martes, 18 de mayo de 2010

La hora

Corrían las diez de la mañana en el reloj cuando entró por la puerta. Era un tipo alto, moreno, de mirada profunda y manos grandes, vestido con un abrigo negro cruzado que le llegaba hasta los tobillos. Todos en la cafetería se quedaron mirándole fijamente un buen rato, el mismo rato que tardó aquel hombre en avanzar y dejar que la puerta se cerrara detrás de él. Se extendió la sensación de que el hombre en el abrigo negro era alguien conocido, alguien familiar, pero no por ello bien recibido, como uno de esos primos o tíos que se tienen y que viven lejos y que un día aparecen para fanfarronear acerca de sus vidas aventureras llenas de peligros maravillosos que no solo te cuentan sus hazañas sino que, al mismo tiempo, te están diciendo lo desgraciado y pobre que eres. El recién llegado no hizo caso de las miradas y mantuvo sus ojos en el frente, hacia ninguna parte. Avanzó y se sentó en un taburete del final de la barra, al lado de otro tipo que estaba allí y que daba vueltas a la cucharilla de su café con insistencia.
La cafetería era grande y fría, con un gran botellero enfrente de los clientes que les invitaba a consumir los licores que exponía, consiguiéndolo en la mayoría de los casos, cosa que agradecía el dueño del local, el mismo tipo que servía y que barría el suelo cada noche.
El hombre del abrigo permanecía erguido en el taburete, mirando al botellero, en especial a una botella de Justerini and Brooks medio llena, la primera de una fila de botellas iguales. “Ya picó otro encandilado por mi maravilloso botellero…”, pensó el tendero dueño, nada más lejos de la realidad. En un tono bajo y plano, sin llegar nunca a mirar al camarero, el tipo nuevo dijo “café con leche templada en un vaso de cristal, largo de café… Y no tardes Joe…!” Era sorprendente. Aquel hombre nunca había entrado allí y sin embargo conocía el nombre del dueño, algo que verdaderamente le asustó. Quién podría ser? Un inspector de hacienda? Un sicario de la mafia por no pagar el impuesto del capo del barrio? Un detective pagado por su ex mujer? Tembloroso, sirvió el café tal y como había sido ordenado y se fue a su rincón de esperar las peticiones de los clientes, casualmente muy cerca de una pequeña pantalla donde se podía ver lo que grababan las cámaras de seguridad del local, principalmente, la instalada en el lavabo femenino.
El tipo nuevo se sirvió dos cucharadas de azúcar y empezó a dar vueltas al café con la misma velocidad y mismo sentido que su acompañante de barra, siempre mirando al frente, impasible. Como es natural, el tipo de la barra se empezó a poner nervioso, como nerviosos se ponen todos los que son imitados, no se sabe muy bien si por la incomodidad que supone el saberse “no únicos” o por ver lo ridículos que son sus actos cuando los pueden observar desde fuera. Por una razón u otra, o por las dos a la vez, el imitado paró de remover su café y miró a su izquierda buscando una explicación. “Y qué…?”, preguntó con muy malas pulgas a aquel que había venido a interrumpir su cafetero momento de paz. Éste, el hombre de abrigo oscuro hasta los tobillos, bebió un sorbo pequeño, dejó el vaso en el plato y lo agarró con toda la amplitud de su mano aprovechando el calor que despedía para volver a tener movilidad. Con la misma postura, sin mirar a su derecha (ni a su izquierda), en voz baja y muy despacio respondió la pregunta: “Ha llegado la hora… …Sabes de qué te estoy hablando, no?”.
_ Pues no señor, no sé de qué está hablando…
_ De tu hora Garret, tu hora…!
_Pero qué está usted diciendo? Está loco?
_ Por las cosas que he visto debería estarlo, pero no lo estoy. He venido a por ti, para llevarte conmigo…
_ Qué? Llevarme?? Dónde?
_ Al otro lado.
Garret Morrison, el hombre de la barra, comprendió. No se lo tomó muy mal, simplemente respiró hondó y aceptó, como si fuera algo que esperara más o menos pronto a pesar de su no muy madura edad.
_ Y ha de ser ya? No se puede posponer algún tiempo?
