolló con minuciosidad justo hasta el momento de descargar la “carne” para pasarla al helicóptero. Fue ahí donde, por caprichos del destino o por torpeza de los mozos, una de las bolsas cayó al suelo rompiéndose la cremallera que la cerraba. El agente John, al mando de ese protocolo por expreso deseo del agente Pete, pudo ver el contenido de la bolsa. Sí, era un muerto_ en la granja guardan muchos_ pero no era el muerto que debía ser. Se comprobaron los otros dos bultos y tampoco coincidían. Sin tiempo que perder, había que informar al mando, “Mr. Pete, tenemos un problema…”.
Una hora antes, la puerta de la sala hermética se había abierto y el agente Michael había cruzado su umbral. Michael B. llevaba años trabajando para los servicios secretos americanos. Desde su ingreso siempre mantuvo la fe en el sistema y en que su empleo servía para proteger el modo de vida americano, hasta que se cruzó con Pete Hawks. Sus métodos sanguinarios no cuadraban con el concepto que Michael B. tenía de seguridad del estado y esto sirvió para que se le cayera la venda de los ojos y pudiera ver con objetividad la realidad de la asociación para la que trabajaba. Ese día, hastiado ya de ver morir a gente, inocente y no inocente, su conciencia dijo “hasta aquí” y decidió actuar conforme a lo que su corazón dictaba, que no era otra cosa que parar los pies a su odiado y despreciado colega, Pete. Así que entró en la sala. Antes se había encargado de las cámaras de seguridad interna. Con premura, explicó a los tres detenidos la situación y les convenció para suministrarles una inyección, otro tipo de inyección, una que quitaba la vida igualmente pero que la devolvía pasados unos minutos, una herramienta diseñada para facilitar la huida de políticos en caso de que se vieran comprometidos por los pesados esos de los defensores de los derechos humanos. Luego salió de allí y fue al almacén donde esperó. Tuvo nueve minutos y treinta y ocho segundos para dar el cambiazo. Para cuando se descubrió el engaño, los chicos ya habían “resucitado” y, vestidos de operarios de la granja, salieron del edificio por la puerta principal sin mirar atrás. En sus cabezas revoloteaba el miedo y unas palabras que su salvador les había dicho antes de dejarles: “Winchester Old Tavern, 10:00 a.m.”.

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