Josh Culberson fue pateado hasta morir. Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado y fue la justificación ideal al odio de un puñado de animales. Ninguno de ellos sabía cómo se llamaba o dónde vivía. Fue ésta la razón por la que no fue ayudado o, quizá, por todo lo contrario, por ser demasiado conocido.
Retrocediendo en el tiempo, llegamos hasta la infancia de Josh. Se puede decir que fue normal, tan sólo sacudida por su prematuro amor por Amy Smith. Contaba doce años y ya amaba como un adulto. No se trataba de querer acariciar la mano de la chica o de acompañarla a casa después de la escuela. Josh soñaba con cosas muy distintas, impropias de su edad y educación. Contactos sexuales, procreación, construir un hogar, era lo que Amy inspiraba al muchacho. Demasiada televisión.
Él siempre creyó que la joven Amy, de trece años, pensaba igual y sentía igual pero, si ya es raro que un preadolescente sienta así, mucho más lo es que dos preadolescentes de la misma ciudad, de la misma escuela, sientan de manera similar. Logicamente, Amy llevaba sus pensamientos y sentimientos por lugares muy lejanos a los de su amigo Josh.
Como cualquier niño, o cualquier treintañero inmaduro enfermo de “peterpanismo”, el chico demostró una gran impaciencia y no pudo, no supo y no quiso acallar sus deseos más arcanos y conformarse con los paseos y el, simplemente, estar juntos en clase. De este modo, una tarde que ensayaban canciones de bandas pop en el garaje, Josh confesó su amor adulto a Amy, esperando que ésta lo entendiera, lo compartiera y lo correspondiera con la misma madurez que él había mostrado. Demasiado esperar era aquello. La chica tuvo miedo. De repente era como si estuviera con su profesor de matemáticas en vez de con su amigo. Quiso irse de allí, pero Josh no la dejó. La agarró con fuerza, la tiró al suelo y abusó de ella haciendo oídos sordos a los alaridos angustiados que la muchacha gritaba, como si fuera un objeto de su propiedad. Una vez hubo terminado y no soportando el llanto amargo y ahogado de su “amada”, la golpeó en la cabeza con una barra de uñas acabando con su vida al instante.
Siendo menor y, por lo tanto, vulnerable, un juzgado determinó que el culpable del delito fue un cantante famoso de Rock y la influencia negativa que tenía sobre los hijos inocentes de las personas decentes. Josh Culberson fue llevado a un centro de menores durante dos años donde no aprendió que su acto fue salvaje sino que jugó al beisbol. Después de aquello, nunca más volvió a la ciudad.
Boston, Massachusets.
En un callejón que salía de Summer St. Estaba el pub de Zack. Era un agujero oscuro condenado al fracaso de no ser por unos miembros de la mafia irlandesa que lo tomaron como “sede” por ofrecerles todo lo que necesitaban: soledad, discreción y la mejor Guiness de todo el estado tirada al modo del viejo Dublín.
Zack era un tipo listo. Sabía lo que tenía en su pub, que con aquella gente debería ver, oír y callar y era justamente lo que hacía. Era como un fantasma en su propia casa, pero no le importaba mientras pagaran las pintas para poder comer.
Una noche de jueves, mientras los muchachos engullían cerveza entre fanfarronadas y tocamientos a dos fulanitas que llevaron, seguramente después de haber hecho alguna visita de cortesía a algún deudor del barrio, sucedió lo que nunca antes había sucedido: se abrió la puerta y entró un cliente no habitual. Que se abriera la puerta de noche no era extraño siempre y cuando quien cruzara su umbral fuera la policía que acudiera allí a recaudar su tajada. Ese jueves no fue la pasma sino un tipo gris, pequeño y calvo. Todas las miradas se clavaron en él como cuchillos, miradas elocuentes que decían “no eres bien recibido…”. Ajeno a la tensión que creció en el local, el tipo gris se sentó en la barra, sonrió a Zack y dijo en un tono muy jovial “eh, amigos! Vaís a negar una buena Guiness a un padre de familia?”
El tendero dejó de secar vasos en el final de la barra cerca de la entrada a la cocina y sirvió una pinta de negra con su trébol dibujado en la espuma, inequívoco mensaje de “ésta y te vas” que el cliente supongo que llegó a entender.