_ No, amigo… Eso que llevas dentro avanza rápido y te está comiendo… Qué dijeron los médicos? Tres meses, cinco? Es igual, el tiempo es ahora.
_ Yo confié en mi dios para que me diera algo más de tiempo y sigo confiando, él sabe quién soy y lo que he hecho por Él…
_ Bueno, que sabe quién eres, vale. Que hiciste algo por él, discutible. Que te dará más tiempo, ni hablar! Si estoy aquí ya no hay vuelta atrás…
Los dos hombres permanecieron callados un buen rato, el uno al lado del otro, ajenos al resto de gente del local, que seguían con sus murmullos o leyendo la prensa. En el final de la barra se podía cortar la tensión con cuchillo. Los latidos de Garret casi se escuchaban, graves, acelerados, tan solo atenuados por el leve sonido que hacía el misterioso hombre del abrigo negro con la cucharilla en el vaso. Removía el café con clase, elegantemente, como si fuera un experto en protocolos ingleses en los que es de muy mal gusto golpear la porcelana con las herramientas en las comidas, cenas o meriendas. Mantenía un ritmo uniforme con la cabeza de la cucharilla en el fondo del vaso, imitando el movimiento necesario para batir un par de huevos. En cada giro, un único “clin”, giro “clin”, giro “clin”, giro “clin”, “clin”, “clin”, “clin”, “clin”… Garret Morrison se estaba poniendo nervioso. Parecía como si estuviera rezando con su mano agarrando una pequeña virgen de oro que llevaba al cuello, sin duda alguna, pidiéndole a su querido dios que le librara de aquel trago, al menos ese día y como es normal cuando necesita estar concentrado, el “clin, clin” le sacaba de sus casillas.
_ Por favor, basta ya!!
_ Basta? El qué?
_ El ruido, me molesta…
_ Mira, rezar no te va a servir de nada… En cambio, podrías seguir bebiendo tu último café… Es bueno!
_ Ok, ok…! Y dime, dolerá?
_ Dolerá, dolerá… Siempre preocupados por el dolor físico, como si fuera lo peor que existe… Cuando veas donde te voy a llevar desearás mil latigazos en la espalda, créeme…
_ En el paraíso? En la divina y santa presencia de dios? Me espera el descanso eterno, por eso puedo mantener la compostura.
_ Cómo? La presencia de quién? No, amigo, no, te estás equivocando. En mi lista pone que tú vas a otro lugar, nada de descanso y paz y todo eso…
_ No puede ser! Yo soy un siervo suyo, me he ganado el cielo!
_ Y desde cuando el cielo se gana? El cielo está ahí y uno va si cree…
_ Yo creo, yo creo…! Dios sabe que creo!
_ Amigo, a hipocresía no te gana nadie… Creer conlleva actuar en consecuencia. De nada sirve decir que se cree si lo que se hace dice lo contrario. Tu muerte se adelanta porque es hora de sufrir un poco. El cáncer terminará con tu cuerpo, pero lo que inclina la balanza hacia un lado o a otro, hacia el cielo o el infierno, son tus actos. Causa y efecto, matemática pura, hago esto y consigo esto, hago aquello y consigo aquello. Por lo que sé, y es bastante, infierno es lo que hay para ti…
_ No, no puede ser, por aquello de los bonos a plazo fijo…? No es para tanto, no hice mal alguno… Hay miles de personas haciéndolo continuamente y no les sucede esto, por qué a mí?
_ Por qué, por qué? La famosa pregunta del hombre cuando se ve al borde del abismo. Hay un por qué, naturalmente, y tú lo sabes…
_ No lo sé! Sólo pequé en esa inversión que te he dicho!
