La ruta en bicicleta es mucho mejor. Paseando, sin dar muchos pedales salvo si el camino se empina, se avanza el doble que andando y si te cansas, puedes dejar de mover las piernas y sigues avanzando. Horatio pensó que bien podría haber hurtado una de esas muchos antes, en Magnolia por ejemplo. La de cansancio que se hubiera ahorrado. Pero lo hecho y vivido, hecho y vivido está y no hay que darle más vueltas. Solamente importaba el ahora, el presente con su máquina a pleno rendimiento. Ya no tendría que parar y entrar en el siguiente pueblo que encontrara sino que podría elegir dónde se paraba. Todo dependía del nombre del lugar, de si le gustaba o no, o si le daba buenas sensaciones o no. Saltville, no, que suena a salado y con la sed que tenía solo el hecho de pensar en sal le ponía de los nervios; Honaker, tampoco porque no y punto. Bueno, si acaso de noche, cuando nadie le viera, para buscar algo de comer y beber; War, ni loco. Dios mio, cómo puede llamarse un pueblo War…!; Gary, no, no, nada, ahí no entró. Le recordó a Gary Cooper, al que siempre tuvo mucha manía, quizá porque su esposa estaba locamente enamorada de él cuando eran novios y Horatio tenía celos; Pocahontas, en el que entró para aprovisionarse. Pensó si el pueblo se llamaría así por la muchacha de la leyenda. Tal vez no, quién sabe. Quizá la zona fuera la que se llamaba así de antes y el cuento popular nombrara a la india porque se producieran allí los hechos. Tampoco es que le importara mucho , era mera curiosidad. De haberle importado, supongo yo que habría preguntado a algún habitante para salir de dudas, pero no lo hizo. Buscó en sus basuras y siguió su camino con su bicicleta. Ahora que sabía dónde conseguir alimento gracias a Harry y que tenía medio de transporte gratis, no necesitaba a nadie, excepto para charlar y escuchar relatos; Oakvale, aquí tampoco, mucho mejor el siguiente, Peterstown, que vio en un cartel; Peterstown, ahí, le gustó el nombre, la ciudad de Peter. Se preguntó si existiría el tal Peter y si sería el dueño de todo aquello. En tal caso, no querría conocerle porque, de existir, seguro que se enojaría al ver a Horatio hurgar en su basura y exigiría algún tipo de canon a cambio. Los señores y dueños de las cosas grandes, mejor tenerlos siempre lejos porque suelen ser prepotentes y engreídos y tienden a pensar que como ya son propietarios de algo bueno también los son de todo cuanto les rodea, incluidas las personas, y es inevitable tener un conflicto con ellos. Esto ya lo sabía bien Horatio, que ya tuvo que sufrir a su jefe durante años, que pensaba que como le pagaba un sueldo, su empleado estaba allí para lo que él le pidiera, algo que Horatio nunca aceptó y le llevó a tener más de un altercado verbal con la dirección. Suerte que la mayoría de las veces, sus compañeros estuvieron a su lado y pudieron hacer fuerza juntos, aunque fuera bajo la amenaza constante de ser tildados de comunistas. La dirección nunca lo hizo, llamarles comunistas digo. De haberlo hecho, Horatio hubiera tenido que salir del estado. Pero bueno, en Petrestown no hablaría con Peter y con eso todo arreglado. También buscaría en las basuras de noche porque tan temible podía ser Peter como cualquiera de sus lacayos, ya que donde hay señores, siempre hay siervos y éstos son peores que sus amos en su afán por agradarlos y con la esperanza de heredar en algún momento el puesto deseado de lugarteniente.