Roony O´Driscoll, uno de los mafiosos, el más curioso de todos los presentes, preguntó al hombre su nombre. Era un pub “familiar” donde se conocía todo el mundo. El hombre gris respondió_ muy previsible…!_ “Josh Culberson”. Zack giró su cabeza y fijó su mirada en los ojos del cliente, apretó los dientes y, lentamente, cogió una escopeta de cañones recortados que guardaba bajo la barra. Anduvo por su lado de la barra hasta la altura del calvo padre de familia Josh Culberson y pegó los cañones a su frente. “Dónde naciste, Josh Culberson?”, preguntó. El hombrecillo gris y pequeño, helado de miedo, respondió balbuceando “de muy lejos de aquí señor… D… Du… Durham, señor… no me haga nada…” El tendero Zack frunció el ceño, se acomodó la escopeta al hombro para que no le hiciera daño con el retroceso y dijo muy despacio “aquí yo soy Zack, pero en realidad me llamo Michael_ más previsible aún_, Michael Smith, hermano de la difunta Amy Smith…”.
O´Driscoll, que ya tenía su automática apuntando a la nuca del tipo de la barra, exigió al barman una explicación, no porque tuviera algún tipo de problema con apretar el gatillo sin más, sino porque le gustaba saber a quién estaba matando y por qué. Zack habló sin quitar su vista de su objetivo y abreviando, violación y muerte de su hermana pequeña. La verdad es que el propietario había sido un buen anfitrión durante años, solícito y discreto, y merecía alguna atención extra por parte de los muchachos, algún favor como agradecimiento a su labor, al menos esto fue lo que pensó O´Driscoll, y si lo pensó él, también lo pensaron sus secuaces. “Déjalo chico, tú no te manches las manos… Esto es cosa nuestra que ya sabemos qué hacer…”
Josh Culberson fue pateado hasta morir. Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado y fue la justificación ideal al odio de un puñado de animales. Ninguno de ellos sabía cómo se llamaba o dónde vivía. Fue ésta la razón por la que no fue ayudado o, quizá, por todo lo contrario, por ser demasiado conocido.
Los nudillos de una mano femenina golpearon la puerta e interrumpieron el sueño convulso del muchacho. “Vamos Josh, levántate!”, gritó la voz desde el otro lado. El chico se incorporó empapado en sudor y nervioso, como si creyera que aún estaba inmerso en la pesadilla que contaminó su descanso. Una vez se ubicó, fue consciente de que aquello era una señal de que estaba llevando demasiado lejos su fijación por su amiga y compañera Amy y se estaba convirtiendo en una obsesión perjudicial que podría empujarle a hacer alguna tontería brutal tal y como la que acaba de soñar, en la que había matado a su amor después de haberla violado y años más tarde fue vengado por su hermano mayor. Josh era un chico frío y calculador, la mezcla maquiavélica de cerebro de adulto en cuerpo de niño. Es por esto que lo que más le agobiaba era el tema de la venganza, no el hecho de hacer daño a la niña, haciendo gala de uno de los rasgos más temibles de los enfermos psíquicos peligrosos en los que jamás ven dolor alguno en ninguno de sus actos pero sí en los de los demás. El niño Josh, como desequilibrado mental que era, entendía como sobredimensionada la respuesta del hermano.
Por miedo a morir, decidió que debería terminar con Amy_ estaba bastante desequilibrado, porque nunca empezó nada_ y que lo mejor para ello era desaparecer, salir de la ciudad, irse a otro lugar y empezar otra vida lejos de amenazas donde poder encontrar alguna muchacha a su mismo nivel de edad mental. También haría todo lo posible para olvidar la pesadilla, tan vívida y detallada que aún temblaba de miedo como si realmente lo hubiera llevado a cabo. Sin embargo se mantuvo sereno y supo que no debía hacer una montaña de aquello, que, después de todo, tan sólo había sido un sueño, un espejismo en su cabeza, aunque hay quién dice que los actos que uno ejecuta en un sueño son actos que también ejecutaría en la realidad, es decir, que la personalidad es la misma tanto dormido como despierto, de ahí viene el dicho “es malo hasta durmiendo…”. De cualquier manera, con la capacidad de hacerlo en la realidad o no, el sueño era algo que solamente él sabía que había tenido lugar y que, por lo tanto, nadie en su casa o en su escuela podrían jamás sospechar absolutamente nada de las cosas que ocupaban su mente. Así, esa misma mañana iría a clase como cualquier otro día y el resto de alumnos, incluida Amy, le mirarían y se comportarían con él con total normalidad. El resto de días hasta que pudiera salir de la cuidad a otra escuela interno y convenciera a sus padres, él también se comportaría con naturalidad, como el chico de doce años que era.
