domingo, 17 de enero de 2010

Introducción (Los textos de James Stapleton)

Querer y no poder, tener las fuerzas, la disposición pero no las oportunidades, y con la frustración añadida de saber que existen y que están por ahí, a millones, pero que son intocables, inalcanzables, que te quedan tan lejos que te resultaría más fácil subir a la luna... Es como morirse de sed en medio del océano entre billones y billones de litros de agua que no puedes llevarte a la boca. O como caminar por una calle vacía bajo una lluvia torrencial y no encontrarte a nadie que te abra la puerta de su casa a pesar de aporrearlas con desesperación.
Así se sentía James Stapleton y lo hacía porque era su realidad, objetiva, cruda y sin paliativos, como si fuera el dueño de una tienda de zapatos donde, día tras día, nadie entrara, ni aun a mirar, tan sólo el cartero para traer cartas de los bancos.
James Stapleton era un neoyorquino que vivía en Irvington, al suroeste de Nueva York. Se fue allí intentando huir del bullicio y de la velocidad de la gran metrópoli, buscando algo más de humanidad en alguna población que anduviera en adagio. No encontró esa humanidad, porque la ausencia de relojes deshumaniza tanto como la dependencia de ellos; y es que el problema no son los relojes sino la gente que los lleva, o que no los lleva y el uso o no uso que hacen del tiempo que tienen.
Él podía tener tanto o más que cualquiera. Tenía aptitudes y, a pesar de su circunstancia, actitud. Era inteligente, profundo, atractivo, amable, honesto y generoso pero era algo que nadie sabía, no porque no lo enseñara, sino porque nadie emplea tiempo para profundizar en los demás. Es muy curioso. La gran mayoría de la gente viaja, hace cursos, sale al campo, usa foros de internet... y todo con el único objetivo de "conocer gente" (eso dicen), pero todos, sin excepción, niegan la oportunidad a los demás de darse a conocer absolutamente preocupados en maquillar su propia realidad hablando continuamente de ellos mismos.
James Stapleton jamás hablaba de sí mismo (ni aún con él mismo, que ya se conocía demasiado bien) porque le parecía algo pedante y engreído hacerlo. Siempre pensó que lo justo y deseable era que los demás le conocieran por lo que hacía, pensaba y sentía y no por lo que decía, porque uno puede decir cualquier cosa de sí mismo, pero, inevitablemente, terminará haciendo y sintiendo aquello que corresponde con su verdadero yo. Así, James Stapleton nunca contó a nadie que recorrió Sudamérica o que conoció al Subcomandante Marcos en Chiapas o que hablaba un castellano fluido o que había cruzado el Atlas en bicicleta, y no lo hizo porque no eran cosas que le definieran.
James Stapleton, Mr. Stapleton , como le decían en el trabajo, ocupaba un puesto en el servicio de control del tráfico de su ciudad, en una oficina dependiente del ayuntamiento de Nueva York, más concretamente, se dedicaba a controlar los semáforos de Irvington. Su día a día se basaba en estar delante de un panel lleno de luces blancas y dar un aviso cuando alguna de ellas se volviera roja, algo digno de alguien que leía a Nietzche, como él mismo solía apuntar de vez en cuando.
Aparte de esto, que era con lo que comía, ocupaba el resto de su tiempo en escribir. Escribía cuentos, relatos, ensayos y pensamientos sobre él mismo, pero nunca consiguió que le publicaran nada aunque eran trabajos de alta calidad literaria, tanto estilística como conceptualmente. Aquí, como en las demás facetas de su vida, las puertas permanecían cerradas aún cuando era mucho mejor escritor que muchos a los que se les recibía con los brazos abiertos en la editoras. Era otro motivo de frustración, pero no por ello dejó de escribir ya que no lo hacía por el cheque sino por necesidad intelectual, por calmar inquietudes interiores que continuamente crecían dentro de él.
Pero, en este mundo que llamamos justo y libre, el mercado manda, es decir, que el mundo ya no es tan justo ni tan libre porque los mandatos del mercado son muy claros y precisos: dinero y superficie. James Stapleton no cumplía, en ningún caso, con el segundo mandato y eso le cerraba las puertas a intentar cumplir con el primero. El mercado penaliza severamente a quienes no cumplen con sus exigencias, hasta el punto de destruirlos socialmente, aunque no fue el caso de James Stapleton, que, a fuerza de desventura, se acomodó en el desierto, que es un lugar que el mercado creó para hacinar a todos aquellos que no entraban por su aro pero donde no tiene ninguna autoridad.
De esa manera, Mr. Stapleton era libre de escribir todo lo que él quería y era justamente lo que hacía: escribía sobre sus sentimientos, sobre la tristeza y la soledad que le aplastaba, sobre la oportunidad que le brindaban éstas para aprender; escribía sobre los comportamientos humanos, siempre sujetos a prejuicios y al nivel de autoestima, que hacen que los adultos sean niños y que los niños sean adultos y que elimina cualquier posibilidad de sensatez y lógica en favor de un sistema que promueve la felicidad eterna basada en lo material; escribía sobre el amor verdadero, ese que no hace que se sientan mariposas en el estómago pero que te enseña a entender, a escuchar y a respetar a la otra parte, ese amor que conocen muchos solteros y que desconocen muchos casados, un amor libre de príncipes azules y de princesas encantadas, libre de convenciones sociales y de protocolos, libre de egoísmo; escribía sobre política, donde, sin ser un experto politólogo, simplemente aplicando un poco de sentido común, encontraba los motivos y los métodos de la corrupción galopante, pilar fundamental en el que se apoyaba aquel mercado que le obviaba.
James Stapleton era un hombre cansado, exhausto, agotado por tener que luchar, hasta la muerte casi, por una simple bocanada de aire fresco; era como un Sísifo moderno, pero sin haber violado ninguna norma del Olimpo y llevaba tanto tiempo tirando de la gran piedra que ya casi la amaba.
Una mañana cualquiera, James Stapleton se levantó, se duchó, fue a trabajar y a la salida se pasó por Strassberg Jellewery en Lyons Ave con Union Ave, fue a correos y envió más de cinco mil folios escritos a mano; volvió a su casa, se miró al espejo, abrió el paquete que compró en Strassberg´s y se pegó un tiro en la boca. Es un dilema, lo fue y lo será, si ese acto es un acto de valentía o de cobardía. Los que siempre huyen de sus propios problemas dicen que es cobardía.
Que cómo sé yo todo esto? Conocí a James Stapleton en Madrid y tuve ocasión de hablar mucho con él, acompañados por un amigo común, un tal Jhonny Walker. Varios meses después, por suerte o por desgracia, fui yo el que recibió esos cinco mil folios manuscritos en castellano y fui yo el que cambió su manera de ver la vida después de haberlos leído; de ahí que emplee mi tiempo ahora en publicar, poco a poco, los escritos de James Stapleton.
Es probable que, ahora que Mr. Stapleton se ha ido, todas las letras que juntó en estos folios empiecen a valorarse, porque en este mundo que vivimos, en este mundo que hemos creado, lleno de contradicciones, incongruente, superficial y engordado artificialmente con leyendas y mitos, valemos más muertos que vivos.

1 comentario:

  1. James Stapleton.... ¿Recurso literario, personaje real? Sea como sea estoy deseando empezar a leerle. Tu comienzo es excelente, pero no sé si felicitarte o darte el pésame

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