Horatio y su bicicleta entraron por la calle principal de Peterstown. La gente le miraba. Él, tranquilo y contento, se sentó en un banco a descansar un poco, ajeno a todo cuanto estaba a su alrededor. Miró al cielo, respiró aire fresco y sonrió. Lo tenía todo. Un coche se paró delante de él, un coche patrulla. Un agente gordo se bajó, se acercó al hombre. Sacó un papel del bolsillo y preguntó “Horatio Beetle?” El hombre, sorprendido y asustado, respondió afirmativamente. “Queda usted detenido por el asalto a la sucursal bancaria de Oakvale. Tiene derecho a permanecer en silencio, todo lo que diga puede ser utilizado en su contra. Tiene derecho a un abogado…”
La celda era pequeña. Estaba limpia y era luminosa para ser una celda, pero era fría y eso hacía que se estuviera allí dentro peor de lo que se supone. Unos cuantos días fuera de casa y ya acumulaba dos delitos. Qué podría haber pasado? Cómo se relaciona a un hombre en bicicleta con un atraco a un banco rural? El hecho de que la policía de Peterstown tuviera en su poder un papel escrito con recortes de periódicos en el que se podía leer “Soy Horatio Beetle y esta es mi bici… vacíe la caja en mi bolsa” simplificaba mucho las cosas. Al parecer, un sujeto entró en la sucursal, entregó el papel al cajero, vació la caja y se marchó dejando allí la nota. Pero era imposible! Horatio no llegó a entrar en Oakvale salvo de noche, cuando todo estaba cerrado.
_Agente, agente!! Ha habido un error…! Yo soy un ciudadano decente…!
_ Sí, sí, un error… Todos decís lo mismo cuando estáis aquí…
Al no tener abogado_ una temeridad en los Estados Unidos_ y estar, curiosamente, ausentes todos los de oficio, la policía dio por buena la opción de que el supuesto atracador se defendería a sí mismo, por lo que iba siendo informado puntualmente de todos y cada uno de los detalles de la investigación. Horatio pudo saber que usó un revolver que nunca llegó a sacar de su cinturón, que se llevó unos doce mil trescientos dólares entre billetes y calderilla y que, de todos los que estaban en la sucursal, tan solo una anciana, dio una descripción del delincuente. La abuela, suponiendo que fuera abuela lo que es más que probable siendo una anciana, vio a un tipo alto, moreno, con barba espesa y desarreglada y una uñas muy sucias… Qué hijo de puta!! Harry H. Bell!!! Ese malnacido utilizó al bueno de Horatio Beetle y era casi seguro que llevaba tiempo practicando lo mismo con otros incautos que hubieran tenido la mala fortuna de cruzarse en su camino.
_ Agente!! Agente Dole!! Han de buscar a Harry H. Bell! Harry Harry Bell! Ha sido él! Él robó ese banco y me incriminó a mí! Él responde a la descripción de la anciana…!!
A la velocidad del rayo para un poli del sur, esto es, como un anciano artrítico que anda con muletas, el agente Dole buscó en las archivos el nombre. Tommy Dole era un buen hombre, no era uno de esos policías que juegan a ser dios y para los cuales todos son delincuentes hasta que se demuestre lo contrario. Algo en su interior le decía que el hombre que ocupaba la única celda de Peterstown era inocente, al menos de aquel atraco, así que se esmeró algo más de lo habitual en sus pesquisas sobre el tal Harry. Levantó el teléfono_ arduo trabajo_ y realizó algunas llamadas. Al cabo de dos días y después de recibir un par de faxes, el agente Dole paró de buscar. “Eh.. Horatio!!”, le dijo, “tu Harry H. Bell está muerto! Falleció hace doce años en Illinois!” Horatio escuchó esas palabras como si estuviera escuchando su sentencia de muerte, peor aún, como si estuviera escuchando su sentencia a diez años en Folsom donde se convertiría en la gatita cachonda de un vicioso tatuado y salvaje. Aquel cabrón no había mentido o sí había mentido usando el nombre de un muerto real para no ser reconocido nunca. De una manera o de otra, había metido a Horatio en un lío tremendo, de esos que no se deshacen con pedir disculpas o pagar una multa.
Pasaron quince días. Encarcelado, humillado, pero con cama y tres comidas al día a costa del tío Sam. El agente Dole acudía todos los días a charlar con él. Le contó muchas cosas sobre él y sobre los habitantes de Peterstown, dejando muy claro que el tal Peter, el dueño de la ciudad, no existía, como era normal. Eran curiosidades muy interesantes pero no lo suficiente como para que el hombre en la celda se olvidara de su amiguito vicioso, tatuado y salvaje de Folsom. Por las noches rezaba para que Dios obrara un milagro y le sacara de allí o para que, en el peor de los casos y si era su Voluntad que ingresara en prisión, el vicioso tatuado y salvaje no fuera como el joven Leroy, ni en proporciones ni en aguante.