Josh Culberson salió de su casa y fue, como siempre, caminando a la escuela; en el trayecto se encontró con Paul Honey y con Kate Gilly, como siempre, con quienes compartió viaje; llegó a la puerta y, como siempre, esperó la llegada de su amada Amy; cuando llegó la chica, Josh la saludó y la acompañó a la taquilla y a clase, como siempre; antes de ocupar él su pupitre, fue al lavabo a refrescarse y, como siempre, quitarse la excitación que le producía la cercanía de la joven Amy; como siempre, esperaría allí a que comenzaran las clases y poder salir al pasillo vacío lejos de miradas curiosas y posteriores comentarios; como nunca, en el pasillo le esperaban seis muchachos de algún curso superior encabezados por Michael Smith.
A empujones le metieron de nuevo en el lavabo y le acorralaron en una de las esquinas del fondo, lo más alejado posible de la puerta de acceso que permanecía vigilada por una de los mayores. El cabecilla agarró al niño Josh por la pechera y le levantó un pie del suelo. Pegó su frente a la del muchacho y mirándole fijamente a los ojos le dijo “he tenido un sueño… En él, tú hacías algo de escalofrío. Ahora adelantaré acontecimientos y me aseguraré de que ese sueño no se cumpla…”.
Josh Culberson fue pateado hasta morir. Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado y fue la justificación ideal al odio de un puñado de animales. Ninguno de ellos sabía cómo se llamaba o dónde vivía. Fue ésta la razón por la que no fue ayudado o, quizá, por todo lo contrario, por ser demasiado conocido.
Retrocediendo en el tiempo, llegamos hasta la infancia de Josh. Se puede decir que fue normal, tan sólo sacudida por su prematuro amor por Amy Smith. Contaba doce años y ya amaba como un adulto. No se trataba de querer acariciar la mano de la chica o de acompañarla a casa después de la escuela. Josh soñaba con cosas muy distintas, impropias de su edad y educación. Contactos sexuales, procreación, construir un hogar, era lo que Amy inspiraba al muchacho. Demasiada televisión.
Él siempre creyó que la joven Amy, de trece años, pensaba igual y sentía igual pero, si ya es raro que un preadolescente sienta así, mucho más lo es que dos preadolescentes de la misma ciudad, de la misma escuela, sientan de manera similar. Logicamente, Amy llevaba sus pensamientos y sentimientos por lugares muy lejanos a los de su amigo Josh.
Como cualquier niño, o cualquier treintañero inmaduro enfermo de “peterpanismo”, el chico demostró una gran impaciencia y no pudo, no supo y no quiso acallar sus deseos más arcanos y conformarse con los paseos y el, simplemente, estar juntos en clase. De este modo, una tarde que ensayaban canciones de bandas pop en el garaje, Josh confesó su amor adulto a Amy, esperando que ésta lo entendiera, lo compartiera y lo correspondiera con la misma madurez que él había mostrado. Demasiado esperar era aquello. La chica tuvo miedo. De repente era como si estuviera con su profesor de matemáticas en vez de con su amigo. Quiso irse de allí, pero Josh no la dejó. La agarró con fuerza, la tiró al suelo y abusó de ella haciendo oídos sordos a los alaridos angustiados que la muchacha gritaba, como si fuera un objeto de su propiedad. Una vez hubo terminado y no soportando el llanto amargo y ahogado de su “amada”, la golpeó en la cabeza con una barra de uñas acabando con su vida al instante.