_ Vaya, vaya…! El señor Garret Morrison solamente pecó una vez… Un santo! Te aconsejo que no juegues conmigo al ignorante inconsciente o el tránsito será duro para ti. Busca en tu interior, en algún rincón escondido de tu cabecita, en lo más profundo de tu corazoncito… Ahí está el por qué…
El hombre agachó su cabeza y comenzó a sudar. Su cerebro procesaba datos rápidamente, buscando alguna respuesta, alguna situación, cualquier cosa que fuera el terrible por qué que le condenaba al fuego eterno. Miró al botellero y pensó que necesitaría una ayuda, ayuda que le proporcionaría la botella de vodka Absolut. Después de engullir un par de tragos largos y con la garganta bien caliente, decidió hacer un pequeño balance de su vida adulta_ a pesar de lo que algunos mantienen, de niño no se peca_ para dar con lo que buscaba. Era claro, cristalino, que algo debería haber ya que uno no busca si está convencido de que no hay nada y este no era el caso de Garret. Repasó su juventud y su madurez aún vigente y encontró nada más que asuntos veniales, al menos para él: el ya citado tema de los bonos, una inversión fraudulenta en la que vio cómo aumentaba su capital privado; o aquel tema de la ayuda a ese político amigo suyo que llegó a ostentar un cargo público y más tarde devolvió el favor con informaciones privilegiadas; o el asunto un tanto oscuro de las grabaciones domésticas en probadores de tiendas de ropa, pero aquello fue mucho antes de ingresar y las mujeres nunca supieron que eran grabadas, con lo que si no hay conocimiento, no hay daño… Claro que había temas y situaciones pecaminosas, pero no como para tener que ir al infierno por toda la eternidad. Eran asuntos totalmente normales, de persona normal que lleva una vida rutinaria en un mundo lleno de lobos y en el que hay que hacer, de vez en cuando, alguna cosilla para poder darse un capricho… Seguía pensando que era injusto. Había banqueros, políticos, predicadores, robando continuamente a todo el mundo, destrozando vidas y familias y no les ocurría nada parecido a aquello. Todo lo contrario, eran felices, famosos, y vivían cien años teniendo la oportunidad de conocer a sus nietos y verles crecer… No era posible que dios se comportara así con él, que le tratara con tanta dureza cuando él había empleado muchos años en su obra…
_ No le des más vueltas, amigo… La autocompasión nunca salvó a nadie de nada y es un error… En tu caso, no sólo es un error sino que además es una herejía… Buscas y buscas y no encuentras… Es porque buscas mal, dando por sentado que eres inocente, puro, limpio de corazón… Te ayudaré un poco, ok? Mírame!
Garret Morrison giró su cabeza hacia su izquierda y miró fijamente los ojos del tipo con abrigo negro hasta los tobillos. Inmediatamente después sintió cómo su corazón se encogía, como si se secara y se convirtiera en una uva pasa, arrugada y deshidratada. Un millón de agujas pincharon su pecho obligando al hombre a soltar la virgen de su pecho e intentar sujetar su corazón, gesto éste que repiten todos aquellos que sienten aproximarse un infarto y que, sin resultados como es obvio, pretenden parar así lo inevitable desde fuera. El dolor era intenso y profundo. Oprimía sus pulmones dificultándole la respiración y Garret intuyó que era el momento del viaje, que ya partía el tren, pero lejos de ser el principio del fin, ninguno de sus órganos vitales sufrió daño alguno, ya que no eran causas reales de muerte sino sensaciones, sentimientos que ese hombre del abrigo quería que Garret sintiera y que produjo con su mirada fría.
_ Vas entendiendo, amigo? Te ayuda esto a recordar? El miedo, la angustia, el dolor, el ahogo… No te resultan familiares…?
La memoria humana es algo extraordinario o lo hacemos extraordinario. Recordamos todo lo bueno y parte de lo malo, la parte correspondiente al mal que nos hacen, pero raras veces recordamos aquel mal que nosotros hacemos a los demás. Éste lo guardamos en el último cajón de nuestra cabeza, en el más recóndito e inaccesible para que, con el tiempo, parezca que nunca se produjo y poder decir así, con la cabeza bien alta, eso de “yo no, nunca hice daño a nadie”. Pero no es cierto, aunque nos empeñemos en ello. Hacemos daño, directa o indirectamente, consciente o inconscientemente, y el dolor para el que lo sufre es el mismo de una manera o de otra. Es solamente bajo presiones externas cuando reconocemos que hicimos daño y a quién, cuando movemos mil cajas en nuestros trasteros mentales y desempolvamos las viejas cajas del fondo. Garret fue presionado con ese fin. Era necesario que abriera sus cajas viejas y que mirara en su interior para dar con el por qué de su destino, habida cuenta de que no lo haría nunca por su propia voluntad. Y la presión dio resultado. El hombre comprendió. Las sensaciones físicas que sentía tuvieron caras, tuvieron lugar y fecha en el calendario, fueron ubicadas en algún lugar de su vida rellenando huecos que, deliberadamente, fueron vaciados en el pasado. Encontró un porque para el por qué.