Una de las noches de aquellas quince, se levantó un viento poco habitual en la zona. Hizo que cayeran un par de farolas, mal instaladas, por supuesto, por su carácter público, y que alguna cerca de un jardín desapareciera. Pero esto es lo de menos, el caso es que ese viento subió y subió llevando hasta las mismitas orejitas de Dios la plegaria del detenido. Como es lógico, no estoy nada seguro de que fuera así, pero tuvo que ocurrir algo parecido, porque, un día cualquiera, sin que nadie le llamara, se presentó en la comisaría de Peterstown el señor X.
Traje negro, Ray Ban de espejo y una mandíbula que bien podría haber dibujado Stan Lee, ése era el señor X. Dijo que venía de un departamento dependiente directamente de la CIA, que alguien había hecho algunas llamadas pronunciando el nombre de Harry H. Bell y que, en algún lugar secreto del país, en un panel lleno de lucecitas, se había encendido un piloto rojo. Sin ponerse nervioso, echó al agente Dole de su comisaría quedándose a solas con el supuesto atracador. Agarró un silla, se sentó delante de él pero fuera de la celda, claro, sacó una libreta y un bolígrafo y dijo “hablemos”. Horatio respondió con todo lujo de detalles las preguntas que el señor X iba formulando, a los enviados de Dios, porque eso era lo que Horatio creía, había que tratarles con el mejor talante, aunque el dios que enviaba a ese X, más que un dios, era un demonio, habida cuenta de que, si estaba allí era porque todo lo que Harry dijo fue verdad y que era probable que hubiera sido él, ese tal X, el brazo ejecutor de la orden de acabar con la vida de la esposa y de las hijas. Fuera como fuese, el de dentro de la celda no entró a juzgarle y se agarró a él como a un clavo ardiendo. Tres horas más tarde, el señor X tenía tres hojas de su libreta llenas de datos y un retrato robot del aspecto que podría tener en esos momentos el maldito Harry. De no haber sido sicario de la CIA, el señor X bien podría haberse dedicado al arte porque el retrato era realmente bueno.
“Hay que esperar”, le decía todos los días el agente Dole a Horatio desde que el hombre de negro saliera de la comisaría. Se contaban ya cinco días desde aquello y no había nada nuevo que celebrar o que lamentar. Un tiempo después, llegó la citación para el juicio. Era la primera vez en la historia de la justicia americana que se celebraría un juicio rápido. Dios da y Dios quita… …a veces quita más de lo que da, porque el juez que presidía la sala era el honorable juez Rossmond. Dois santo!! El marido cornudo!! Pero no podía ser… estaba en West Virginia y el cornudo marido de la loca ninfómana sólo tenía jurisdicción en Carolina… Por suerte, aquí Dios volvió a dar y el juez Rossmond de West Virginia era un hermano del juez Rossmond de Carolina, lo que no quita para que supiera lo de la violación de la esposa de su hermano, pero ya que Dios dio, dio al completo, y no lo sabía, o sí lo sabía pero le daba igual porque sabía que su cuñada era una enferma a la que él mismo se cepilló, repetidas veces en el cuarto de la limpieza, una noche en la que celebraban una cena en honor del hijo del Rossmond de Carolina porque se había doctorado en Leyes.
Sabiéndolo o no, Austin Rossmond no dejaba de ser un juez delante de un atracador casi confeso y eso le convertía en igualmente temible. Desde el principio estaba dispuesto a enchironarle. Todo apuntaba a que Horatio Beetle fue el autor y lo único a su favor, el testimonio de la anciana, fue desechado, no por maldad del jurado, sino porque la abuela, que seguimos sin saber si era realmente abuela, gastaba gafas de culo de botella y no pudo ver con claridad nada durante el atraco en el banco y tampoco pudo ver nada en la sala de la corte donde chocó, dos veces, con el estrado.