Siendo menor y, por lo tanto, vulnerable, un juzgado determinó que el culpable del delito fue un cantante famoso de Rock y la influencia negativa que tenía sobre los hijos inocentes de las personas decentes. Josh Culberson fue llevado a un centro de menores durante dos años donde no aprendió que su acto fue salvaje sino que jugó al beisbol. Después de aquello, nunca más volvió a la ciudad.
Boston, Massachusets.
En un callejón que salía de Summer St. Estaba el pub de Zack. Era un agujero oscuro condenado al fracaso de no ser por unos miembros de la mafia irlandesa que lo tomaron como “sede” por ofrecerles todo lo que necesitaban: soledad, discreción y la mejor Guiness de todo el estado tirada al modo del viejo Dublín.
Zack era un tipo listo. Sabía lo que tenía en su pub, que con aquella gente debería ver, oír y callar y era justamente lo que hacía. Era como un fantasma en su propia casa, pero no le importaba mientras pagaran las pintas para poder comer.
Una noche de jueves, mientras los muchachos engullían cerveza entre fanfarronadas y tocamientos a dos fulanitas que llevaron, seguramente después de haber hecho alguna visita de cortesía a algún deudor del barrio, sucedió lo que nunca antes había sucedido: se abrió la puerta y entró un cliente no habitual. Que se abriera la puerta de noche no era extraño siempre y cuando quien cruzara su umbral fuera la policía que acudiera allí a recaudar su tajada. Ese jueves no fue la pasma sino un tipo gris, pequeño y calvo. Todas las miradas se clavaron en él como cuchillos, miradas elocuentes que decían “no eres bien recibido…”. Ajeno a la tensión que creció en el local, el tipo gris se sentó en la barra, sonrió a Zack y dijo en un tono muy jovial “eh, amigos! Vaís a negar una buena Guiness a un padre de familia?”
El tendero dejó de secar vasos en el final de la barra cerca de la entrada a la cocina y sirvió una pinta de negra con su trébol dibujado en la espuma, inequívoco mensaje de “ésta y te vas” que el cliente supongo que llegó a entender.
Roony O´Driscoll, uno de los mafiosos, el más curioso de todos los presentes, preguntó al hombre su nombre. Era un pub “familiar” donde se conocía todo el mundo. El hombre gris respondió_ muy previsible…!_ “Josh Culberson”. Zack giró su cabeza y fijó su mirada en los ojos del cliente, apretó los dientes y, lentamente, cogió una escopeta de cañones recortados que guardaba bajo la barra. Anduvo por su lado de la barra hasta la altura del calvo padre de familia Josh Culberson y pegó los cañones a su frente. “Dónde naciste, Josh Culberson?”, preguntó. El hombrecillo gris y pequeño, helado de miedo, respondió balbuceando “de muy lejos de aquí señor… D… Du… Durham, señor… no me haga nada…” El tendero Zack frunció el ceño, se acomodó la escopeta al hombro para que no le hiciera daño con el retroceso y dijo muy despacio “aquí yo soy Zack, pero en realidad me llamo Michael_ más previsible aún_, Michael Smith, hermano de la difunta Amy Smith…”.
O´Driscoll, que ya tenía su automática apuntando a la nuca del tipo de la barra, exigió al barman una explicación, no porque tuviera algún tipo de problema con apretar el gatillo sin más, sino porque le gustaba saber a quién estaba matando y por qué. Zack habló sin quitar su vista de su objetivo y abreviando, violación y muerte de su hermana pequeña. La verdad es que el propietario había sido un buen anfitrión durante años, solícito y discreto, y merecía alguna atención extra por parte de los muchachos, algún favor como agradecimiento a su labor, al menos esto fue lo que pensó O´Driscoll, y si lo pensó él, también lo pensaron sus secuaces. “Déjalo chico, tú no te manches las manos… Esto es cosa nuestra que ya sabemos qué hacer…”
Josh Culberson fue pateado hasta morir. Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado y fue la justificación ideal al odio de un puñado de animales. Ninguno de ellos sabía cómo se llamaba o dónde vivía. Fue ésta la razón por la que no fue ayudado o, quizá, por todo lo contrario, por ser demasiado conocido.