_ Ya! Ya lo viste, eh? Eso es por lo que irás al puto infierno, eso y no lo del dinero… Pero quiero algo más, esto sí que te lo has ganado por hipócrita… Quiero que confieses, quiero que me lo cuentes en voz alta… No te gusta tanto la confesión? Pues confiesa ahora, padre Morrison!
Garret Morrison, sacerdote desde hace veinte años, dejó caer dos lágrimas de sus ojos enrojecidos. Sacó fuerzas de algún lado, supongo que del vodka, y habló, balbuceando, con la voz entre cortada, sin levantar su mirada del suelo.
_ Sí… …yo, el padre Morrison… …Usé el confesionario pa… …para dar rienda suelta a mis… …a mis… …depravaciones. Hace años, cuando aún los feligreses eran muchos y muchas mujeres piadosas venían a confesar, yo usé sus secretos y las… …las chantajeé para conseguir sus… …sus… …favores sexuales… Tuve que, tuve que… …. La señora White y Patricia Malltoe se revelaron, dejaron de temer que sus pecados se supieran… Tuve que matarlas… Años después, con la iglesia casi vacía, desvié mi atención a los niños del orfanato… Ab… abus… abusé de muchos… los pegué… …los pen… …penetré… a uno de ellos lo mat…
El hombre se derrumbó y rompió a llorar como un crio. De repente, el sufrimiento de todas esas mujeres y de los niños cayó sobre él hundiéndole en la miseria sin escapatoria posible.
_ Sabes? Soy la muerte y mi aspecto habitual deja mucho que desear, pero lo tuyo, lo tuyo da verdadero asco, no sólo por ser un cerdo nauseabundo, también porque para ti los temas de dinero son más importantes que las personas, como todos los religiosos… De verdad pensaste que tus pecados eran los putos bonos antes que violar a mujeres y a niños? De verdad pensaste que Dios te abriría el paraíso después de haber hecho lo que hiciste? Dios santo! Y todavía hablabas de injusticia…
_ Por favor, acaba ya con esto…
_ Acabar? No ha hecho más que comenzar… Multiplica por un millón lo que sientes ahora y será lo que sentirás toda la eternidad, amigo… Apuesto que prefieres ahora esos mil latigazos?
El hombre del abrigo terminó su café, encendió un cigarro_ el café sin tabaco no es nada_ y sopló en el oído del hundido Garret, que cayó al suelo desde el taburete, desplomado, como un saco de patatas, provocando un estruendo que hizo estremecer al resto de clientes del bar. Todos allí clavaron sus miradas en el hombre de negro y sintieron el miedo que despedía volando por encima de sus cabezas. Se levantó, estiró su abrigo negro hasta los tobillos, colocó las mangas ajustándolas a sus muñecas y caminó hasta la puerta provocando que todas la cabezas le siguieran. Llegó a la puerta, agarró el pomo con su mano derecha y lo giró. Antes de abrir se paró y levantó su cabeza como si hubiera olvidado algo. “Joe!”, dijo sin apartar su mirada de la puerta, “buen café… …y quién de ustedes es Paul Winston?”. Un tipo gordo que estaba sentado a una mesita levantó su mano con mucho miedo.
_ Muy bien! Paul, mañana te veo. Yo estaré aquí, me gusta el local. Si no vienes, da igual, te encontraré, así que, por favor, ahórrame tiempo y ven.
Paul Winston palideció y su corazón se aceleró como un reactor en el despegue aumentando las pulsaciones a un número que rozaba lo inhumano. Al borde del colapso, Paul intentó levantarse y llamar a un médico, pero no hizo falta, ya que el hombre del abrigo negro, la mismísima muerte, puso su mano en el pecho del gordo y dijo “he dicho que mañana… …hoy estate tranquilo… …Estén todos tranquilos, ninguno de ustedes tiene hoy cita conmigo, pero llegará… les aseguro que llegará…”

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