Un hombrecillo gris del jurado se levantó y entregó un papel doblado por la mitad al juez. Éste lo abrió, lo leyó y se lo devolvió al hombrecillo gris. “En pie!”, gritó otro tipo que estaba al lado del juez vestido de uniforme. De repente, otro hombre_ en el sur siempre son hombres, las mujeres cocinan y hacen caridad_ cruzó corriendo la sala, se acercó al juez Rossmond de West Virginia zafándose del hombre del uniforme que intentó placarle y le susurró algo al oído. El juez le miró, puso cara de pocos amigos y, con resignación, dijo entre dientes “estos yankees siempre entrometiéndose…”. Acto seguido, golpeó con su martillo de madera en el estrado. “Horatio Beetle, queda usted en libertad sin cargos”.
El hombre recién liberado no esperó a las palmaditas en la espalda, ni a los comentarios de la audiencia o a los flashes de las cámaras de los reporteros de “Peterstown Herald” y de “Peterstown Journalist”. Salió corriendo de la corte como alma que lleva el diablo, fue a la comisaría, agarró su bicicleta, que no era suya, pero como si lo fuera, y pedaleó al máximo ritmo que le permitía su corazón. No se paró a preguntar por el señor X o por lo que le habría sucedido a Harry, que, por otra parte, era obvio. No le importaba nada excepto salir de aquel pueblo lo antes posible. Ni siquiera se despidió de Tommy Dole, una pena, pero así fue…
A toda velocidad, sumando sus pedaladas y la inercia de una cuesta abajo, cruzó un pequeño bosque sin reparar en lo bonito que era. Siguió corriendo, cruzó Union y se metió de lleno en el Bosque Nacional Jefferson. Muy cansado, paró y se sentó en una roca. Era maravilloso aquel bosque, normal que lo hubieran nombrado parque natural protegido, porque algo tan excepcional como eso hay que cuidarlo de la “asfaltización”. Se respiraba paz en su más amplio sentido, una paz reconstituyente. Qué bien y qué tranquilos debieron vivir allí los indios americanos antes de que llegara la “civilización” a romperles las pelotas!! La brisa bañaba su pelo y el silencio era intenso, tan solo roto por el ruido de las hojas al chocar unas con otras y por el canto de los pájaros. Sintió algo parecido a un susurro y notó la presencia de alguien allí cerca de él. Giró su cabeza y vio un tronco hueco que aún se mantenía erguido. Era como si ese tronco le estuviera llamando con la música que se producía por el pasar del viento entre sus agujeros. Horatio se levantó, se acercó al tronco, puso una mano sobre él y rápidamente supo lo que allí estaba sucediendo.
_ Eres Tú, verdad??_ dijo, tembloroso_ “toda la vida buscándote en iglesias y resulta que te encuentro en el lugar más insospechado… Supongo que no se trata de que yo te busque sino de que Tú quieras ser encontrado… A tu alrededor todo es paz y armonía y no me siento nada ridículo hablando con un tronco. Tú ya lo sabes, pero quiero decirte que siempre he intentado ser un buen hombre, que he querido y quiero a los míos y que me esforzado por querer también a los que no eran míos. Estoy aquí en este parque y no sé por qué, Salí de casa aquella noche y aún no sé para qué, pero salí, y he descubierto muchas cosas en este viaje. Siempre pensé que vivía en un lugar seguro y bueno, pero he descubierto que es peor que todos esos sitios que nos dijeron eran malísimos y todo porque aquí nos creemos poseedores de tu salvación, elegidos por Ti… Estoy convencido de que si volvieras a ser humano y vinieras a los Estados Unidos, te crucificaríamos de nuevo… …por comunista seguramente… Quiero agradecerte la vida que me regalaste. Ha sido una vida plena: me casé, tuve hijos, tuve amigos… pero creo que ya no quiero más. En estos días he conocido, cara a cara, el egoísmo y la indiferencia y puede que hagan que germine en mí algo que nunca hubo como el odio y no quiero nada de eso. Quiero sentir esta paz y esta libertad por toda la eternidad, así que, Señor Jesús, llévame contigo!