Los nudillos de una mano femenina golpearon la puerta e interrumpieron el sueño convulso del muchacho. “Vamos Josh, levántate!”, gritó la voz desde el otro lado. El chico se incorporó empapado en sudor y nervioso, como si creyera que aún estaba inmerso en la pesadilla que contaminó su descanso. Una vez se ubicó, fue consciente de que aquello era una señal de que estaba llevando demasiado lejos su fijación por su amiga y compañera Amy y se estaba convirtiendo en una obsesión perjudicial que podría empujarle a hacer alguna tontería brutal tal y como la que acaba de soñar, en la que había matado a su amor después de haberla violado y años más tarde fue vengado por su hermano mayor. Josh era un chico frío y calculador, la mezcla maquiavélica de cerebro de adulto en cuerpo de niño. Es por esto que lo que más le agobiaba era el tema de la venganza, no el hecho de hacer daño a la niña, haciendo gala de uno de los rasgos más temibles de los enfermos psíquicos peligrosos en los que jamás ven dolor alguno en ninguno de sus actos pero sí en los de los demás. El niño Josh, como desequilibrado mental que era, entendía como sobredimensionada la respuesta del hermano.
Por miedo a morir, decidió que debería terminar con Amy_ estaba bastante desequilibrado, porque nunca empezó nada_ y que lo mejor para ello era desaparecer, salir de la ciudad, irse a otro lugar y empezar otra vida lejos de amenazas donde poder encontrar alguna muchacha a su mismo nivel de edad mental. También haría todo lo posible para olvidar la pesadilla, tan vívida y detallada que aún temblaba de miedo como si realmente lo hubiera llevado a cabo. Sin embargo se mantuvo sereno y supo que no debía hacer una montaña de aquello, que, después de todo, tan sólo había sido un sueño, un espejismo en su cabeza, aunque hay quién dice que los actos que uno ejecuta en un sueño son actos que también ejecutaría en la realidad, es decir, que la personalidad es la misma tanto dormido como despierto, de ahí viene el dicho “es malo hasta durmiendo…”. De cualquier manera, con la capacidad de hacerlo en la realidad o no, el sueño era algo que solamente él sabía que había tenido lugar y que, por lo tanto, nadie en su casa o en su escuela podrían jamás sospechar absolutamente nada de las cosas que ocupaban su mente. Así, esa misma mañana iría a clase como cualquier otro día y el resto de alumnos, incluida Amy, le mirarían y se comportarían con él con total normalidad. El resto de días hasta que pudiera salir de la cuidad a otra escuela interno y convenciera a sus padres, él también se comportaría con naturalidad, como el chico de doce años que era.
Josh Culberson salió de su casa y fue, como siempre, caminando a la escuela; en el trayecto se encontró con Paul Honey y con Kate Gilly, como siempre, con quienes compartió viaje; llegó a la puerta y, como siempre, esperó la llegada de su amada Amy; cuando llegó la chica, Josh la saludó y la acompañó a la taquilla y a clase, como siempre; antes de ocupar él su pupitre, fue al lavabo a refrescarse y, como siempre, quitarse la excitación que le producía la cercanía de la joven Amy; como siempre, esperaría allí a que comenzaran las clases y poder salir al pasillo vacío lejos de miradas curiosas y posteriores comentarios; como nunca, en el pasillo le esperaban seis muchachos de algún curso superior encabezados por Michael Smith.
A empujones le metieron de nuevo en el lavabo y le acorralaron en una de las esquinas del fondo, lo más alejado posible de la puerta de acceso que permanecía vigilada por una de los mayores. El cabecilla agarró al niño Josh por la pechera y le levantó un pie del suelo. Pegó su frente a la del muchacho y mirándole fijamente a los ojos le dijo “he tenido un sueño… En él, tú hacías algo de escalofrío. Ahora adelantaré acontecimientos y me aseguraré de que ese sueño no se cumpla…”.
Josh Culberson fue pateado hasta morir. Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado y fue la justificación ideal al odio de un puñado de animales. Ninguno de ellos sabía cómo se llamaba o dónde vivía. Fue ésta la razón por la que no fue ayudado o, quizá, por todo lo contrario, por ser demasiado conocido.
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