Sabes? Ahora sé muchas cosas que no sabía y que sembrarán sin duda alguna la intranquilidad en mí: Sé que nadie es lo que parece, que los decentes y rectos esconden hipocresía y depravación, que muchos buenos sufren por causa de las reglas interesadas de unos pocos malos, sé que la vida que diste no vale nada frente al maldito dinero, que la palabra o los sentimientos del corazón no significan nada… … sé que el sexo por el sexo, sin amor ni sentimiento, te vacía y deshumaniza… Y sí, sentí placer con aquella mujer, no lo niego, pero también sentí la irracionalidad correr por mi cuerpo. Ahora sé que todo es por y para el dinero, que éste mueve el mundo, un mundo que excluye a personas maduras como yo…
Y qué decir de mi esposa…! Mi esposa, la dulce y buena Sarah… Dios santo, pero si conmigo parece la abuela de Caperucita Roja…! No podría seguir viviendo con ella, no podría mirarle a los ojos… Ahora sé que tiene un Leroy, Mike el jardinero, que viene a casa todos los martes y jueves tan solo cuando yo no estoy… ….ahora ato cabos… No quiero vivir en un mundo así, en un lugar donde a mis cincuenta y pocos años he de esconderme para tomarme un trago de bourbon, donde hay que fingir felicidad para poder relacionarte socialmente, donde se desprecia al desconocido… No quiero vivir en un mundo lleno de hipocresía y de miedo… Señor Jesús, llévame ahora contigo, líbrame de este infierno que hemos creado, líbrame de vivir entre hienas… …”
Horatio se tumbó en el suelo a los pies de su tronco y cerró los ojos. La brisa volvió a soplar suavemente y, acariciando su cara, se llevó su alma, dejando un cuerpo inerte con una sonrisa dibujada en su rostro.
Horatio y su bicicleta entraron por la calle principal de Peterstown. La gente le miraba. Él, tranquilo y contento, se sentó en un banco a descansar un poco, ajeno a todo cuanto estaba a su alrededor. Miró al cielo, respiró aire fresco y sonrió. Lo tenía todo. Un coche se paró delante de él, un coche patrulla. Un agente gordo se bajó, se acercó al hombre. Sacó un papel del bolsillo y preguntó “Horatio Beetle?” El hombre, sorprendido y asustado, respondió afirmativamente. “Queda usted detenido por el asalto a la sucursal bancaria de Oakvale. Tiene derecho a permanecer en silencio, todo lo que diga puede ser utilizado en su contra. Tiene derecho a un abogado…”
La celda era pequeña. Estaba limpia y era luminosa para ser una celda, pero era fría y eso hacía que se estuviera allí dentro peor de lo que se supone. Unos cuantos días fuera de casa y ya acumulaba dos delitos. Qué podría haber pasado? Cómo se relaciona a un hombre en bicicleta con un atraco a un banco rural? El hecho de que la policía de Peterstown tuviera en su poder un papel escrito con recortes de periódicos en el que se podía leer “Soy Horatio Beetle y esta es mi bici… vacíe la caja en mi bolsa” simplificaba mucho las cosas. Al parecer, un sujeto entró en la sucursal, entregó el papel al cajero, vació la caja y se marchó dejando allí la nota. Pero era imposible! Horatio no llegó a entrar en Oakvale salvo de noche, cuando todo estaba cerrado.
_Agente, agente!! Ha habido un error…! Yo soy un ciudadano decente…!
_ Sí, sí, un error… Todos decís lo mismo cuando estáis aquí…
Al no tener abogado_ una temeridad en los Estados Unidos_ y estar, curiosamente, ausentes todos los de oficio, la policía dio por buena la opción de que el supuesto atracador se defendería a sí mismo, por lo que iba siendo informado puntualmente de todos y cada uno de los detalles de la investigación. Horatio pudo saber que usó un revolver que nunca llegó a sacar de su cinturón, que se llevó unos doce mil trescientos dólares entre billetes y calderilla y que, de todos los que estaban en la sucursal, tan solo una anciana, dio una descripción del delincuente. La abuela, suponiendo que fuera abuela lo que es más que probable siendo una anciana, vio a un tipo alto, moreno, con barba espesa y desarreglada y una uñas muy sucias… Qué hijo de puta!! Harry H. Bell!!! Ese malnacido utilizó al bueno de Horatio Beetle y era casi seguro que llevaba tiempo practicando lo mismo con otros incautos que hubieran tenido la mala fortuna de cruzarse en su camino.
_ Agente!! Agente Dole!! Han de buscar a Harry H. Bell! Harry Harry Bell! Ha sido él! Él robó ese banco y me incriminó a mí! Él responde a la descripción de la anciana…!!
A la velocidad del rayo para un poli del sur, esto es, como un anciano artrítico que anda con muletas, el agente Dole buscó en las archivos el nombre. Tommy Dole era un buen hombre, no era uno de esos policías que juegan a ser dios y para los cuales todos son delincuentes hasta que se demuestre lo contrario. Algo en su interior le decía que el hombre que ocupaba la única celda de Peterstown era inocente, al menos de aquel atraco, así que se esmeró algo más de lo habitual en sus pesquisas sobre el tal Harry. Levantó el teléfono_ arduo trabajo_ y realizó algunas llamadas. Al cabo de dos días y después de recibir un par de faxes, el agente Dole paró de buscar. “Eh.. Horatio!!”, le dijo, “tu Harry H. Bell está muerto! Falleció hace doce años en Illinois!” Horatio escuchó esas palabras como si estuviera escuchando su sentencia de muerte, peor aún, como si estuviera escuchando su sentencia a diez años en Folsom donde se convertiría en la gatita cachonda de un vicioso tatuado y salvaje. Aquel cabrón no había mentido o sí había mentido usando el nombre de un muerto real para no ser reconocido nunca. De una manera o de otra, había metido a Horatio en un lío tremendo, de esos que no se deshacen con pedir disculpas o pagar una multa.
Pasaron quince días. Encarcelado, humillado, pero con cama y tres comidas al día a costa del tío Sam. El agente Dole acudía todos los días a charlar con él. Le contó muchas cosas sobre él y sobre los habitantes de Peterstown, dejando muy claro que el tal Peter, el dueño de la ciudad, no existía, como era normal. Eran curiosidades muy interesantes pero no lo suficiente como para que el hombre en la celda se olvidara de su amiguito vicioso, tatuado y salvaje de Folsom. Por las noches rezaba para que Dios obrara un milagro y le sacara de allí o para que, en el peor de los casos y si era su Voluntad que ingresara en prisión, el vicioso tatuado y salvaje no fuera como el joven Leroy, ni en proporciones ni en aguante.
Una de las noches de aquellas quince, se levantó un viento poco habitual en la zona. Hizo que cayeran un par de farolas, mal instaladas, por supuesto, por su carácter público, y que alguna cerca de un jardín desapareciera. Pero esto es lo de menos, el caso es que ese viento subió y subió llevando hasta las mismitas orejitas de Dios la plegaria del detenido. Como es lógico, no estoy nada seguro de que fuera así, pero tuvo que ocurrir algo parecido, porque, un día cualquiera, sin que nadie le llamara, se presentó en la comisaría de Peterstown el señor X.
Traje negro, Ray Ban de espejo y una mandíbula que bien podría haber dibujado Stan Lee, ése era el señor X. Dijo que venía de un departamento dependiente directamente de la CIA, que alguien había hecho algunas llamadas pronunciando el nombre de Harry H. Bell y que, en algún lugar secreto del país, en un panel lleno de lucecitas, se había encendido un piloto rojo. Sin ponerse nervioso, echó al agente Dole de su comisaría quedándose a solas con el supuesto atracador. Agarró un silla, se sentó delante de él pero fuera de la celda, claro, sacó una libreta y un bolígrafo y dijo “hablemos”. Horatio respondió con todo lujo de detalles las preguntas que el señor X iba formulando, a los enviados de Dios, porque eso era lo que Horatio creía, había que tratarles con el mejor talante, aunque el dios que enviaba a ese X, más que un dios, era un demonio, habida cuenta de que, si estaba allí era porque todo lo que Harry dijo fue verdad y que era probable que hubiera sido él, ese tal X, el brazo ejecutor de la orden de acabar con la vida de la esposa y de las hijas. Fuera como fuese, el de dentro de la celda no entró a juzgarle y se agarró a él como a un clavo ardiendo. Tres horas más tarde, el señor X tenía tres hojas de su libreta llenas de datos y un retrato robot del aspecto que podría tener en esos momentos el maldito Harry. De no haber sido sicario de la CIA, el señor X bien podría haberse dedicado al arte porque el retrato era realmente bueno.
“Hay que esperar”, le decía todos los días el agente Dole a Horatio desde que el hombre de negro saliera de la comisaría. Se contaban ya cinco días desde aquello y no había nada nuevo que celebrar o que lamentar. Un tiempo después, llegó la citación para el juicio. Era la primera vez en la historia de la justicia americana que se celebraría un juicio rápido. Dios da y Dios quita… …a veces quita más de lo que da, porque el juez que presidía la sala era el honorable juez Rossmond. Dois santo!! El marido cornudo!! Pero no podía ser… estaba en West Virginia y el cornudo marido de la loca ninfómana sólo tenía jurisdicción en Carolina… Por suerte, aquí Dios volvió a dar y el juez Rossmond de West Virginia era un hermano del juez Rossmond de Carolina, lo que no quita para que supiera lo de la violación de la esposa de su hermano, pero ya que Dios dio, dio al completo, y no lo sabía, o sí lo sabía pero le daba igual porque sabía que su cuñada era una enferma a la que él mismo se cepilló, repetidas veces en el cuarto de la limpieza, una noche en la que celebraban una cena en honor del hijo del Rossmond de Carolina porque se había doctorado en Leyes.
Sabiéndolo o no, Austin Rossmond no dejaba de ser un juez delante de un atracador casi confeso y eso le convertía en igualmente temible. Desde el principio estaba dispuesto a enchironarle. Todo apuntaba a que Horatio Beetle fue el autor y lo único a su favor, el testimonio de la anciana, fue desechado, no por maldad del jurado, sino porque la abuela, que seguimos sin saber si era realmente abuela, gastaba gafas de culo de botella y no pudo ver con claridad nada durante el atraco en el banco y tampoco pudo ver nada en la sala de la corte donde chocó, dos veces, con el estrado.
Un hombrecillo gris del jurado se levantó y entregó un papel doblado por la mitad al juez. Éste lo abrió, lo leyó y se lo devolvió al hombrecillo gris. “En pie!”, gritó otro tipo que estaba al lado del juez vestido de uniforme. De repente, otro hombre_ en el sur siempre son hombres, las mujeres cocinan y hacen caridad_ cruzó corriendo la sala, se acercó al juez Rossmond de West Virginia zafándose del hombre del uniforme que intentó placarle y le susurró algo al oído. El juez le miró, puso cara de pocos amigos y, con resignación, dijo entre dientes “estos yankees siempre entrometiéndose…”. Acto seguido, golpeó con su martillo de madera en el estrado. “Horatio Beetle, queda usted en libertad sin cargos”.
El hombre recién liberado no esperó a las palmaditas en la espalda, ni a los comentarios de la audiencia o a los flashes de las cámaras de los reporteros de “Peterstown Herald” y de “Peterstown Journalist”. Salió corriendo de la corte como alma que lleva el diablo, fue a la comisaría, agarró su bicicleta, que no era suya, pero como si lo fuera, y pedaleó al máximo ritmo que le permitía su corazón. No se paró a preguntar por el señor X o por lo que le habría sucedido a Harry, que, por otra parte, era obvio. No le importaba nada excepto salir de aquel pueblo lo antes posible. Ni siquiera se despidió de Tommy Dole, una pena, pero así fue…
A toda velocidad, sumando sus pedaladas y la inercia de una cuesta abajo, cruzó un pequeño bosque sin reparar en lo bonito que era. Siguió corriendo, cruzó Union y se metió de lleno en el Bosque Nacional Jefferson. Muy cansado, paró y se sentó en una roca. Era maravilloso aquel bosque, normal que lo hubieran nombrado parque natural protegido, porque algo tan excepcional como eso hay que cuidarlo de la “asfaltización”. Se respiraba paz en su más amplio sentido, una paz reconstituyente. Qué bien y qué tranquilos debieron vivir allí los indios americanos antes de que llegara la “civilización” a romperles las pelotas!! La brisa bañaba su pelo y el silencio era intenso, tan solo roto por el ruido de las hojas al chocar unas con otras y por el canto de los pájaros. Sintió algo parecido a un susurro y notó la presencia de alguien allí cerca de él. Giró su cabeza y vio un tronco hueco que aún se mantenía erguido. Era como si ese tronco le estuviera llamando con la música que se producía por el pasar del viento entre sus agujeros. Horatio se levantó, se acercó al tronco, puso una mano sobre él y rápidamente supo lo que allí estaba sucediendo.
_ Eres Tú, verdad??_ dijo, tembloroso_ “toda la vida buscándote en iglesias y resulta que te encuentro en el lugar más insospechado… Supongo que no se trata de que yo te busque sino de que Tú quieras ser encontrado… A tu alrededor todo es paz y armonía y no me siento nada ridículo hablando con un tronco. Tú ya lo sabes, pero quiero decirte que siempre he intentado ser un buen hombre, que he querido y quiero a los míos y que me esforzado por querer también a los que no eran míos. Estoy aquí en este parque y no sé por qué, Salí de casa aquella noche y aún no sé para qué, pero salí, y he descubierto muchas cosas en este viaje. Siempre pensé que vivía en un lugar seguro y bueno, pero he descubierto que es peor que todos esos sitios que nos dijeron eran malísimos y todo porque aquí nos creemos poseedores de tu salvación, elegidos por Ti… Estoy convencido de que si volvieras a ser humano y vinieras a los Estados Unidos, te crucificaríamos de nuevo… …por comunista seguramente… Quiero agradecerte la vida que me regalaste. Ha sido una vida plena: me casé, tuve hijos, tuve amigos… pero creo que ya no quiero más. En estos días he conocido, cara a cara, el egoísmo y la indiferencia y puede que hagan que germine en mí algo que nunca hubo como el odio y no quiero nada de eso. Quiero sentir esta paz y esta libertad por toda la eternidad, así que, Señor Jesús, llévame contigo!
Sabes? Ahora sé muchas cosas que no sabía y que sembrarán sin duda alguna la intranquilidad en mí: Sé que nadie es lo que parece, que los decentes y rectos esconden hipocresía y depravación, que muchos buenos sufren por causa de las reglas interesadas de unos pocos malos, sé que la vida que diste no vale nada frente al maldito dinero, que la palabra o los sentimientos del corazón no significan nada… … sé que el sexo por el sexo, sin amor ni sentimiento, te vacía y deshumaniza… Y sí, sentí placer con aquella mujer, no lo niego, pero también sentí la irracionalidad correr por mi cuerpo. Ahora sé que todo es por y para el dinero, que éste mueve el mundo, un mundo que excluye a personas maduras como yo…
Y qué decir de mi esposa…! Mi esposa, la dulce y buena Sarah… Dios santo, pero si conmigo parece la abuela de Caperucita Roja…! No podría seguir viviendo con ella, no podría mirarle a los ojos… Ahora sé que tiene un Leroy, Mike el jardinero, que viene a casa todos los martes y jueves tan solo cuando yo no estoy… ….ahora ato cabos… No quiero vivir en un mundo así, en un lugar donde a mis cincuenta y pocos años he de esconderme para tomarme un trago de bourbon, donde hay que fingir felicidad para poder relacionarte socialmente, donde se desprecia al desconocido… No quiero vivir en un mundo lleno de hipocresía y de miedo… Señor Jesús, llévame ahora contigo, líbrame de este infierno que hemos creado, líbrame de vivir entre hienas… …”
Horatio se tumbó en el suelo a los pies de su tronco y cerró los ojos. La brisa volvió a soplar suavemente y, acariciando su cara, se llevó su alma, dejando un cuerpo inerte con una sonrisa dibujada en su rostro.
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